jueves, 23 de agosto de 2012

La vocación a la soledad en el corazón de la Iglesia




A vosotros se os ha dado vivir la vocación contemplativa en este oasis de paz y de oración, al que ya san Bruno, escribiendo a su amigo Raúl le Verd, describía así: ʺVivo en un desierto de Calabria, bastante alejado por todas partes de todo poblado... ¿Como describirte dignamente la amenidad del lugar, lo templado y sano de sus aires, sus anchas y graciosas llanuras, que se extienden a lo largo entre los montes, con verdes praderas y floridos pastos? ¿O la vista de las colinas que se elevan en suaves pendientes por todas partes, y el retiro de los umbrosos valles con su encantadora abundancia de ríos, arroyos y fuentes?ʺ (S. Bruno, Carta a Raúl, ʺCartas de los primeros Cartujos «Sources chrétiennes», París 1962, pág. 63).

Es necesario que vosotros, actuales seguidores de ese gran hombre de Dios, recojáis sus ejemplos, comprometiéndoos a poner en práctica su espíritu de amor a Dios en la soledad, en el silencio y en la oración, como quienes ʺesperan la vuelta de su señor para que, apenas llame, en seguida le abranʺ (Lc 12,36).

Efectivamente, vosotros estáis llamados a vivir como con anticipación esa vida divina que san Pablo describe en la primera Carta a los Corintios, cuando observa: ʺAhora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocidoʺ (13,12).

El Fundador os invita a reflexionar sobre el sentido profundo de la vida contemplativa, a la que llama Dios en toda época de la historia a almas generosas. El espíritu de la Cartuja es para hombres fuertes; ya san Bruno advertía que el compromiso contemplativo estaba reservado a pocos (ʺlos hijos de la contemplación son menos numerosos que los de la acciónʺ (S. Bruno, Carta a Raúl, «Lettres des premiers Chartreuxʺ, Sources chrétiennes, París, 1962, pág. 70, 72). Pero estos pocos están llamados a formar una especie de ʺcentinela avanzadaʺ en la Iglesia. El trabajo lento y continuo sobre el carácter, la apertura a la gracia divina, la oración asidua, todo sirve para forjar en el cartujo un espíritu nuevo, templado en la soledad a fin de vivir para Dios en actitud de disponibilidad total. En la Cartuja se compromete uno a conseguir la plena superación de sí mismo y a cultivar los gérmenes de toda virtud, alimentándose copiosamente de los frutos celestes. Hay en todo esto un programa de vida interior, al que alude san Bruno cuando escribe: ʺAquí se adquiere aquel ojo limpio, cuya serena mirada hiere de amores al Esposo y cuya limpieza y puridad permite, ver a Dios. Aquí se vive un ocio activo, se reposa en una sosegada actividadʺ (ib, pág. 70).

El hombre contemplativo tiende constantemente hacia Dios y, con toda razón, puede expresar el anhelo del Salmista: ʺ¿Cuándo podré ir a ver la faz de Dios?ʺ (Sal. 41, 5;). Ve el mundo y sus realidades de modo muy diverso de quien vive en él: la ʺquiesʺ sólo se busca en Dios y san Bruno invita repetidas veces a sus discípulos a huir de ʺlas molestias y miseriasʺ de este mundo y a trasladarse ʺdel tempestuoso mar de este mundo para entrar en el reposo tranquilo y seguro del puertoʺ, (ib. pág. 74). En la paz y en el silencio del monasterio se encuentra la alegría de alabar a Dios, de vivir en Él, de Él y para Él. San Bruno, que vivió en este monasterio cerca de diez años, escribiendo a sus hermanos de la comunidad de Chartreuse, abre su corazón desbordante de alegría y sin retórica alguna los impulsa a gozar de su estado contemplativo: ʺAlegraos, mis hermanos carísimos ‐escribe‐ por vuestra feliz suerte y por las abundantes gracias que la mano del Señor ha derramado sobre vosotros. Alegraos de haber escapado de los muchos peligros y naufragios del tempestuoso mar del siglo. Alegraos de haber alcanzado el reposo tranquilo y seguro del más resguardado puerto». (ib. p. 82).

Sin embargo, esta específica y heroica vocación vuestra no os sitúa al margen de la Iglesia; más bien os coloca en el corazón mismo de ella. Vuestra presencia es una llamada constante a la oración, que es el presupuesto de todo auténtico apostolado. Como tuve oportunidad de escribiros, el ʺsacrificio de alabanza cuenta con vuestra fervorosa y plena ejercitación, pues que día y noche ʹperseveráis en las divinas centinelasʹ (cf. S. Bruno)ʺ. La Iglesia os estima, cuenta mucho con vuestro testimonio, confía en vuestras oraciones, también yo os encomiendo mi ministerio apostólico de Pastor de la Iglesia universal.


Dad con la vida testimonio de vuestro amor a Dios. El mundo os mira y, acaso inconscientemente, espera mucho de vuestra vida contemplativa. Continuad poniendo ante sus ojos la ʺprovocaciónʺ de un modo de vivir que, aun cuando esté amasado de sufrimientos, soledad y silencio, hace desbordar en vosotros la fuente de una alegría siempre nueva. ¿Acaso no escribió vuestro Fundador: ʺcuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien lo ama, sólo lo conocen quienes lo han experimentadoʺ? (ib. p.70). Que ésta es también vuestra experiencia, se puede deducir del entusiasmo con que perseveráis en el camino emprendido. En vuestros rostros se ve cómo Dios da la paz y la alegría del Espíritu como merced a quien ha abandonado todo para vivir de Él y cantar eternamente sus alabanzas.

La actualidad de vuestro carisma está ante la Iglesia y deseo que muchas almas generosas os sigan en la vida contemplativa. Vuestro camino es un camino evangélico de seguimiento a Cristo. Exige la donación total con la segregación del mundo, como consecuencia de una opción valiente, que tiene en su origen únicamente la llamada de Jesús. Él es quien os ha hecho esta invitación de amistad y de amor para seguirlo al monte, para permanecer con Él.

Mi deseo es que desde este lugar parta un mensaje al mundo y llegue especialmente a los jóvenes, abriendo ante sus ojos la perspectiva de la vocación contemplativa como don de Dios. Los jóvenes, hoy, están animados por grandes ideales y, si ven hombres coherentes, testigos del Evangelio, los siguen con entusiasmo. Proponer al mundo de hoy practicar ʺla vida escondida con Cristoʺ (Col 3,3) significa reafirmar el valor de la humildad, de la pobreza, de la libertad interior. El mundo, que en el fondo está sediento de estas virtudes, quiere ver hombres rectos que la practiquen con heroísmo cotidiano, movidos por la conciencia de amar y servir con este testimonio a los hermanos.

Vosotros, desde este monasterio, estáis llamados a ser lámparas que iluminan la senda por la que caminan muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo: sabed ayudar siempre a quien tenga necesidad de vuestra oración y de vuestra serenidad. Aun con la feliz condición de haber elegido, con la hermana de Marta, María, ʺla mejor parte..., que no le será quitadaʺ (Lc 10,42), no estáis colocados al margen de las situaciones de los hermanos, que llaman a vuestro lugar de soledad. Os traen sus problemas, sus sufrimientos, las dificultades que acompañan esta vida: vosotros ‐dentro del respeto a las exigencias de vuestra vida contemplativa‐ les dais la alegría de Dios, asegurándoles que oraréis por ellos, que ofreceréis vuestra ascesis a fin de que también ellos saquen fuerza y valor de la fuente de la vida, que es Cristo. Ellos os ofrecen la inquietud de la humanidad; vosotros les hacéis descubrir que Dios es la fuente de la verdadera paz. Efectivamente, para utilizar de nuevo una expresión de san Bruno: ʺY ¿qué mayor bien que Dios? Más aun, ¿existe algún otro bien fuera de Dios?ʺ(Ib. pág. 78).

Autor: Papa Juan Pablo II a los cartujos de Calabria, 1984

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