lunes, 10 de octubre de 2011

Dios y la igualdad humana.



Dada la obsesión igualitaria, que como fruto heredado de la revolución francesa, todos tenemos arraigadas en nuestra mente, hoy en día nos hace considerar, que las discriminaciones divinas, nos pueden parecer injustas. Hemos sido educados en unas ideas filosóficas y políticas desconocidas con anterioridad a la revolución francesa. Así por ejemplo, toda la vida se ha considerado que el poder, toda clase de poder emana únicamente de la voluntad divina, y así nuestro Señor lo manifiesta en su encuentro con Pilatos: “Le dice Pilatos: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Respondió Jesús: No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado”. (Jn 19,10-11). Hoy en día a cualquiera que se le pregunte, responderá archíconvencido, que el poder de gobernar, emana del pueblo y que se manifiesta por el número de votos depositados en las urnas. Siempre sonrío tristemente cuando oigo las manifestaciones de estos nuevos jacobinos, que pretenden sustituir a Dios, por la diosa razón, elevada a un nuevo altar denominado “democracia”, donde el principio igualitario llega muchas veces al absurdo, o alimentar las ansias innatas de sed de Dios que tiene el ser humano, con modernas concepciones enteléquicas cuales pueden ser la cultura, o la filantropía de acción social. El principio de igualdad, no responde plena y absolutamente a todo lo que se refiere al ser humano. Dios quiere que nazcamos distintos. De distintos padres, en distintas naciones, en distintos ambientes, y en distintas situaciones de nivel material o económico. Unos son hijos de reyes y otros hijos de la pobreza, pero a todos atiende la Providencia divina en la medida que Ella lo sabe hacer con perfecta justicia, aunque muchos no lo vean ni lo comprendan. Para el Señor lo que de verdad le importa es la vida interior del alma humana, no la posesión de riquezas perecederas, ni los goces del cuerpo. Nosotros admiramos la belleza exterior de una cara o de un cuerpo, la inteligencia de una persona, su comportamiento social…etc. Dios solo mira el corazón de la persona, recordemos la elección de David entre sus hermanos. (1Sam 16,1-13) Dios quiere que unos sirvamos a otros y para ello nos coloca en el mundo en distintas situaciones, sin que se pueda asegurar, que al que le sitúa en mejores condiciones de orden material o posición social familiar, lo está favoreciendo, porque si lo miramos desde el ángulo de vista espiritual, quizás lo esté perjudicado. Pero las desigualdades que nosotros vemos y nos escuecen, son siempre de orden material, pero nunca de orden espiritual. Son muchas las gentes que les hubiera gustado ser hijos de un multimillonario y envidian a los que tienen esta condición, pero son muy pocos los que envidian la perfección espiritual y el grado de amor a Dios de cualquier gran santo. A Dios las cuestiones de orden material no le fascinan ni le ciegan como a nosotros; las de orden espiritual por el contrario le obsesionan. Por ello quizás, nos ha puesto tan fácil ser gigantes, multimillonarios de una plena vida espiritual, y por el contrario, mira que es difícil llegar a reunir el dinero de un Bill Gates el de Microsoft. Lo que nosotros consideramos que son injusticias de orden material, en el fondo son siempre instrumentos que Dios utiliza, para tratar de conseguir de una forma o de otra, lo único que a Él le interesa: Que nos acerquemos a Él, y que nos demos cuenta, de que Él, nos ama tremendamente a todos, y específicamente con singularidad a cada uno de nosotros. Por lo tanto aceptemos plenamente las desigualdades materiales y no envidiemos a los que por la razón que sea, están en escalafones sociales o económicos por delante de nosotros. Dios sabe muy bien lo que se hace. El amor engendra confianza y si de verdad amamos al Señor, no de boquilla sino de verdad, tenemos que confiar en Él, tenemos que entregarnos a Él, ¿si no a quién mejor? Y vivir en Él y para Él. En el orden espiritual, podemos pensar equivocadamente que la llamada elección divina de las almas, viola nuestro sacrosanto principio de la igualdad, heredado como ya antes hemos dicho de los ateos revolucionarios franceses de finales del siglo XVIII, y Dios injustamente favorece a unos más que a otros. Así les pareció a los miembros de la herejía jansenistas que expresaron su postura poniendo de moda los crucifijos con los brazos juntos, casi paralelos al cuerpo, que dejaban entre ellos un espacio muy reducido. Esto era para afirmar que Cristo no había muerto por todos, sino solo por el pequeño número de los elegidos y de los predestinados. Terrible convicción a la que la Iglesia le costó no poco rechazar. Se podría pensar que la actuación de Dios es como la luz del sol. La luz del sol nace para todos pero brilla y se refleja mucho más sobre un espejo limpio que sobre uno polvoriento. Frente a este símil, nosotros deberíamos de reaccionar pensando: Yo debo de ser un espejo donde se refleja la imagen de Dios y necesito estar bien pulido, para que la imagen que yo refleje, sea lo más próxima posible a la del Señor. En cuanto más perfecta sea la imagen del Señor que nosotros reflejemos, más le complaceremos, y más seremos uno con Él. Si así actuamos, más y mejor testimonio daremos de Él a los demás, y mayor será nuestra futura gloria. No hay límite alguno para este proyecto, se puede dejar en mantillas espirituales a nuestro amigo Bill Gates, solo hace falta una cosa muy sencilla: “querer”.

Autor:
Juan del Carmelo

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