El canto gregoriano es ante todo «el canto propio de la liturgia romana» (Vaticano II, Constitución sobre la liturgia Sacrosantum Concilium,  nº 116). Desde San Pío X y el término de los primeros trabajos de  erudición concernientes a la historia de este canto, pasando por el  Concilio Vaticano II, y hasta Juan Pablo II, luego ahora Benedicto XVI,  el Magisterio de la  Iglesia no deja de reivindicar para sí una primacía  que está muy lejos de detentar en la diversidad de las celebraciones  litúrgicas contemporáneas.
Esta  primacía, la Iglesia la concede al canto gregoriano, en tanto que  oración y en tanto que arte musical sagrado. Él es incluso una norma, un  criterio de evaluación de las otras composiciones litúrgicas en este  dominio. En su carta para el centenario del Motu Proprio de San Pío X, Tra Le Sollecitudini  (22 de noviembre de 1903), el Papa Juan Pablo II redefinía las tres  cualidades fundamentales de la música litúrgica: la sacralidad, la  belleza, la universalidad. Y concluía así, antes de retomar la fórmula  del Concilio: «Entre las expresiones musicales que mejor responden a las  cualidades requeridas para la noción de música sagrada, especialmente  litúrgica, el canto gregoriano ocupa un lugar particular» ( Juan Pablo  II, Carta bajo forma de Quirógrafo, del 22 de noviembre de  2003). Él es verdaderamente, por excelencia, «el canto propio de la  liturgia romana», es decir su tesoro, la expresión cantada más auténtica  y la más acabada del misterio de salvación  celebrado en la liturgia.
No hay además nada de asombroso en que la Iglesia, y ella sola, esté  habilitada para definir así como suya una realidad que ha nacido en  ella, y ha crecido en el seno de su contemplación. El anonimato que  caracteriza ampliamente al canto gregoriano, hasta en sus más grandes  obras maestras, aboga poderosamente a favor de una reivindicación plena  de la Iglesia misma como autora de ese canto que lleva además el nombre  de uno de sus Papas más ilustres, San Gregorio Magno. En efecto, el  canto gregoriano hunde sus raíces en la más alta antigüedad cristiana;  él ha sido contemporáneo de los mártires, ha sido formado por el  pensamiento vigoroso de los Padres de la Iglesia, antes de formar él  mismo el pensamiento de numerosas generaciones de cristianos y de  sostener su fe. Él ha atravesado los siglos y ha sufrido múltiples  tempestades, a lo largo de su historia, y sus altos y bajos coinciden  estrechamente con la historia de la misma Iglesia. Y hoy en día también,  sobre todos los continentes, el canto gregoriano continúa atrayendo,  mostrando por ahí su aptitud para trascender las culturas. Él ha  seducido África tanto como Asia o América. La razón de su éxito más  profundo es sin duda que él detenta todavía y para siempre el secreto de  la oración. Está permitido entonces pensar que él está llamado a volver  a ser un fermento poderoso de unidad litúrgica, particularmente gracias  a la lengua latina, de la cual es el vehículo.
En tanto que oración oficial de la Iglesia, en tanto que arte sagrado  auténtico y privilegiado, el canto gregoriano merece entonces que se le  consagre un estudio serio, al término del cual será él mismo la  recompensa del fiel, en una unión con Dios más íntima y más fuerte, a  través de la oración social de la Iglesia.
El fiel que desea tomar contacto con lo  que se llama canto gregoriano, puede hacerlo de dos maneras: sea  escuchando una melodía gregoriana, sea abriendo un libro de canto  litúrgico en el cual están transcritas las melodías gregorianas. Dicho  de otra manera, hay una forma visual y una auditiva de abordar el canto  gregoriano. Mirar y escuchar: dos actitudes de acogida respetuosa  delante de una realidad desconocida. Dos actitudes tanto más necesarias,  cuanto que se trata aquí de una realidad encargada de expresar el más  alto punto el misterio de Dios y de su obra creadora y redentora. Dos  actitudes que será necesario conservar durante el aprendizaje y hasta en  la ejecución de este canto, cuando se convierta en nuestro, durante la  celebración litúrgica. Para cantar, para cantar a Dios sobre todo, es  necesario siempre escuchar, es necesario siempre mirar. Es de una vez  una invitación a la infancia espiritual y a la docilidad, que preludia  la iniciación gregoriana. El canto gregoriano es una larga mirada, una  contemplación, una oración; él es también una escucha atenta de la  Palabra de Dios.
La  iconografía representa con frecuencia a la Virgen María ocupada en leer  el pasaje del profeta Isaías (7, 14) cuando el Ángel Gabriel se le  aparece en la Anunciación, para revelarle que Ella será la Madre de  Dios. María mira y escucha, y esta contemplación y esta obediencia se  vuelven fecundas, al alba de la salvación. La Iglesia encuentra en ellas  el modelo acabado de su fecundidad.



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