miércoles, 30 de noviembre de 2011

Cuatro kilómetros son poco



La vieron arrastrarse a lo lejos y, por un momento, pensaron que era un animal. No es de extrañarse, pues Olivia no tiene piernas. Ya cerca fue cuando las religiosas se dieron cuenta que lo que tenían delante era una joven de 25 años.

Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados viven en Chissano, Mozambique, y ahí atienden a sus queridos pobres, con todo el amor con que una religiosa enamorada de Cristo y de las almas es capaz. Todos los días atienden a las personas, les transmiten la fe y buscan paliar un poco el dolor en que viven.

Olivia provenía de una localidad a cuatro kilómetros de Chissano. Todos los domingos tenía que gatear esa distancia para poder participar en la Misa. En las épocas de más calor, la arena del camino le quemaba las palmas de las manos, pero ello no impidió que su corazón, que ardía en amor más que el mismo sol, buscase el consuelo de Dios.

Al principio, Olivia recibió la preparación catequética gracias a una persona que se acercaba a su domicilio, pero para la misa no le quedaba otra opción que serpear por el camino los cuatro kilómetros. ¡Bien valía la pena!

Ahora, gracias a un bienhechor, Olivia puede moverse en una silla de ruedas, que le ayuda a recorrer más fácilmente su ya conocido camino. De todas maneras, no deja de impresionar a todos su «testimonio de superación y de fe heroico», según palabras de las mismas religiosas a la agencia AVAN.

No sé a ustedes, pero Olivia me ha hecho valorar mucho más que otros la Eucaristía y la presencia real de Cristo entre nosotros. ¡Cuatro kilómetros a gatas! Y pienso cómo tantas veces podemos ser fáciles en poner pretextos para no ir a misa un domingo…

Pero lo que sí puedo decir es que esta joven africana me ha enamorado con su sencillez de fe. Para ella, esa distancia, recorrida con gran dificultad, le sabía a muy poco, pues iba a encontrarse con quien le da sentido a su vida. ¡Cómo quisiera tener esa fuerza interior para demostrarle a Cristo mi amor! Un amor que se consigue paso a paso, aunque sea gateando.
Autor: Juan Antonio Ruiz J., L.C.

martes, 29 de noviembre de 2011

Misericordia



En algunos lugares es fácil encontrar a católicos que han perdido la idea del pecado. De ahí se deriva la desafección hacia el sacramento de la confesión y, en no pocos lugares, la costumbre de comulgar sin ninguna inquietud acerca de si uno posee o no posee las disposiciones suficientes para participar en la Mesa del Señor.

Otros llevan la pérdida del sentido del pecado mucho más lejos: dejan de comulgar, se alejan poco a poco de una Iglesia que “no les sirve”, apagan en su interior todo anhelo de transcendencia al dejarse invadir por las preocupaciones del mundo.

No es fácil reconocer que hemos “pecado”, que hemos ofendido a Dios, al prójimo, a nosotros mismos.

No es fácil especialmente en el mundo moderno, dominado por la ciencia, el racionalismo, las corrientes psicológicas, las “espiritualidades” tipo New Age. Un mundo en el que queda muy poco espacio para Dios, y casi nada para el pecado.

Muchos reducen la idea de pecado a complejos psicológicos o a fallos en la conducta que van contra las normas sociales. Desde niños nos educan a hacer ciertas cosas y a evitar otras. Cuando no actuamos según las indicaciones recibidas, vamos contra una regla, hacemos algo “malo”. Pero eso, técnicamente, no es pecado, sino infracción.

Otros justifican los fallos personales de mil maneras. Unos dicen que no tenemos culpa, porque estamos condicionados por mecanismos psíquicos más o menos inconscientes. Otros dicen que los fallos son simplemente fruto de la ignorancia: no teníamos una idea clara de lo que estábamos haciendo. Otros piensan que el así llamado “pecado” sería sólo algo que provoca en los demás un sentimiento negativo, pero que en sí no habría ningún acto intrínsecamente malo.

Hemos de superar este tipo de interpretaciones equivocadas e insuficientes. Para descubrir lo que es el pecado necesitamos reconocer que nuestra vida está íntimamente relacionada con Dios, que existimos como seres humanos desde un proyecto de amor maravilloso. Es entonces cuando nos damos cuenta de que Dios llama a cada uno de sus hijos a una vida feliz y plena en el servicio a los hermanos, y que nos pide, para ello, que vivamos los mandamientos.

Porque existe Dios, porque tiene un plan sobre nosotros, entonces sí que podemos comprender qué es el pecado, qué enorme tragedia se produce cada vez que optamos por seguir nuestros caprichos: nos apartamos del camino del amor.

Al mismo tiempo, si al mirar a Dios reconocemos que existe el pecado, también podemos descubrir que existe el perdón, la misericordia, especialmente a la luz del misterio de Cristo.

Lo dice de un modo sintético y profundo el “Compendio del Catecismo de la Iglesia católica”, en el n. 392: “El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia”.

Es cierto que nos cuesta reconocer que hemos pecado. Pero hacerlo es propio de corazones honestos y valientes: llamamos a las cosas por su nombre, y reconocemos que nuestra vida está profundamente relacionada con Dios y con su Amor hacia nosotros.

Reconocer, por tanto, el pecado nos permite invocar, aceptar, celebrar la misericordia (según una hermosa fórmula del Papa Pablo VI). De lo contrario, nos quedaríamos a medias, como tantas personas que ven sus pecados con angustia, algunos incluso con desesperación, sin poder salir de graves estados de zozobra interior.

Es triste haber cometido tantas faltas, haberle fallado a Dios, haber herido al prójimo. Es doloroso reconocer que hemos incumplido buenos propósitos, que hemos cedido a la sensualidad o a la soberbia, que hemos preferido el egoísmo a la justicia, que hemos buscado mil veces la propia satisfacción y no la sana alegría de quienes viven a nuestro lado. Pero la mirada puesta en Cristo, el descubrimiento de la Redención, debería sacarnos de nosotros mismos, debería llevarnos a la confianza: la misericordia es mucho más fuerte que el pecado, el perdón es la palabra decisiva de la historia humana, de mi vida concreta y llena de heridas.

De este manera, podremos afrontar con ojos nuevos la realidad del pecado, de nuestro pecado y del pecado ajeno, con la seguridad de que hay un Padre que busca al hijo fugitivo: así lo explica Jesús en las parábolas de la misericordia (Lc 15), en todo su mensaje de Maestro bueno. Descubriremos que si ha sido muy grande el pecado, es mucho más poderosa la misericordia (cf. Rm 5). Estaremos seguros de que el amor lleva a Dios a buscar mil caminos para rescatar al hombre que llora desde lo profundo de su corazón cada una de sus faltas.

Juan Pablo II hizo presentes estas verdades en su encíclica “Dives in misericordia”, un texto que vale la pena leer y meditar con el corazón en la mano.

También el Papa Benedicto XVI, en su encíclica “Deus caritas est”, evidenció la grandeza y profundidad del perdón divino:

“El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor” (“Deus caritas est” n. 10).

Con los ojos puestos en el Crucificado, que también es el Resucitado, podemos descubrir la maldad del pecado y la fuerza de la misericordia. Desde el abrazo profundo de Dios Padre nacerá en nuestros corazones la fuerza que nos acerque al sacramento de la confesión, el arrepentimiento profundo que nos aparte del mal camino, la gratitud que nos haga amar mucho, porque mucho se nos ha perdonado (cf. Lc 7,37-50). 


Autor: P. Fernando Pascual

lunes, 28 de noviembre de 2011

Serenidad




«El hombre no puede nada sin la gracia. Depende absolutamente de Dios, a quien debe orar, y de Cristo, su Salvador, en quien debe confiar» (San Agustín, De corruptione et gratia, 4-5) // «Toda mi esperanza estriba únicamente en tu grandísima misericordia. ¡Dame lo que pides y pide lo que quieras!... ¿Pides contienencia? ¡Dame lo que pides y pide lo que quieras» (San Agustín, Confesiones 10, 29).
 ¿Alguien se acuerda de la película Matrix? Seguramente sí. ¿Qué escena te gustó más? Yo conozco un joven que se sabe todo el diálogo entre Morfeo y Neo, previo a que éste último se tome la pastilla para que regrese "al mundo real". ¡No se le escapa palabra! Yo no soy tan fan, pero sí recuerdo una escena de la primera película que me vino a la mente tras leer los dos textos de San Agustín del inicio de este artículo. Neo va a visitar a una medium que debe contarle cosas importantes sobre él. Mientras espera su llegada, en la sala un grupo de niños se entrenan en el poder de la mente con ejercicios. El niño que se presenta primero logra doblar una cuchara con sólo mirarla. Intrigado, Neo le pregunta cómo lo ha hecho, a lo que el niño le responde: «Hay que concentrarse y creer que la cuchara no existe. Inténtalo tú».

¿Y cómo fue que me vino esta escena? Porque nuestro Santo Obispo nos dice justamente lo contrario a nosotros que queremos orar o simplemente crecer en la vida espiritual. El énfasis de todo no radica en lo que nosotros podamos hacer o dejar de hacer, sino en la gracia de Dios. Aquí no vale la regla de que a mayor esfuerzo mayor fruto. O por lo menos, no matemáticamente hablando. Es Dios quien regala lo que nos conviene; es Él quien nos hace más santos; es gracias a que Él nos ha amado antes que nosotros podemos corresponderle con el nuestro.

Y entonces, ¿somos nosotros meros títeres de lo que a Dios se le antoje? ¿De nada cuenta nuestra libertad? Claro que no. Es el don más grande que Él nos ha dado. ¿Nunca se han puesto a pensar lo increíble que es que nosotros podamos decirle a Dios que no? Y claro, en lo hermoso que significa responderle con un sí. En este sentido, el período que comenzamos ayer con el Adviento nos resalta la figura de María, que le supo decir sí a Dios cuando le preguntó si quería ser su Madre. ¡Ella podría haber respondido que no! Era libre. Pero dijo sí.

(Abro un paréntesis cultural, que no me resisto a incluir. Gracias a este sí de María, un Papa, que ahora no recuerdo el nombre, dictaminó que las mujeres pudieran decir sí en el matrimonio. Antes de esta sentencia, la mujer no tenía voz ni voto en lo que a su futuro se refiere. Pero el Papa dijo que si Dios esperó el sí de María, ¿por qué una mujer no va a dar su sí a su futuro esposo? Para que luego digan que la Iglesia no ha hecho nada por las mujeres. Cierro el paréntesis). 

Somos libres. Pero también dependemos de Dios. Su Gracia es como el universo en el que se mueve nuestra libertad, que va escogiendo un sí o un no a su Amor. Sin esa Gracia, el sí nunca podría llegar... y es por eso que le debemos todo lo que somos. San Agustín lo sabía y por eso nos deja esa oración que leíamos al inicio, y que debe ser como el eslogan de todo cristiano: ¡Dame lo que pides y pide lo que quieras!

Así que si eres débil, si crees fracasar en tu oración, ¡no te frustres! Sólo eres un ser humano. Pero justamente porque lo eres, detrás de ti está un Dios que te ama y desea hablar contigo para que camines con serenidad. Y es que nuestra vida no consiste en una concentración profunda de nuestro interior para yo salir adelante. Más bien debemos permitir que sea Dios quien tome las "cucharas" de nuestro egoísmo, de nuestra ceguera y nuestro pecado, no ya para doblarlas nada más, sino para hacerlas desaparecer. Pero debemos dejarle actuar...

Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

“Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia; viviendo un día a la vez, disfrutando un momento a la vez; aceptando las adversidades como un camino hacia la paz; pidiendo, como lo hizo Dios, en este mundo pecador tal y como es, y no como me gustaría que fuera; creyendo que Tú harás que todas las cosas estén bien si yo me entrego a Tu voluntad; de modo que pueda ser razonablemente feliz en esta vida e increíblemente feliz Contigo en la siguiente. Amén. Autor: Reinhold Niebuhr”

domingo, 27 de noviembre de 2011

Adviento 2011



En el tiempo de Adviento

El Adviento es tiempo de espera, de conversión, de esperanza:

- espera-memoria de la primera y humilde venida del Salvador en nuestra carne mortal; espera-súplica de la última y gloriosa venida de Cristo, Señor de la historia y Juez universal;

- conversión, a la cual invita con frecuencia la Liturgia de este tiempo, mediante la voz de los profetas y sobre todo de Juan Bautista: "Convertios, porque está cerca el reino de los cielos" (Mt 3,2);

- esperanza gozosa de que la salvación ya realizada por Cristo (cfr. Rom 8,24-25) y las realidades de la gracia ya presentes en el mundo lleguen a su madurez y plenitud, por lo que la promesa se convertirá en posesión, la fe en visión y "nosotros seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3,2)

La piedad popular es sensible al tiempo de Adviento, sobre todo en cuanto memoria de la preparación a la venida del Mesías. Está sólidamente enraizada en el pueblo cristiano la conciencia de la larga espera que precedió a la venida del Salvador. Los fieles saben que Dios mantenía, mediante las profecías, la esperanza de Israel en la venida del Mesías.

A la piedad popular no se le escapa, es más, subraya llena de estupor, el acontecimiento extraordinario por el que el Dios de la gloria se ha hecho niño en el seno de una mujer virgen, pobre y humilde. Los fieles son especialmente sensibles a las dificultades que la Virgen María tuvo que afrontar durante su embarazo y se conmueven al pensar que en la posada no hubo un lugar para José ni para María, que estaba a punto de dar a luz al Niño (cfr. Lc 2,7).

Con referencia al Adviento han surgido diversas expresiones de piedad popular, que alientan la fe del pueblo cristiano y transmiten, de una generación a otra, la conciencia de algunos valores de este tiempo litúrgico.


La Corona de Adviento

La colocación de cuatro cirios sobre una corona de ramos verdes, que es costumbre sobre todo en los países germánicos y en América del Norte, se ha convertido en un símbolo del Adviento en los hogares cristianos.

La Corona de Adviento, cuyas cuatro luces se encienden progresivamente, domingo tras domingo hasta la solemnidad de Navidad, es memoria de las diversas etapas de la historia de la salvación antes de Cristo y símbolo de la luz profética que iba iluminando la noche de la espera, hasta el amanecer del Sol de justicia (cfr. Mal 3,20; Lc 1,78).


Las Procesiones de Adviento

En el tiempo de Adviento se celebran, en algunas regiones, diversas procesiones, que son un anuncio por las calles de la ciudad del próximo nacimiento del Salvador (la "clara estrella" en algunos lugares de Italia), o bien representaciones del camino de José y María hacia Belén, y su búsqueda de un lugar acogedor para el nacimiento de Jesús (las "posadas" de la tradición española y latinoamericana).


Las "Témporas de invierno"

En el hemisferio norte, en el tiempo de Adviento se celebran las "témporas de invierno". Indican el paso de una estación a otra y son un momento de descanso en algunos campos de la actividad humana. La piedad popular está muy atenta al desarrollo del ciclo vital de la naturaleza: mientras se celebran las "témporas de invierno", las semillas se encuentran enterradas, en espera de que la luz y el calor del sol, que precisamente en el solsticio de invierno vuelve a comenzar su ciclo, las haga germinar.

Donde la piedad popular haya establecido expresiones celebrativas del cambio de estación, consérvense y valórense como tiempo de súplica al Señor y de meditación sobre el significado del trabajo humano, que es colaboración con la obra creadora de Dios, realización de la persona, servicio al bien común, actualización del plan de la Redención.


La Virgen María en el Adviento

Durante el tiempo de Adviento, la Liturgia celebra con frecuencia y de modo ejemplar a la Virgen María: recuerda algunas mujeres de la Antigua Alianza, que eran figura y profecía de su misión; exalta la actitud de fe y de humildad con que María de Nazaret se adhirió, total e inmediatamente, al proyecto salvífico de Dios; subraya su presencia en los acontecimientos de gracia que precedieron el nacimiento del Salvador. También la piedad popular dedica, en el tiempo de Adviento, una atención particular a Santa María; lo atestiguan de manera inequívoca diversos ejercicios de piedad, y sobre todo las novenas de la Inmaculada y de la Navidad.

Sin embargo, la valoración del Adviento "como tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor" no quiere decir que este tiempo se deba presentar como un "mes de María".

En los calendarios litúrgicos del Oriente cristiano, el periodo de preparación al misterio de la manifestación (Adviento) de la salvación divina (Teofanía) en los misterios de la Navidad-Epifanía del Hijo Unigénito de Dios Padre, tiene un carácter marcadamente mariano. Se centra la atención sobre la preparación a la venida del Señor en el misterio de la Deípara. Para el Oriente, todos los misterios marianos son misterios cristológicos, esto es, referidos al misterio de nuestra salvación en Cristo. Así, en el rito copto durante este periodo se cantan las Laudes de María en los Theotokia; en el Oriente sirio este tiempo es denominado Subbara, esto es, Anunciación, para subrayar de esta manera su fisonomía mariana. En el rito bizantino se nos prepara a la Navidad mediante una serie creciente de fiestas y cantos marianos.


La solemnidad de la Inmaculada (8 de Diciembre), profundamente sentida por los fieles, da lugar a muchas manifestaciones de piedad popular, cuya expresión principal es la novena de la Inmaculada. No hay duda de que el contenido de la fiesta de la Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la Liturgia del Adviento.

Donde se celebre la Novena de la Inmaculada se deberían destacar los textos proféticos que partiendo del vaticinio de Génesis 3,15, desembocan en el saludo de Gabriel a la "llena de gracia" (Lc 1,28) y en el anuncio del nacimiento del Salvador (cfr. Lc 1,31-33).

Acompañada por múltiples manifestaciones populares, en el Continente Americano se celebra, al acercarse la Navidad, la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12 de Diciembre), que acrecienta en buena medida la disposición para recibir al Salvador: María "unida íntimamente al nacimiento de la Iglesia en América, fue la Estrella radiante que iluminó el anunció de Cristo Salvador a los hijos de estos pueblos".
Se recomienda la lectura del documento completo:
DIRECTORIO SOBRE LA PIEDAD POPULAR Y LA LITURGIA
PRINCIPIOS Y ORIENTACIONES

Sagrada Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos, 17 de diciembre de 2001

sábado, 26 de noviembre de 2011

La paciencia día a día


Lo que realmente necesitamos para tener paciencia es tener fe. La paciencia no es virtud de débiles, sino de quien la vida ha obligado a practicarla. El que tiene paciencia es que es una persona inteligente.

En nuestra sociedad reina la “prisa”. La vida hoy se desenvuelve a un ritmo vertiginoso: demasiada prisa para hacer, para llegar, para resolver asuntos personales y del trabajo, fricciones que surgen cada día con las personas, citas urgentes.

Es necesario hacer un alto en el camino y reflexionar un poco sobre el valor de la paciencia, para no dejarse abrumar y tampoco seguir esa carrera loca que va a toda marcha. ¿Cómo se espera que la vida tenga más cordura y reflexiva, sea más amable si todo se quiere “ya”? ¿Corriendo hacia ninguna parte? ¿Reaccionando instintivamente? La paciencia es una virtud, algo que el hombre nunca llegará a alcanzar. Quien tiene paciencia tendrá recompensa.

La paciencia es el valor que hace a las personas tolerar, comprender, padecer y soportar los contratiempos, las enfermedades, las carencias y limitaciones, los achaques y las adversidades con fortaleza, sin lamentarse; moderando las palabras y las actitudes para actuar de manera acorde a cada situación. Con las personas molestas, inoportunas o “lentas”, se puede caer en el error de fingir una actitud paciente, de dar la apariencia de escuchar sin alterarse ni expresar emoción, buscando escapar de la situación rápidamente con respuestas breves y un tanto cortantes, con indiferencia e insensibilidad ante el estado de ánimo de los demás.

Uno de los grandes obstáculos que impiden el desarrollo de la paciencia, es la impaciencia de esperar resultados a corto plazo, sin detenerse a considerar las posibilidades reales de éxito, el tiempo y esfuerzo requeridos para alcanzar el fin. Cargarse con excesivas actividades produce ansiedad y prisa, de lo que resulta un amargo sabor de boca, de frustración y de mal humor por no terminar todo lo comenzado.

Urge la moderación, la conciencia de la propia capacidad para evitar contraer demasiados compromisos que después no se pueden cumplir. Frenar la ambición. Soportar las molestias del clima a través del arduo trayecto a la oficina y la escuela, la circulación sobresaturada. Tolerar las inconveniencias, la falta de destreza de los demás. “Mejor que el fuerte es el paciente, y el que sabe dominarse vale más que el que expugna una ciudad” (Prov 16, 32).

LA PACIENCIA. NO ES UNA CUALIDAD TEMPERAMENTAL

El hombre flemático suele ser paciente. Pero lo es por condición natural. Es un hombre que no tiene prisa para nada, frío, sin vigor. Esto puede constituir una cualidad negativa que facilite la adquisición de la paciencia, pero frecuentemente es un obstáculo para el servicio generoso y para las grandes empresas. La paciencia no es la indiferencia.

No es la falta de vibración del estoico, que se desinteresa de todo, para que nada pueda sacarle de su dolce-far-niente. Ni es la actitud del nihilismo budista, la aniquilación de todo deseo humano. NI es el hombre espectador negativo, sin ninguna actividad, pues así elimina la base necesaria para el desarrollo de la verdadera paciencia. La paciencia es una virtud. Es un hábito operativo bueno, que es una firme disposición del alma para no apartarse de la prosecución del bien a causa de los obstáculos que puedan sobrevenir en el camino. La paciencia es la virtud que inclina a soportar sin tristeza de espín tu ni abatimiento de corazón los padecimientos físicos y morales.

LA PACIENCIA PERFECCIONA LAS DEMÁS VIRTUDES

La paciencia es la raíz y guarda de todas las virtudes, no porque las produzca o conserve directamente, sino sólo porque remueve los obstáculos que estorban a las virtudes (Suma 136. 2 ad 3).

“Tenga obra perfecta la paciencia, para que seáis perfectos y cumplidos, sin faltar en cosa alguna” (Sant 1,4).

“Porque tenéis necesidad de paciencia, para que cumpliendo la voluntad de Dios, alcancéis la promesa” (Heb 10,36).

Sin la paciencia no tendrían mérito los trabajos y sufrimientos, que agravarían nuestros males: la cruz pesa mucho más cuando se la lleva de mala gana.

Las tribulaciones con que Dios nos aflige, si se toleran con paciencia, abaten el orgullo de la carne y fortifican la virtud del alma.
“Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas” (Lc. 21, 19), porque ella arranca de raíz la turbación causada por las adversidades, que quitan el sosiego al alma (Suma 2-2, 136, 2 ad 2).

Por eso, los pacientes verdaderos, llenos de fe y ardientes en la caridad, lanzan esas fórmulas que estremecen a la moderna sensibilidad hedonista y blandengue: “O padecer o morir” de Santa Teresa. “Padecer y ser despreciado” de San Juan de la Cruz. “He llegado a no poder sufrir, pues me es dulce todo padecimiento” de Santa Teresita. “Que el Señor guíe vuestros corazones en la caridad de Dios y en la paciencia de Cristo (1 Tes. 3, 5). Pues “nos es preciso entrar en el reino de Dios por muchas tribulaciones” (He 14, 22).


Autor: Jesús Martí Ballester

viernes, 25 de noviembre de 2011

Velen, pues no saben cuándo vendrá el dueño de la casa




"Desconocer el momento de la venida del Señor es invitación a la vigilancia"
Is 63,16b-17.19b; 64,2b-7:  "!Ojalá rasgases el cielo y bajases!"
Sal 79: "Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve"
1Cor 1,3-9:  "Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo"
Mc 13,33-37: "Velen, pues no saben cuándo vendrá el dueño de la casa"

I. LA PALABRA DE DIOS
Isaías es el profeta del Adviento. En todo este tiempo santo somos conducidos de su mano. Él es el profeta de la esperanza.
«¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!» No se trata de un deseo utópico nuestro. El Señor quiere bajar. Ha bajado ya y quiere seguir bajando. Quiere entrar en nuestra vida. Él mismo pone en nuestros labios esta súplica. La única condición es que este deseo nuestro sea real e intenso, un deseo tan ardoroso que apague los demás deseos. Que el anhelo de la venida del Señor vaya apagando todos los demás pensamientos.
«Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero». Al inicio del Adviento, que es también el inicio de un nuevo año litúrgico, no se nos podía dar una palabra más vigorosa ni más esperanzadora. El Señor puede y quiere rehacernos por completo. A cada uno y a la Iglesia entera. Como un alfarero rehace una vasija estropeada y la convierte en una totalmente nueva, así el Señor con nosotros (Jer 12,1-6). Pero hacen falta dos condiciones por nuestra parte: que creamos sin límite en el poder de Dios y que nos dejemos rehacer con absoluta docilidad como barro en manos del alfarero.
El Evangelio del primer domingo de Adviento está tomado del final del "discurso escatológico" (que trata sobre los últimos acontecimientos y el desenlace final de la vida humana). El texto centra nuestra atención en la última venida de Cristo. Al contrario que muchos falsos profetas de nuestro tiempo, Jesús siempre se negó a dar la fecha de su segunda y última venida. San Marcos subraya la incertidumbre del "cuándo" –«no saben cuándo es el momento»–, explicada con la parábola del hombre que se ausenta. La consecuencia es la insistencia en la vigilancia –tres veces el imperativo «vigilen», «velen», al principio, en medio y al final del texto–, pues el Señor puede venir inesperadamente y encontrarnos dormidos. Finalmente, se subraya el carácter universal de esta llamada a la vigilancia: «lo digo a todos».
Llama la atención en estos pocos versículos el número de veces que se repite la palabra "velar", "vigilar".
Esta vigilancia se basa en que el Dueño de la casa va a venir y no sabemos cuándo.
Cristo viene a nosotros continuamente y de mil maneras, "en cada hombre y en cada acontecimiento". El evangelio del domingo pasado nos subrayaba esta venida de Cristo en cada hombre necesitado («lo que ustedes hicieron o dejaron de hacer a uno de estos, a mí me lo hicieron»); Cristo mismo suplica que le demos de beber, le visitemos... Estar vigilante significa tener la fe despierta para saber reconocer a Cristo, que mendiga nuestra ayuda, y tener la caridad solícita y disponible para salir a su encuentro y atenderle en la persona de los pobres.
Además, Cristo viene en cada acontecimiento. Todo lo que nos sucede, agradable o desagradable, es una venida de Cristo, pues «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Un rato agradable y un regalo recibido, pero también una enfermedad y un desprecio, son venida de Cristo. En todo lo que nos sucede Cristo nos visita. ¿Sabemos reconocerle con fe y recibirle con amor?
Pero la insistencia de Cristo en la vigilancia se refiere sobre todo a su última venida al final de los tiempos. Según el texto evangélico, lo contrario de vigilar es estar «dormidos». El que espera a Cristo y está pendiente de su venida, ese está despierto, está en la realidad. En cambio, el que está de espaldas a esa última venida o vive olvidado de ella, ese está dormido, fuera de la realidad. Nadie más realista que el verdadero creyente. ¿Vivo esperando a Jesucristo?
El mayor pecado es no confiar y no esperar bastante del amor de Dios. Ante el nuevo año litúrgico el mayor pecado es no esperar nada o muy poco de un Dios infinitamente poderoso y amoroso que nos promete realizar maravillas. 
Una manera de muerte es que la vida carezca de sentido. No parece posible vivir sin esperanza. El que no la tiene es como si estuviera muerto. 

II. LA FE DE LA IGLESIA
"Velen, pues no saben
cuándo vendrá el dueño de la casa"
(1001).
¿Cuándo? Sin duda en el último día; al fin del mundo. En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Ts 4,16). 
El Adviento,
actualización de la espera de Cristo:
(524).
Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza la espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida
La esperanza se apoya en las promesas divinas:
(1817 – 1821).
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. 
La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio. «Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4,18).
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. La esperanza es "el ancla del alma", segura y firme, «que penetra...adonde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6,19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1 Ts 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, "perseverar hasta el fin" y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
"Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque su deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin" (Santa Teresa de Jesús).
"El justo no muere nunca 'de improviso', porque previó la muerte perseverando en la justicia cristiana hasta el fin; muere, a veces, súbita y repentinamente; por eso la Iglesia, siempre sabia, no nos hace pedir en las letanías vernos libres de la muerte repentina simplemente, sino de la muerte 'repentina e imprevista'; la muerte no es mala por ser repentina, sino por ser imprevista" (San Francisco de Sales).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Jesucristo, Palabra del Padre,
luz eterna de todo creyente:
ven y escucha la súplica ardiente,
ven, Señor, porque ya se hace tarde.
Cuando el mundo dormía en tinieblas,
en tu amor tú quisiste ayudarlo
y trajiste, viniendo a la tierra,
esa vida que puede salvarlo.
Ya madura la historia en promesas,
sólo anhela tu pronto regreso;
si el silencio madura la espera,
el amor no soporta el silencio.
Con María, la Iglesia te aguarda
con anhelos de esposa y de Madre,
y reúne a sus hijos en vela,
para juntos poder esperarte.
Cuando vengas, Señor, en tu gloria,
que podamos salir a tu encuentro
y a tu lado vivamos por siempre,
dando gracias al Padre en el reino. 
Amén.
Autor: P. Antonio Diufaín Mora

jueves, 24 de noviembre de 2011

Humildad




Jesús manso y humilde de Corazón, -Óyeme.
 
(Después de cada frase decir: Líbrame Jesús)

Del deseo de ser lisonjeado,
Del deseo de ser alabado,
Del deseo de ser honrado,
Del deseo de ser aplaudido,
Del deseo de ser preferido a otros,
Del deseo de ser consultado,
Del deseo de ser aceptado,
Del temor de ser humillado,
Del temor de ser despreciado,
Del temor de ser reprendido,
Del temor de ser calumniado,
Del temor de ser olvidado,
Del temor de ser puesto en ridículo,
Del temor de ser injuriado,
Del temor de ser juzgado con malicia

(Después de cada frase decir: Jesús dame la gracia de desearlo)

Que otros sean más amados que yo,
Que otros sean más estimados que yo,
Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,
Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
Que otros sean preferidos a mí en todo,
Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda,



Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo.

Amén.



Autor: Cardenal Merry del Val

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Arcángeles



ORACIÓN AL ARCÁNGEL SAN RAFAEL

¡Glorioso Arcángel San Rafael, príncipe excelso de la corte celestial, ilustre por los dones de sabiduría y de gracia, guía de los viajantes por tierra y mar, consuelo de los desdichados y refugio de los pecadores¡ Yo te suplico que te dignes a asistirme en todas mis necesidades en las penas de esta vida, así como diste socorro, en otro tiempo, al joven Tobías en sus peregrinaciones. Eres pues, "Medicina de Dios" y, te ruego humildemente, te dignes curar mi alma de sus muchas enfermedades y mi cuerpo de los males que lo afligen, si esto es conveniente.

Te pido, en especial, una pureza angelical, para merecer a través de ella ser un templo vivo del Espíritu Santo. Amén.

ORACIÓN A SAN RAFAEL ÁNGEL DE LOS ENFERMOS, PARA LOS ENFERMOS

Quédate con nosotros, oh Arcángel San Rafael, llamado "Medicina de Dios".
Aleja para distante de nosotros las enfermedades del cuerpo y del alma y trae salud a nuestras mentes.

martes, 22 de noviembre de 2011

Oracion Universal




Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido, pero ayúdame a no volver a ofenderte.

Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi fin; te alabo, porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en ti, porque eres mi protector.

Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.

Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en ti; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de ti; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por ti.

Todo aquello que quieres tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres tú, como tú lo quieras y durante todo el tiempo que lo quieras.

Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que fortalezcas mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi espíritu.

Hazme llorar, Señor, mis pecados, rechazar las tentaciones, vencer mis inclinaciones al mal y cultivar las virtudes.

Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme de mí, para buscar el bien de mi prójimo sin tenerle miedo al mundo.

Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, solícito con mis amigos y generoso con mis enemigos.

Ayúdame, Señor, a superar con austeridad el placer, con generosidad la avaricia, con amabilidad la ira, con fervor la tibieza.

Que sepa yo tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor en los peligros, paciencia en las dificultades, sencillez en los éxitos.

Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.

Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mi trato con el prójimo y verdaderamente cristiano en mi conducta.

Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener mi salvación.

Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad futura.

Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y obtener tu gloria.

Por Cristo nuestro Señor.

Amén.






Autor: SS. el Papa Clemente XI

lunes, 21 de noviembre de 2011

Presentación de la Santísima Virgen María




Etimológicamente significa” presente”. Viene de la lengua latina.

Esta fiesta arranca desde el lejano año 543. Fue el tiempo en que se dedicó una basílica a “La Virgen María la Nueva”.

Se levantó en el mismo monte Sión en la explanada del Templo.

Las Iglesias orientales, muy sensibles ante las fiestas marianas, conmemoran este día la Entrada de María en el Templo para indicar que, aunque era purísima, no obstante, cumplía con los ritos antiguos de los judíos para no llamar la atención.

La liturgia bizantina la trata como "la fuente perpetuamente manante del amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor".

En Occidente, se la presenta como el símbolo de la consagración que la Virgen Inmaculada hizo de sí misma al Señor en los albores de su vida consciente.

Este episodio de la Virgen María no se encuentra en los cuatro evangelios. Sí que aparece, por el contrario, en un libro apócrifo, el “protoevangelio de Santiago”.

Pero, como siempre, quien manda es el pueblo cristiano. Desde siempre la espiritualidad y la piedad popular han estado marcadas y han subrayado la disponibilidad de María la Virgen ante los mandatos e insinuaciones mínimas del Señor Dios.

Por eso, tanto en Occidente como en Oriente esta fiesta tuvo en seguida un éxito resonante entre todos los cristianos.

María estaba destinada a ser un templo vivo de la divinidad. Según este evangelio apócrifo, la escena no puede ser más sencilla:" Ana y Joaquín, en un acto de fe y de cortesía, quisieron darle gracias a Dios por el nacimiento de esta niña".

No pensaron una cosa mejor que consagrársela de por vida. Cuando tenía tres años, la llevaron al Templo, la cogió un sacerdote mediante unas palabras que recuerdan el Magnificat, el himno del Virgen María en acción de gracias por lo que el Señor había hecho con ella.

Esta fiesta data desde el siglo VI.

¡Felicidades a quienes lleven este nombre y las Hermanas de la Presentación de Granada y del mundo!
Autor: P.Felipe Santos

domingo, 20 de noviembre de 2011

Carta



Hola:

Desde hace meses he sentido una voz en mi interior que me exigía poner por escrito mi experiencia. No porque sea ejemplar, sino porque quizá estés por vivir una situación parecida a la mía.

¿Mi nombre? No tiene tanta importancia. Si quieres, llámame “X”. No, no es para dármelas de misterioso.

Tampoco poseo poderes mutantes, ni vuelo, ni provoco tormentas, ni lanzo rayos por los ojos... ¿Qué hice? No te asustes, no maté a nadie ni asalté ningún banco. En todo caso, me hice daño a mí mismo. Hice aquello que sin duda ha pasado por tu mente en más de una ocasión: abandoné mi casa.

Sé que suena a aventura apetecible y que muchas veces la desechaste de tu mente como una locura. Pero déjame decirte que abundan los que sueñan en una vida “libre” fuera de su hogar. A mí no me bastó soñarla, la realicé.

No creas que me fugué de noche, después de “pedir prestado” a mis jefes y mientras dormían. Eso está bueno para las películas y para quienes todavía tienen algo de respeto hacia sus padres y no quieren que sufran más de la cuenta. Yo, con todo descaro, le pedí el dinero a mi padre (una buena suma) y desaparecí.

¿Por qué me fui? Espero no desilusionarte con la simpleza de mi respuesta: no me sentía a gusto, aquél no era mi lugar. Buscaba mi libertad y en casa me sentía esclavizado, asfixiado. Salía de casa y me divertía con los amigos, pero era una “libertad bajo custodia”; tenía que dar cuenta de lo que había hecho, llegar a una cierta hora, estudiar un número de horas a la semana para salir a las fiestas...

No me gustaba estar controlado por otros. Yo tenía que ser mi propia medida y no podía estar esperando el día en que me reconocieran como adulto. No te imaginas con qué gusto di el portazo, después de decir “hasta nunca”.

Aunque, externamente parecía que era impulso de un momento, yo lo tenía todo planeado desde varios meses antes. Te aseguro que no me dolió lo más mínimo cuando me encontré en la calle, solo, sabiendo que me alejaba de mi casa para no volver nunca más.

Esa misma noche ya andaba de juerga. No busqué a mis amigos, pues temía que detuvieran mis planes o me hicieran reflexionar. Yo había tomado una decisión y no quería que nadie me obstaculizara. Después de una cena en la que abundó la cerveza, me fui a un hotel a dormir.

No me pasó por la cabeza ni el más ligero pensamiento acerca de lo que podría significar para mi familia esa primera noche en la que sabían que ya no volvería ni tarde ni temprano.

Los días pasaban rápidamente y di rienda suelta a todos mis deseos. ¿Quién podía detenerme? Quién me iba a decir: “regresa temprano”, “¡no vayas a ese lugar!”, “¿con quién estás saliendo?”, “¡no me gustan tus amigos!”

Conseguí un apartamento cerca de la zona más viva y fiestera de la ciudad. Compañía no me faltó, desde la primera noche conocí a un par de camaradas y a sus amigas... Noche tras noche lo pasábamos a lo grande, nadie ponía límites a lo que yo quería hacer. Cosa que proponían, cosa que se hacía. ¿Quién se te resiste cuando tienes una cartera llena de billetes?

Tenía tanto dinero que no me preocupaba lo más mínimo por los gastos. Tampoco podía quedar mal ante “los amigos”. Sabía que tendría que buscarme un trabajo y estaba dispuesto a ello, pero por el momento era algo secundario (eso sería “mañana”; pero no mañana al día siguiente, pues tendría que descansar hasta media tarde para estar como nuevo en la noche).

Lo único que me importaba entonces, era divertirme; probar de todo y ser libre. No quiero alardear ni presumirte mis aventuras y locuras; te resumo en pocas palabras lo que era mi vida: mi medida para todo era no tener medida en nada.

Con tal lema de vida ya puedes imaginarte qué experiencias tuve cuando no me sometía a ningún tipo de freno. Yo era un automóvil que constantemente aumentaba su velocidad, por el puro deseo de ir más rápido que los demás, sin hacer el menor caso a las señales. Pero la temeridad tiene su precio...

Hastiado, sin ganas de hacer nada, con una sed interior inmensa que me esclavizaba y que no podía satisfacer, gasté hasta el último centavo... y, por arte de magia, me quedé solo. Esa noche nadie me acompañó hasta mi apartamento, me quedé echado en el suelo, ebrio...

A la mañana siguiente, desperté tumbado en una banca del parque. La cabeza me daba vueltas pero ya podía dirigirme por mí mismo a mi apartamento. No estaba totalmente inconsciente, pero no quería creerme la desgracia en la que había caído.

Como era de imaginar seguí durmiendo, hasta que unos golpes en la puerta me despertaron. Era el dueño del edificio, venía a cobrarme tres meses de renta, le dije que me esperara, que estaba a punto de entrar a trabajar y en cuanto reuniera el dinero se lo pagaba. Me dio una semana más de plazo y si no cubría el costo, me amenazó con la cárcel.

No sé por qué, pero aún tuve suerte. Dos tercios de suerte. Encontré, en el desorden inmenso de mi vivienda, dinero para pagar dos meses. Quedó contento el hombre y me dijo que el resto podía dárselo cuando yo pudiera y que si quería podía seguir viviendo allí. Desde luego que me marché, no quería endeudarme más.

Casi no tenía posesiones, pues toda mi vida se había desarrollado en fiestas: una tras otra. Tomé las pocas cosas que tenía y busqué empleo. Tenía una facha que para qué te cuento. Nadie me quería aceptar y me miraban con recelo pues me habían conocido como un joven perdido (¿y acaso no lo había sido?). Me sentía angustiado y, sobre todo, no me comprendía a mí mismo.

No podía entender por qué me había dejado llevar y había vivido como un animal, dejándome arrastrar por lo inmediato.

Conseguí un empleo, que fue como una limosna. Un oficio tan desagradable y repugnante que ni siquiera me atrevo a mencionar. Las condiciones de trabajo eran pésimas, pero me vi obligado a aceptar porque no había comido en dos días. Al menos tenía un techo donde dormir y algo que se podía llamar comida.

De esta etapa de mi vida, en que viví como un miserable, no tengo nada que decir. Sufrí mucho. Pero más que la estrechez en que me encontraba, lo que me torturaba era el recuerdo de las maldades que había hecho; especialmente me desgarraba el alma lo que había hecho con mi padre.

Cómo lo había tratado... como si no significara nada para mí; cómo lo desprecié y preferí cambiarlo por esa vida agitada y desenfrenada que me había arruinado. Eso sí que me roía por dentro, con un dolor más agudo que el hambre. Hasta entonces, no me había preocupado de mi interior, pero desde ese momento comencé a darme cuenta de lo dañado que estaba.

Un día en que ya no soportaba más mi situación, me armé de valor y emprendí el regreso a casa. Me atemorizaba el hecho de que alguien pudiera reconocerme. Pero aquello era un imposible, estaba tan sucio, con los cabellos y la barba largos, que nadie me identificaría con el chico que un año y medio antes había abandonado su casa con la intención de no volver nunca más.

No me decidía a tocar la puerta cuando me detuve en la esquina de mi manzana. No lo podía creer: había vuelto. ¡Y lo que había sido de mi vida en ese año y medio! Si lo hubiera sabido de antemano, no hubiera dado ni un paso con la intención de marcharme.

El corazón comenzó a golpearme fuertemente. La emoción era grande. No era temor. No temía ningún castigo. No sabía si iba a ser lo suficientemente fuerte para soportar la vista de mi padre, de quien me había burlado tan cruelmente. ¿Y si ya hubiese muerto? Sólo pensarlo me produjo una pena profunda. No, no podría haber muerto. El pensamiento de tal posibilidad me arrancó las primeras lágrimas y mis piernas continuaron el camino; dieron sus últimos pasos.

Toqué el timbre. Nadie contestó. Me quedé frío. ¿Se habrían mudado? ¿Qué haría para encontrarlos? En ese momento se abrió la puerta y ¿qué fue lo que vi? Vi a mi padre, llorando igual que yo. Cruzó corriendo la cochera, abrió el portón y me envolvió en un abrazo tan cálido, tan lleno de amor que nunca podré olvidar. El hecho ha quedado grabado a fuego en mi corazón. En ese abrazo no estaba concentrado el amor fiel de dieciocho meses de espera, sino que reunía el amor que por mí ha tenido siempre.

Había pasado muchas noches buscando las palabras que debía decir en aquel momento, pero entonces no recordé nada. Sólo dije entre sollozos: “Perdón”. Y mi padre con voz llorosa: “Bienvenido hijo, siempre te hemos esperado. Ésta es tu casa”.

Volví a repetir: “Perdón”. Me respondió: “¿Por qué? No te preocupes, ya estás con nosotros”. Y añadió: “Soy el hombre más feliz”. No dijimos nada más y permanecimos un largo rato en un abrazo sin palabras. Después, atravesé el umbral y me encontraba de nuevo en casa.

Ahora entiendo que cada uno de nosotros tenemos padres. ¿Por qué muchas veces actuamos como si no nos importaran? ¿Por qué les tratamos como extraños, o más bien tratamos mejor a nuestros amigos y conocidos que a aquellos que nos aman tan desinteresadamente? ¿Por qué nos disgustamos de qué se preocupen por nuestras cosas? ¿Por qué tantas veces preferimos encerrarnos en nuestro mundo que hablarles? ¿Por qué somos tan fríos con ellos?

Yo dejé mi casa durante un año y seis meses sin saber nada de lo que allí ocurría y sin que ellos tuvieran noticia de mí. Te juro que no me habría perdonado jamás si mi padre hubiera muerto sin que yo me hubiese reconciliado con él.

¿Por qué esperar a tener unos padres ancianos, a verles en la cama, enfermos, para decirles: “Me interesas mucho. Tú significas mucho para mí. Estoy contigo”? No esperes a estar delante de un ataúd para decir “Te quiero. Perdóname”. Hazlo en vida. Dilo en vida y hazlo creíble con tus atenciones y muestras de afecto.

Dicen que de los males pueden sacarse cosas buenas. Al abandonar mi casa cometí una acción horrenda, pero quizá era necesario para abrir los ojos, y, sobre todo, para que se abriera mi corazón. Para que yo me diera cuenta que TENÍA UNOS PADRES QUE ME AMABAN Y A QUIENES YO DEBÍA AMAR.

Me despido. Y si quieres que hable la voz de la experiencia, nunca abandones tu casa de la manera que yo lo hice y mucho menos, hagas sufrir a quienes te aman desde siempre: tus padres.
Autor: Sí para Jóvenes

sábado, 19 de noviembre de 2011

Saber mirar, saber escuchar



Escribir al final del día impide que se articulen coherentemente tres palabras seguidas. Se impone un descanso, y la música es lo más a mano en este momento. Mejor, lo único a mano y, además, en forma de elección contundente, de sí o no. A la vista sólo está el Requiem de Mozart. No es mala cosa: al fin y al cabo, comienza pidiendo a Dios el descanso..., eterno en este caso. Pero, sin duda, se descansará mucho mejor después si aprendemos a descansar bien ahora. Cosa importante en esta civilización de la eficacia en la que estamos inmersos. Sólo cuando hay paz interior se puede escuchar lo que otros nos muestran, vivir la vida con intensidad, porque tenemos el espíritu ágil, el alma serena y el corazón en paz[1]. Y hay silencio, y no tenemos prisa. Una quietud activa. Dicen que el tiempo lo cura todo: quizá, pero también lo gangrena. Depende del oxígeno de la atmósfera y de qué se haga mientras tanto. Sigue el Requiem. De pronto, sorprendente, teste David cum Sibila: el rey David y la Sibila de Cumas testimoniando el final de la historia, mostrando una realidad, revelando algo a dúo. Stop: continúa la letra sin música.



El ser humano es siempre revelador. Revela el niño que llora, la madre que lo consuela y el hermano que se impacienta con los llantos. Revelan las miradas de dos enamorados, las caras de aburrimiento en clase o el rostro distendido y alentador de quien sabe convertir en alegría todo lo que toca. También revela el alumno en sus exámenes, aunque a veces le sucede como a los profetas: saben lo que tienen que decir, pero ni lo entienden, ni saben cómo decirlo: es todo pura inspiración, humana en este caso. Cada uno muestra lo que tiene e, inevitablemente, tiene lo que aprende, lo que recibe. Hay personas que aprenden mucho y siempre. Son conscientes de que aún no han alcanzado la plenitud y saben contemplar la realidad y no dejarse llevar de las apariencias, ni de las palabras. Por eso crecen siempre, se enriquecen y enriquecen a los demás.



Hay mucho tesoro escondido. Tenemos que ser capaces de saber mirar, de saber escuchar. El ser humano está siempre en el escenario. La idea viene de antiguo y, en cierta medida, así es la vida. La cuestión es descubrir el papel que cada uno tiene que representar en esa escena donde se entra por la cuna, y que tiene el sepulcro como puerta de salida. La escena es el lugar para hacer coincidir la apariencia con la realidad, para identificarse con el papel, para encarnarlo en fructífero diálogo con los demás actores. Saber escuchar es aquí fundamental: quien escucha de verdad, vive más vidas.



Todo esto no es fácil. Se precisa una actitud interior rica, donde sólo lo fundamental sea intocable y lo accidental objeto de risa. Lleva tiempo. Y se necesita paciencia, ese don que es virtud y actitud personal, y que permite que el paso de los años y los días nos moldee, nos haga únicos, personas singulares. A lo largo de la vida, apariencia y realidad no siempre coinciden, pero la meta es ésa: se puede aparentar lo que se debe o se desea ser, pero se trata de conseguirlo realmente. De entrada, hay que procurar al menos decir la verdad. Tiene algo de teórico, de lección aprendida que impide que la verdad se manifieste en todo su esplendor inexplicable, inefable; pero sirve como comienzo: al menos para reconocer que no se ha hecho vida y rectificar el rumbo una y otra vez.



Todos actuamos. Calderón de la Barca se encarga de ponerlo de manifiesto en El gran teatro del mundo. Pero unos representan un papel que no les corresponde; otros, representan su papel sin más, sin vida: se lo saben de memoria; y otros se representan a sí mismos: son verdad y, en sus vidas, realidad y apariencia coinciden. Son genuinos, reales: siempre muestran las raíces.



En esta representación, nadie quiere los momentos difíciles:



Ya sé que si para ser

el hombre elección tuviera,

ninguno el papel quisiera

de sentir y padecer;

todos quisieran hacer

el de mandar y regir,

sin mirar, sin advertir

que en acto tan singular,

aquello es representar,

aunque piensen que es vivir.[2]



Sin embargo, la consistencia personal se muestra en los momentos difíciles: esas situaciones en las que no tenemos ni tiempo, ni fuerza, ni ganas, ni los reflejos suficientes para aparentar. Dice Virginia Wolf que la enfermedad es como remover la tierra donde está plantado un árbol: quedan al descubierto las raíces, y se ve lo profundas y fuertes que son. Cuando uno no tiene posibilidad de aparentar, es cuando se ve la calidad de su vida: sale lo que hay, y nada más. Toda apariencia se hace realidad, y toda la realidad aparece, se revela. De todas formas, aparentar es bueno muchas veces, cuando el motivo es la generosidad de pensar en los demás. No es hipocresía tragarse un enfado, no dar un disgusto, o hacer bien esas cosas —cada uno tenemos las nuestras— que no nos "salen" todavía espontáneamente y con naturalidad. Es más bien amor a los demás. Y a Dios en quien tiene fe. Pero una cosa es lo que cada uno hace y otra lo que cada uno es. Esto último es lo que se nota cuando no tenemos "defensas" y actuamos mostrando inevitablemente nuestro ser.



Sólo la verdad encarnada —ser verdad— arrastra, porque es vida. Así es como puede llegar a ser camino andadero. Exigente, sin duda, porque la verdad compromete; pero amable a la vez. Las palabras dejan de ser entonces repeticiones grotescas y mortecinas de realidades hermosas y sublimes, para convertirse en algo que mueve a la acción, porque son manifestación de una disposición vital comprometida, tienen pies y manos. Es fundamental: si la verdad no se encarna en alguien, es difícil aprenderla y difícil enseñarla. A todos los niveles. También en la fe: Cristo es la Verdad encarnada, y precisamente por eso puede ser modelo.



A lo largo de la vida tenemos que aprender muchas cosas. Nos las enseñan otras personas. Unos repiten teorías con precisión, dan lecciones: algún valor tienen, sin duda. Otros, las viven: su propia existencia es un libro abierto donde aprender. Dejan huella en las personas, no en la Historia; no escriben libros quizá, pero influyen. Tomás de Aquino, reflexionando sobre si Jesucristo debía haber escrito sus enseñanzas, acaba concluyendo: los grandes maestros no escriben. Lo relaciona con Sócrates —que es considerado padre de la cultura occidental y del que no se conservan escritos—, y razona que, al más grande maestro, le corresponde la más alta forma de enseñar, que consiste en "escribir" sus enseñanzas en el corazón de los oyentes. Es verdad: las grandes lecciones de la vida no las hemos aprendido en los libros, ni en las clases, sino en las personas. Esas personas que las han dejado escritas en nuestros corazones, a veces como quien esculpe una lápida, casi sin proponérselo.



Ningún ser humano puede enseñarnos todo con su vida: sería una pretensión absurda, por no decir tiránica. Pero todos pueden enseñarnos algo; y algunos, mucho. Margherite Yourcenar pone en boca del emperador Adriano unas reflexiones a este propósito: no desprecio a los hombres. Si así fuera, no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo, pues, para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee[3]. Cuando somos capaces de descubrir lo positivo de los demás, no sólo aprendemos nosotros, sino que les podemos ayudar —y sólo entonces podemos hacerlo— a mejorar, a crecer.



Por eso es un despilfarro de riqueza apartar definitivamente a alguien de nuestro entorno. Es verdad que puede ser necesario temporalmente, pero ¡para siempre!... Por eso es fundamental buscar lo positivo y no lo negativo. Por eso es tan importante encontrar lo que une y no lo que separa que, por otra parte, será tantas veces legítimo. Y por eso se puede decir que es "un robo" no dar siempre lo mejor de nosotros mismos, pues lo tenemos para los demás, que lo necesitan. Por eso las etiquetas negativas son injustas, porque empobrecen, separan, rompen, no permiten el perdón, no conceden a los otros la oportunidad de rectificar. Sobre todo, no dejan hueco a descubrir un buen día, por sorpresa, lo valioso que nos está rodeando o nos ha rodeado en alguna época de nuestra vida. Los pre-juicios siempre engendran ignorancia, porque archivan el caso con un rótulo que permanece para la Historia: son tiranos solapados que adaptan la realidad a sus esquemas e impiden acercarse a ella sin clichés previos, dispuestos a captarla y reconocerla como es, admirándola. Quien prejuzga pierde capacidad de admiración: ya lo sabe todo, no tiene nada que aprender ni nada que escuchar. No necesita revelaciones de nadie, porque no tiene ya nada que descubrir. Aunque también es verdad que hay cosas que se echan en falta cuando no se tienen. Y otras que se valoran cuando, latentes en nuestro interior, aparecen al ser necesarias en la vida, casi sin buscarlas.



Descalificar es fácil. Hacerse cargo, costoso. Entre otras razones, porque siempre supone ceder algo del propio yo. Eso es darse, y es germen de la amistad. Porque "hacerse cargo" supone ayudar y corregir, cargar con la dificultad, ensanchar los horizontes, perdonar siempre. Quien sólo sabe criticar, se incapacita para escuchar, para hacerse cargo de nada.



Conocí a Josemaría Escrivá de Balaguer. Hasta ahora, no me era posible presumir de haber tratado a alguien que esté en los altares. Y por el momento —aunque me gustaría que fuera de otra forma—, toda mi experiencia se acaba ahí. Todos nos encariñamos con las personas con las que convivimos de una manera u otra. Sobre todo si con sus vidas han enriquecido las nuestras. Su recuerdo me ha venido a la memoria al ir terminado estas líneas. Eran mis últimos años en la Facultad de Medicina de la Complutense de Madrid. Estaba con unos cuantos estudiantes, y comentó de pasada: si sois fieles, al pasar los años, echaréis la vista atrás y os daréis cuenta de que vuestras vidas son como una estupenda novela de aventuras (respondo de la idea, que no de la literalidad de las palabras). Ser fiel, ser verdad, encarnar esa verdad: así tiene que ser, a todos los niveles. No nos queda más remedio que ser actores, pero no podemos representar una farsa: tenemos que aparentar lo que somos realmente.



Platón nos muestra al final de uno de sus diálogos[4] a Sócrates, que antes de separarse de sus contertulios considera que es adecuado recitar una oración. Se dirige a la Divinidad con estas palabras: otórgame la belleza interior y haz que mi exterior trabe amistad con ella. No se me ocurre nada mejor que pedir a Dios para quienes leáis estas líneas, ni nada más importante que podáis rogar para los que estamos trabajando aquí.


Autor: Juan Ramón García-Morato en la Revista de Medicina. Universidad de Navarra. Abril-Junio 1996