martes, 21 de agosto de 2012

Lamentabili sine exitu. Pío X



AUTORIDAD DOCTRINAL Y DISCIPLINAR DE LA IGLESIA

 La ley eclesiástica, que prescribe someter a la previa censura los libros referentes a las divinas Escrituras, no se extiende a los que cultivan la crítica o exégesis científica de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento.

La interpretación de los Libros Sagrados hecha por la Iglesia no es ciertamente despreciable, pero está sometida al más exacto juicio y corrección de los exegetas.

De los juicios y censuras eclesiásticas contra la exégesis libre y más elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con los más verídicos orígenes de la religión cristiana.

 El magisterio de la Iglesia no puede determinar el sentido genuino de las Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.

 Como en el depósito de la fe se contienen solamente las verdades reveladas, bajo ningún concepto corresponde a la Iglesia juzgar sobre las afirmaciones de las ciencias humanas.

 En la definición de las verdades, la Iglesia discente y la docente colaboran de tal modo que a la Iglesia docente no le corresponde sino sancionar las opiniones comunes de la discente.

 La Iglesia, al proscribir errores, no puede exigir de los fieles que acepten, con un sentimiento interno, los juicios por ella pronunciados.


SAGRADA ESCRITURA

 Hay que juzgar inmunes de toda culpa a quienes no estiman en nada las condenaciones promulgadas por la Sagrada Congregación del Indice y demás Sagradas Congregaciones Romanas.

 Los que creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura dan prueba de una simplicidad o ignorancia excesivas.

 La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas transmitieron las doctrinas religiosas bajo un aspecto peculiar poco conocido o ignorado por los paganos.

 La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura de tal modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.

 El exégeta, si quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe apartar, ante todo, cualquiera preconcebida opinión sobre el origen sobrenatural de la Sagrada Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos puramente humanos.

 Fueron los mismos evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación quienes elaboraron artificiosamente las parábolas del Evangelio; y así explicaron los exiguos frutos de la predicación de Cristo entre los judíos.

 En muchas narraciones, los Evangelistas contaron no tanto lo que es verdad, cuanto lo que juzgaron más provechoso para sus lectores, aunque fuera falso.

 Los Evangelios fueron aumentados con continuas adiciones y correcciones hasta que se llegó a un canon definitivo y constituido; en ellos, por ende, no quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.

 Las narraciones de San Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación, destituidas de verdad histórica.

 El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que apareciesen más extraordinarios, sino también para que resultasen más a propósito a fin de simbolizar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.

 Juan ciertamente reivindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo de la vida cristiana, o de la vida de Cristo en la Iglesia, al terminar el primer siglo.

 Los exegetas heterodoxos han interpretado el verdadero sentido de las Escrituras con más fidelidad que los exegetas católicos.


REVELACIÓN Y DOGMA

 La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación para con Dios.

 La revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los Apóstoles.

 Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados no son verdades descendidas del Cielo, sino una cierta interpretación de hechos religiosos que la inteligencia humana ha logrado mediante un laborioso esfuerzo.

 Entre los hechos que narra la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que se fundan en aquéllos puede existir y de hecho existe tal oposición que el crítico puede rechazar como falsos los hechos que la Iglesia cree muy verdaderos y ciertos.

 No se ha de condenar al exegeta que sienta premisas, de las cuales se sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no niegue los dogmas mismos.

 El asentimiento de la fe se funda, en último término, en una suma de probabilidades.

Los dogmas de la fe se han de retener solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva del obrar, pero no como norma del creer.

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