martes, 8 de abril de 2014

La caridad animadora de María







Composición de Lugar: "Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús y con los hermanos de éste" (Hechos 1, 14). Ahí estaba María con los apóstoles, en oración íntima, preparándoles para la venida del Espíritu Santo, animándoles, pues Jesús se acababa de ir al cielo, y ellos se sentían solos, desprotegidos y con mucha añoranza del Maestro. ¿Qué les diría María? ¿Cómo les animaría? Cuántos recuerdos se agolpaban en la mente y en el corazón de María y de los apóstoles. Metámonos también nosotros en ese Cenáculo para prepararnos, con María, para la venida del Espíritu Santo. María ya tenía una larga historia personal con el Espíritu, desde la Encarnación. ¿Quién mejor que Ella para enseñarnos cómo prepararnos para Pentecostés?

Petición: Señor, que sea un gran animador entre mis hermanos los hombres, con una caridad que transmita seguridad, consuelo y aliento, a ejemplo de María en el Cenáculo.

Fruto: Ser siempre a mi alrededor un auténtico paráclito (animador y consuelo) para mis hermanos, como lo fue María en Pentecostés con los apóstoles a quienes ayudó a prepararse para recibir al Espíritu Santo.


Puntos:

1. La caridad de María les enseñaba con paciencia de madre y maestra a rezar a los apóstoles durante la espera de Pentecostés: ¡Qué dichosos los apóstoles que pudieron orar junto con la Virgen! Ella dirigiría la oración. Ella daría ejemplo de fervor. Sólo con mirarla a Ella, se disiparía el cansancio, la tibieza, las distracciones de los apóstoles. Esta caridad de María comprendía el tedio de los apóstoles que estaban ya fatigados de tanto esperar. Esta caridad de María excusaba los defectos de estos hombres tan llenos de defectos todavía, pero cuyo amor a Cristo su Hijo era evidente. Esta caridad de María animaba a estos apóstoles que experimentaron la ausencia de Cristo, después de tres años de tanta intimidad con Él. Les enseñaba a rezar. Enseñar a quien no sabe es una obra de misericordia, es un acto de caridad sublime. Enseñar a rezar, porque María sabía que la oración es fuerza, es luz, es consuelo para el camino. Les enseñaba a rezar con humildad, con confianza, con perseverancia y con corazón limpio y desinteresado. Les enseñaba esa oración personal e íntima, amasada de fe y gratitud, de entrega y humildad. Y también les enseñaba la oración comunitaria, hecha como Iglesia, en nombre de la Iglesia.

Ah, María, ten caridad con nosotros y enséñanos también a nosotros a rezar, porque nos conformamos muchas veces con nuestras devociones y creemos que con eso, basta. La oración es mucho más que rezar nuestras devociones privadas. Es abrirme y escuchar a Dios como persona, con toda mi mente, corazón, afecto y voluntad, y donde Dios me transforma poco a poco, y así poder hacer en mi vida su santísima voluntad.


2. La caridad de María les ayudó a abrir la mente, el corazón y la voluntad de los apóstoles para recibir el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés. El primer "Pentecostés" para María, por así decir, fue el día de la Anunciación, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella e hizo el milagro de la fecundación del Verbo en su seno. La caridad de María les enseñó cómo abrir la mente, el corazón y la voluntad para la venida del Espíritu Santo. Les decía que abrieran la mente, porque el Espíritu Santo es Luz que les iluminaría para que comprendiesen el mensaje de su Hijo Jesús antes de predicarlo. Les decía que abrieran el corazón, porque el Espíritu Santo es Amor que limpia toda impureza y deseos terrenos, y de esta manera harían de su corazón un auténtico oasis donde Cristo podría reponer sus fuerzas e intimar con ellos. Les decía que abrieran su voluntad, para que el Espíritu Santo les llenase de fuerzas para después ser valientes testimonios de Cristo, como realmente lo fueron. Oh, María, dime cómo tengo yo que abrirme a este Don Supremo del Espíritu.


3. La caridad de María fue aliento y estímulo para lanzar a estos apóstoles por el mundo entero predicando el evangelio de su Hijo. Les dijo que ya estaban capacitados para ir y predicar con valentía la buena nueva de su Hijo Jesús. Les dijo que no tenía que importarles lo que dijeran o dejaran de decir los otros, pues el Espíritu Santo pondría las palabras acertadas en su boca. Les alentó para que no se desanimasen ante las dificultades que encontrarían en muchas casas y ciudades. Les consoló el corazón, tan necesitado del cariño maternal. Les aseguró que el Espíritu es viento impetuoso que les llevaría con fuerza por todos los rincones del mundo. Les aseguró que el Espíritu es lengua de fuego que se les meterá en el corazón y les hará hablar sin miedo y sin cobardías, hasta convertirles en celosos apóstoles y mártires. Les aseguró que el Espíritu restaurará la unidad perdida en Babel, donde el orgullo humano fue castigado con la diversidad de lenguas.

El Espíritu es forjador de unidad y comunidad. Ahí está María en esta primera Iglesia, en esta Iglesia primitiva. Está en medio de la Iglesia naciente. Está como la madre de Jesús, amándolo en estos hombres concretos que Él había elegido.

Conoce las debilidades y los miedos de esta primera comunidad eclesial y la ama en su realidad concreta. Les dice que a ellos se les ha encomendado el Reino. La pequeñez de los instrumentos no asusta a María. La presencia de María en este Cenáculo es solidaridad activa y consoladora con la comunidad de su Hijo. Ella es la que con mayor anhelo y fuerza implora la venida del Espíritu. Ella es la Madre de la Iglesia. Todo su amor y todos sus desvelos son ahora para esa Iglesia naciente que es la continuación de la obra de Jesús. Ella acompaña la difusión de la Palabra, goza con los avances del Reino, sigue sufriendo con los dolores de la persecución y las dificultades apostólicas. Ignoramos cómo transcurrieron los últimos años de María y también cuándo y dónde aconteció el final de su vida terrena. Pero seguramente fueron años de íntima unión con Cristo y con su obra. Y ese final marcó el inicio de otra forma de existencia, junto al Señor glorificado y junto a nosotros. Ella desde el Cielo sigue derramando su caridad con su mediación e intercesión por nosotros, sus hijos.

Preguntas para reflexionar:

¿Qué experiencia tengo del Espíritu Santo en mi vida? ¿Puedo decir que es para mí Luz para mi mente, consuelo para mi corazón y fuerza para mi voluntad?
¿Suelo ser para mis hermanos "paráclito", es decir, consuelo y aliento, como lo fue María para los apóstoles? ¿O por el contrario los demás se apartan de mí porque soy portador de negativismo, disgustos y reclamos?
¿El Espíritu Santo me lanza a llevar el mensaje de Cristo por todas partes: en mi casa, entre mis vecinos, en mi trabajo, con mi grupo de amigos? ¿O soy cobarde y tengo respeto humano para hablar y dar testimonio de Cristo?
¿Cómo es mi relación con María Santísima, madre de Cristo, madre de la Iglesia y madre mía: filial e íntima, esporádica o constante?

Autor: P. Antonio Rivero LC

lunes, 7 de abril de 2014

Antes de dar limosna, lee esto…









1.  Para iniciar el diálogo en familia

(Este momento es muy importante y conviene que se le dé la duración necesaria, ya que en él salen a relucir las inquietudes de cada miembro de la familia).

· ¿Acostumbras dar limosna?, ¿qué se siente?

· ¿A quién?

· ¿Alguna vez has compartido tus bienes sin que te los hayan pedido?

2. Dios también dialoga con nosotros

(En este momento estamos atentos a lo que Dios nos dice; es conveniente guardar un momento de silencio después de leer el texto, para meditarlo).

Lectura del Evangelio de san Mateo  (6, 2-4)

Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

3. Para reflexionar juntos

La palabra limosna, de origen latino, tiene raíces en el griego y viene a significar compasión. Compadecer puede entenderse por sufrir con, es decir, comprender lo que está sufriendo mi prójimo y tratar de remediar su sufrimiento con mi ayuda, no sólo económica, sino sobre todo de solidaridad, de acompañamiento.

Podemos dar limosna para que el que pide ya no esté molestando. Podemos dar porque nos conviene por la deducibilidad de impuestos. Podemos dar porque es una buena propaganda para nuestro producto. Podemos dar para sentir que somos buenos o para que otros vean que somos buenos. En estos casos, nos alzamos de hombros y decimos “que suelte la leche la vaca aunque respingue”. Que bueno que estas personas ayudan aunque sea por interés propio, peor sería que no lo hicieran.

Podemos dar limosna porque nuestra naturaleza humana de por sí es buena y no soportamos que alguien sufra y podemos dar limosna por amor al prójimo y por el amor de Dios, tal como pedían nuestros limosneritos todavía hace poco tiempo: “una limosnita por el amor de Dios”.

La historia de san Martín Caballero, obispo de Tours, es un ejemplo de la limosna cristiana: un soldado romano que se compadece de un pordiosero que se muere de frío y partiendo su capa le da la mitad. Por la noche sueña a Cristo vestido con su media capa y diciendo: “Martín me ha dado su capa”. Jesús nos dice que es a Él al que socorremos cuando hacemos una obra de misericordia.

Los discípulos de Jesús estamos obligados a dar limosna tanto cuanto estamos obligados a amar a nuestro prójimo, por quien, a ejemplo del mismo Cristo, deberíamos estar dispuestos a dar hasta la vida.

La situación de nuestras grandes ciudades ha despersonalizado hasta a los pordioseros, ya no los conocemos, desconfiamos de su necesidad y de cada uno de ellos sospechamos que es un estafador. La ciudad nos ha deshumanizado. Preferimos dar nuestra ayuda por medio de alguna institución que vea por la promoción de los más necesitados, como el Teletón, la Cruz Roja o Cáritas.

La limosna es una forma de hacer penitencia por nuestros pecados, y el darla nos purifica y santifica, porque nos permite amar y hacer algo por nuestros hermanos.

Nos dice la Iglesia que la limosna debe ser JUSTA, es decir, que el que más tiene más debe dar; PRUDENTE, es decir, que debemos ver que el que la va a recibir realmente la necesita y no la va a usar para un mal fin; PRONTA, es decir, que no le hagamos perder su tiempo al que pide ni le demos falsas esperanzas; ALEGRE, porque Dios ama al que da con alegría; SECRETA, porque Jesús nos dice que no sepa nuestra mano izquierda lo que da la derecha; DESINTERESADA, es decir, que no tengamos segundas intenciones al dar, como, por ejemplo, esperar alguna ayuda del necesitado; y DIGNA, es decir que no ofenda la dignidad del que recibe, ni lo hagamos sentir mal.

Posiblemente digamos que hoy en día ya no podemos dar limosna porque ya no sabemos a quién; pero si abrimos bien los ojos nos daremos cuenta que hay muchas personas que necesitan nuestra limosna y que, quizá, nunca nos la van a pedir. No necesitamos una trabajadora social que investigue para darnos cuenta de que un familiar o un vecino están pasando por momentos muy difíciles por la pobreza o por la desgracia. No esperemos que nos pidan, acudamos generosamente en su ayuda sin lastimar sus sentimientos y sin esperar agradecimientos. Decían los limosneritos: “que Dios se lo pague”, y es muy cierto, Dios sabe pagar y paga muy bien.

4. Compromiso familiar

Yo recuerdo a unos tíos míos muy ancianitos y con fama de avaros que me dieron el buen ejemplo de ir como esposos a visitar a una mujer que había tenido un hijo para llevarle despensa. Busquen hacer la caridad como familia.

Autor: P. Sergio G. Román

viernes, 4 de abril de 2014

Yo soy la resurrección y la vida





Cuando preguntó: " ¿dónde lo habéis puesto? ", los ojos de nuestro Señor se llenaron de lágrimas. Sus lágrimas fueron como la lluvia, Lázaro como el grano, y el sepulcro como la tierra. Gritó con voz potente, la muerte tembló a su voz, Lázaro brotó como el grano, salió y adoró al Señor que lo había resucitado. Jesús… devolvió la vida a Lázaro y murió en su lugar, porque, antes de sacarlo del sepulcro y sentarse a su mesa, ya había sido sepultado simbólicamente por el aceite con que María ungió su cabeza (Mt 26,7). La fuerza de la muerte que había triunfado después de cuatro días es pisoteada… para que la muerte supiera que al Señor le era fácil vencerla al tercer día…; su promesa es verídica: había prometido que Él mismo resucitaría el tercer día (Mt 16,21)…

    El Señor pues le devolvió la alegría a María y a Marta venciendo al infierno para mostrar que Él mismo no sería retenido por la muerte para siempre… Ahora, cada vez que se diga que resucitar al tercer día es imposible, miremos al que resucitó al cuarto día...
"Acércate y quita la piedra". ¿Entonces, el que resucitó a un muerto y le devolvió la vida, no habría podido Él mismo abrir el sepulcro y derribar la piedra? Él que les decía a sus discípulos: "Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta montaña: Desplázate, y se desplazaría" (Mt 17,20), no habría podido con una palabra desplazar la piedra que cerraba la entrada del sepulcro? Ciertamente, habría podido también quitar la piedra por su palabra, Él cuya voz, mientras estaba suspendido de la cruz, quebrantó las piedras y el sepulcro (Mt 27,51-52). Pero, porque era amigo de Lázaro, dice: "Abrid, para que el olor de la podredumbre les golpee, y desatádlo, vosotros que lo habéis envuelto en un sudario, para que reconozcáis bien al que habíais sepultado."

Autor: San Efrén (c. 306-373), diácono en Siria, doctor de la Iglesia. Diatessaron, 17, 7-10; SC 121