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Testamento espiritual
El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el 
						comenzar a hacer penitencia de esta manera. Porque, como 
						estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y 
						el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué 
						con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo 
						que me parecía amargo se me volvió dulzura del alma y 
						del cuerpo. Y después de permanecer un poco, salí del 
						siglo.
						
Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que 
						oraba y decía sencillamente: Te adoramos, Señor 
						Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el 
						mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz 
						redimiste al mundo.
						
Después el Señor me dio, y me sigue dando, tanta fe 
						en los sacerdotes que viven según la norma de la santa 
						Iglesia romana, por su ordenación, que, si me 
						persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese 
						tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase 
						con los pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las 
						parroquias donde viven, no quiero predicar al margen de 
						su voluntad. Y a y a todos los demás sacerdotes quiero 
						temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver 
						pecado en ellos, porque en ellos miro al Hijo de Dios y 
						son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este 
						siglo no veo nada físicamente del mismo altísimo Hijo de 
						Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que 
						ellos reciben y solos ellos administran a los demás.
						
Y quiero honrar y venerar estos santísimos misterios 
						por encima de todo y colocados en lugares preciosos. Y 
						los santísimos nombres y palabras suyas escritas, donde 
						los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y 
						ruego que se recojan y se coloquen en lugar decoroso. Y 
						a todos los teólogos y a los que administran las 
						santísimas palabras divinas debemos honrar y venerar, 
						como a quienes nos administran espíritu y vida (cf. Jn 
						6,64).
						
Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me 
						mostraba qué debía hacer, sino que el mismo
						
Altísimo me reveló que debía vivir según la forma 
						del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas 
						palabras y sencillamente, y el señor papa me lo 
						confirmó.
						
Y los que venían a tomar esta vida, daban a los 
						pobres todo lo que podían tener (Job 1,3), y se 
						contentaban con una túnica, remendada por dentro y por 
						fuera; con el cordón y los calzones. Y no queríamos 
						tener más. El oficio lo decíamos los clérigos como los 
						demás clérigos, y los laicos decían padrenuestros; y 
						permanecíamos de muy buena gana en iglesias. Y éramos 
						incultos y estábamos sometidos a todos.
						
Y yo trabajaba y quiero trabajar con mis manos; y 
						quiero firmemente que todos los demás hermanos trabajen 
						en algún oficio compatible con la decencia. Los que no 
						saben, que aprendan, no por la codicia de recibir la 
						paga del trabajo, sino por el ejemplo y para combatir la 
						ociosidad. Y cuando no nos den la paga del trabajo, 
						recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de 
						puerta en puerta. 
						
El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El 
						Señor te dé la paz.
						
Guárdense los hermanos de recibir en absoluto 
						iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se 
						construye para ellos, si no son como conviene a la santa 
						pobreza prometida en la Regla, hospedándose siempre allí 
						como forasteros y peregrinos (cf. Gén 23,4; Sal 38,13; 
						lPe 2,11).
						
Mando firmemente por obediencia a todos los 
						hermanos, dondequiera que estén, que no se atrevan a 
						pedir en la curia romana, ni por sí ni por 
						intermediarios, ningún documento en favor de una iglesia 
						ni de otro lugar, ni so pretexto de predicación, ni por 
						persecución de sus cuerpos; sino que, allá donde no sean 
						bien recibidos, márchense a otra tierra a hacer 
						penitencia, con la bendición de Dios.
						
Y quiero obedecer firmemente al ministro general de 
						esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y 
						así quiero estar, cautivo en sus manos, para no ir o 
						hacer nada fuera de la obediencia y de su voluntad, 
						porque es mi señor. Y, aunque soy simple y enfermo, 
						quiero, no obstante, tener siempre un clérigo que me 
						recite el oficio como se contiene en la Regla. Y todos 
						los demás hermanos estén obligados de igual modo a 
						obedecer a sus guardianes y a cumplir con el oficio 
						según la Regla.
						
Y a los que se descubra que no cumplen con el oficio 
						según la Regla y quieren variarlo de otro modo, o que no 
						son católicos, todos los hermanos, dondequiera que sea, 
						estén obligados por obediencia, allá donde encuentren a 
						uno de ellos, de presentarlo al custodio más cercano al 
						lugar donde lo descubran. Y el custodio esté firmemente 
						obligado por obediencia, a custodiarlo fuertemente, día 
						y noche, como a un prisionero, de manera que no puedan 
						arrebatarlo de sus manos, hasta que lo entregue 
						personalmente en manos de su ministro. Y el ministro 
						esté firmemente obligado, por obediencia, a remitirlo 
						por medio de hermanos, que lo custodien día y noche como 
						a un prisionero, hasta que lo lleven a la presencia del 
						señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de 
						toda la fraternidad.
						
Y no digan los hermanos que esta es otra Regla; 
						porque esto es un recordatorio, amonestación y 
						exhortación, y es mi testamento, que yo, fray Francisco, 
						pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, 
						por esto, para que mejor guardemos católicamente la 
						Regla que prometimos al Señor.
						
Y el ministro general y todos los demás ministros y 
						custodios estén obligados, por obediencia, a no añadir 
						ni quitar nada a estas palabras. Y tengan siempre 
						consigo este escrito junto a la Regla. Y en todos los 
						Capítulos que celebren, cuando lean la Regla, lean 
						también estas palabras. Y a todos mis hermanos, clérigos 
						y laicos, mando firmemente, por obediencia, que no 
						introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras, 
						diciendo: Esto quieren dar a entender; sino que, así 
						como me dio el Señor decir y escribir la Regla y estas 
						palabras sencilla y puramente, así las entendáis, 
						sencillamente y sin glosa, y las guardéis hasta el fin 
						con obras santas.
						
Y todo el que observe estas cosas, sea colmado en el 
						cielo de la bendición del altísimo Padre, y llenado en 
						la tierra de la bendición de su Hijo amado, con el 
						santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de 
						los cielos y con todos los santos. Y yo el hermano 
						Francisco, pequeñuelo siervo vuestro, os confirmo cuanto 
						puedo, interior y exteriormente, esta santísima 
						bendición.
Autor: San Francisco de Asis 
 
 
 
          
      
 
  
 
 
 
  
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