lunes, 28 de noviembre de 2016

Oración ante el ADVIENTO 2016



Un Adviento más Cristo Jesús llega de nuevo a nosotros

y queremos reconocerlo como Señor, al salir aquí y ahora a nuestro encuentro.

Desea hablarnos con la cercanía del Hermano a los hermanos.

Sigue actuando en nuestra fe en Dios, en nuestra oración de cada día,

en el centro mismo de nuestro quehacer cotidiano,

y de manera muy especial, cuando nos acercamos al pobre y al necesitado.

¡Cuánto necesitamos tu venida a nosotros una vez más

para que nos hagas personas cristianas de verdad!

¡Ojalá te contemplemos tal como te muestras en el Evangelio

y te sintamos a nuestro lado con la fuerza de su Espíritu!

¡Ven, Señor Jesús!

En este tiempo de gracia invítanos Señor Jesús

a dejarnos decir por Dios mismo quién es Él para nosotros:

el Abba que nos ama y en todo lo bueno nos lleva la iniciativa.

A oír de sus labios lo que quiere de los creyentes:

que amemos al prójimo como a nosotros mismos,

sin cansarnos de hacer siempre el bien, incluso a los enemigos.

A experimentarlo en la intimidad cómo el Padre querido,

que se acerca a nuestras vidas para engrandecerlas y llenarlas de sentido;

que con su misericordia entrañable nos acompaña siempre;

que nos consuela en las flaquezas y nos protege en los peligros;

que nos perdona de forma incondicional y se olvida de nuestros pecados.

¡Ven Señor, Jesús!

En este tiempo de salvación ínstanos Señor Jesús

a recuperar el silencio interior como acto primero, necesario

para dejar hablar a Dios en lo hondo del corazón,

para escuchar su Palabra en la Escritura Santa

y estar dispuestos a cumplirla con fidelidad y responsabilidad.

A introducir en nuestra plegaria las necesidades ajenas, como propias;

a dejarnos confrontar con los acontecimientos que se suceden,

porque ellos son otra forma de la revelación divina;

a luchar por la justicia y contra las distintas formas del mal,

para aliviar así el dolor de tantos heridos en el camino.

¡Ven, Señor Jesús!

Señor y Hermano nuestro, en este tiempo de conversión,

enséñanos a contemplar la vida diaria como el lugar propicio

donde Tú te manifiestas con la fuerza del Espíritu,

donde la oración personal y comunitaria van creciendo

y se toma en serio el compromiso con los marginados de la sociedad.

Toda nuestra existencia diaria se realiza ante el Padre y los hermanos.

Y para ello, necesitamos abrir los ojos de la fe,

de modo que podamos encontrarlos donde están realmente:

en lo más íntimo de nuestra alma y en las relaciones continuas con los otros.

¡Hijo de Dios, sigue siendo para cada uno de nosotros nuestra esperanza!

¡Ven, Señor Jesús!


Autor: sacerdote Luis Ángel Montes Peral
Tomado de: revista ecclesia

sábado, 26 de noviembre de 2016

Adviento, Motivos de esperanza



El Año Litúrgico nos ofrece un tiempo nuevo, el Adviento, durante cuatro semanas las lecturas diarias que nos acompañarán irán desgranando las profecías mesiánicas, que tendrán su concreción en la venida del Hijo de Dios a nuestra historia.

Este tiempo es propicio para contemplar, no solo las antiguas profecías, sino las que acontecen junto a nosotros, y que son motivos que alegran el corazón y consolidan la esperanza teologal, la que se funda en el hecho del nacimiento de Jesús, y que por Él muchos viven como testigos del Amor de Dios.

Conozco a quien asume de manera discreta la necesidad de su prójimo y pasa mensualmente el coste de un salario, para que el menesteroso pueda cubrir sus gastos y vivir con dignidad.

Conozco a quienes, ante el rompimiento familiar y la dolorosa ejecución del reparto del patrimonio entre los que han compartido todo y por cuestión legal una parte debe indemnizar a la otra, salen fiadores, adelantan créditos sin intereses, y así hacen posible que permanezca abierta la casa para los hijos pequeños.

Conozco a quienes ante las obras necesarias en los templos de lugares deprimidos y un tanto deshabitados, prestan su dinero sin afán de lucro ni especulación, para se realicen las mejoras sin agobio para las pequeñas comunidades cristianas que aún permanecen en los pequeños pueblos.

Conozco a quienes jubilados por motivos de salud o alguna dolencia, sin embargo prestan sus manos voluntariamente y en gratuidad como ayuda al sostenimiento de obras sociales, que de otra manera no podrían realizar sus programas solidarios.

Conozco a quienes abren sus puertas a la hospitalidad amiga, y comunican la alegría familiar, acrecentando vínculos afectivos que ayudan en momentos de soledad, sufrimiento, pruebas de salud.

Conozco a quienes rezan por los demás, sin quizá nadie lo sepa, y ofrecen sus vidas por la paz del mundo, por la estabilidad de las familias, porque los enfermos recuperen la salud, o al menos tengan fuerza en sus pruebas. Son sin duda los brazos levantados que obtiene el favor del cielo de manera generosa.

Conozco a quienes en medio de las pruebas se mantienen fieles, y aun en la oscuridad se convierten en signos luminosos de fe y de confianza en Dios.

La esperanza cristiana no es una reacción optimista por tener un carácter positivo, sino la virtud teologal por la que se permanece confiado en Dios, pues Él cumple siempre su palabra, y la ha comprometido hasta el extremo de dárnosla encarnada en su propio Hijo, como testimonio de su fidelidad.

Atrévete a sumarte a quienes son testigos de esperanza, porque dan crédito a la promesa amor divino, hecho Niño en Belén.

Autor: sacerdote Ángel Moreno de Buenafuente
Tomado de: revista ecclesia

viernes, 25 de noviembre de 2016

Adviento



El tiempo de Adviento nos introduce en un nuevo año litúrgico. Las lecturas de la Palabra de Dios nos invitan a la conversión personal y comunitaria para celebrar con gozo desbordante la primera venida del Señor, con la mirada puesta en su última venida al fin de los tiempos. Dios nos brinda así una nueva oportunidad para que vivamos cada instante de la vida con la clara conciencia de que todo es regalo de su infinita bondad y para que acojamos a su Hijo con total responsabilidad.

Para acoger el gran regalo que el Padre nos hace enviando a su Hijo al mundo, hemos de permanecer vigilantes y atentos para hacer frente al sueño, al cansancio y a la rutina de nuestras prácticas religiosas. Todos hemos de reflexionar sobre la autenticidad de nuestra fe para descubrir si ésta nos ayuda a adentrarnos en la contemplación del misterio del amor del Padre que nos regala a su Hijo para mostrarnos su amor y para ofrecernos su salvación.

La gran verdad de la religión cristiana consiste en que Dios, por amor al hombre, viene al mundo para compartir nuestra condición humano en todo menos en el pecado. La constatación y reconocimiento de nuestros pecados y miserias nos ayudará a descubrir que el Padre, por medio de Jesús, no sólo nos traza el camino a seguir, sino que nos acompaña en el recorrido del mismo. Cuando acogemos a Jesucristo como el único Señor y Salvador de nuestras vidas, podemos experimentar que Dios, al hacerse hombre, quiere compartir nuestras pobrezas para colmarnos de sus riquezas.

Frente al activismo y a las prisas, que afectan a tantos hombres y mujeres en nuestros días, Dios nos invita a “ser” antes que a “hacer”, a descubrir nuestra identidad antes que a comprometernos en la realización de muchas actividades. La principal tarea de todo ser humano consiste en el descubrimiento de lo que le constituye como persona creada a imagen y semejanza de Dios. Este conocimiento de la identidad personal resultará imposible realizarlo, si no permanecemos atentos a la voz de Dios y a las necesidades de nuestros semejantes. Sólo la apertura a Dios y a los hermanos nos permite crecer como personas y establecer relaciones de fraternidad con todos los hombres.

Esto nos obliga a pararnos y a preguntarnos cómo estamos viviendo la invitación de Dios a ser sus hijos y a crecer como comunidad de hermanos. En el horizonte de nuestro ser y de nuestro quehacer debe estar siempre Dios, que es comunidad de personas y quiere hacernos partícipes de su vida y de su amistad. Así mismo, han de estar también los otros, con quienes hemos de tejer relaciones de justicia, verdad y solidaridad para llegar juntos a la meta.

Autor: Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
Tomado de: revista ecclesia