sábado, 19 de noviembre de 2011

Saber mirar, saber escuchar



Escribir al final del día impide que se articulen coherentemente tres palabras seguidas. Se impone un descanso, y la música es lo más a mano en este momento. Mejor, lo único a mano y, además, en forma de elección contundente, de sí o no. A la vista sólo está el Requiem de Mozart. No es mala cosa: al fin y al cabo, comienza pidiendo a Dios el descanso..., eterno en este caso. Pero, sin duda, se descansará mucho mejor después si aprendemos a descansar bien ahora. Cosa importante en esta civilización de la eficacia en la que estamos inmersos. Sólo cuando hay paz interior se puede escuchar lo que otros nos muestran, vivir la vida con intensidad, porque tenemos el espíritu ágil, el alma serena y el corazón en paz[1]. Y hay silencio, y no tenemos prisa. Una quietud activa. Dicen que el tiempo lo cura todo: quizá, pero también lo gangrena. Depende del oxígeno de la atmósfera y de qué se haga mientras tanto. Sigue el Requiem. De pronto, sorprendente, teste David cum Sibila: el rey David y la Sibila de Cumas testimoniando el final de la historia, mostrando una realidad, revelando algo a dúo. Stop: continúa la letra sin música.



El ser humano es siempre revelador. Revela el niño que llora, la madre que lo consuela y el hermano que se impacienta con los llantos. Revelan las miradas de dos enamorados, las caras de aburrimiento en clase o el rostro distendido y alentador de quien sabe convertir en alegría todo lo que toca. También revela el alumno en sus exámenes, aunque a veces le sucede como a los profetas: saben lo que tienen que decir, pero ni lo entienden, ni saben cómo decirlo: es todo pura inspiración, humana en este caso. Cada uno muestra lo que tiene e, inevitablemente, tiene lo que aprende, lo que recibe. Hay personas que aprenden mucho y siempre. Son conscientes de que aún no han alcanzado la plenitud y saben contemplar la realidad y no dejarse llevar de las apariencias, ni de las palabras. Por eso crecen siempre, se enriquecen y enriquecen a los demás.



Hay mucho tesoro escondido. Tenemos que ser capaces de saber mirar, de saber escuchar. El ser humano está siempre en el escenario. La idea viene de antiguo y, en cierta medida, así es la vida. La cuestión es descubrir el papel que cada uno tiene que representar en esa escena donde se entra por la cuna, y que tiene el sepulcro como puerta de salida. La escena es el lugar para hacer coincidir la apariencia con la realidad, para identificarse con el papel, para encarnarlo en fructífero diálogo con los demás actores. Saber escuchar es aquí fundamental: quien escucha de verdad, vive más vidas.



Todo esto no es fácil. Se precisa una actitud interior rica, donde sólo lo fundamental sea intocable y lo accidental objeto de risa. Lleva tiempo. Y se necesita paciencia, ese don que es virtud y actitud personal, y que permite que el paso de los años y los días nos moldee, nos haga únicos, personas singulares. A lo largo de la vida, apariencia y realidad no siempre coinciden, pero la meta es ésa: se puede aparentar lo que se debe o se desea ser, pero se trata de conseguirlo realmente. De entrada, hay que procurar al menos decir la verdad. Tiene algo de teórico, de lección aprendida que impide que la verdad se manifieste en todo su esplendor inexplicable, inefable; pero sirve como comienzo: al menos para reconocer que no se ha hecho vida y rectificar el rumbo una y otra vez.



Todos actuamos. Calderón de la Barca se encarga de ponerlo de manifiesto en El gran teatro del mundo. Pero unos representan un papel que no les corresponde; otros, representan su papel sin más, sin vida: se lo saben de memoria; y otros se representan a sí mismos: son verdad y, en sus vidas, realidad y apariencia coinciden. Son genuinos, reales: siempre muestran las raíces.



En esta representación, nadie quiere los momentos difíciles:



Ya sé que si para ser

el hombre elección tuviera,

ninguno el papel quisiera

de sentir y padecer;

todos quisieran hacer

el de mandar y regir,

sin mirar, sin advertir

que en acto tan singular,

aquello es representar,

aunque piensen que es vivir.[2]



Sin embargo, la consistencia personal se muestra en los momentos difíciles: esas situaciones en las que no tenemos ni tiempo, ni fuerza, ni ganas, ni los reflejos suficientes para aparentar. Dice Virginia Wolf que la enfermedad es como remover la tierra donde está plantado un árbol: quedan al descubierto las raíces, y se ve lo profundas y fuertes que son. Cuando uno no tiene posibilidad de aparentar, es cuando se ve la calidad de su vida: sale lo que hay, y nada más. Toda apariencia se hace realidad, y toda la realidad aparece, se revela. De todas formas, aparentar es bueno muchas veces, cuando el motivo es la generosidad de pensar en los demás. No es hipocresía tragarse un enfado, no dar un disgusto, o hacer bien esas cosas —cada uno tenemos las nuestras— que no nos "salen" todavía espontáneamente y con naturalidad. Es más bien amor a los demás. Y a Dios en quien tiene fe. Pero una cosa es lo que cada uno hace y otra lo que cada uno es. Esto último es lo que se nota cuando no tenemos "defensas" y actuamos mostrando inevitablemente nuestro ser.



Sólo la verdad encarnada —ser verdad— arrastra, porque es vida. Así es como puede llegar a ser camino andadero. Exigente, sin duda, porque la verdad compromete; pero amable a la vez. Las palabras dejan de ser entonces repeticiones grotescas y mortecinas de realidades hermosas y sublimes, para convertirse en algo que mueve a la acción, porque son manifestación de una disposición vital comprometida, tienen pies y manos. Es fundamental: si la verdad no se encarna en alguien, es difícil aprenderla y difícil enseñarla. A todos los niveles. También en la fe: Cristo es la Verdad encarnada, y precisamente por eso puede ser modelo.



A lo largo de la vida tenemos que aprender muchas cosas. Nos las enseñan otras personas. Unos repiten teorías con precisión, dan lecciones: algún valor tienen, sin duda. Otros, las viven: su propia existencia es un libro abierto donde aprender. Dejan huella en las personas, no en la Historia; no escriben libros quizá, pero influyen. Tomás de Aquino, reflexionando sobre si Jesucristo debía haber escrito sus enseñanzas, acaba concluyendo: los grandes maestros no escriben. Lo relaciona con Sócrates —que es considerado padre de la cultura occidental y del que no se conservan escritos—, y razona que, al más grande maestro, le corresponde la más alta forma de enseñar, que consiste en "escribir" sus enseñanzas en el corazón de los oyentes. Es verdad: las grandes lecciones de la vida no las hemos aprendido en los libros, ni en las clases, sino en las personas. Esas personas que las han dejado escritas en nuestros corazones, a veces como quien esculpe una lápida, casi sin proponérselo.



Ningún ser humano puede enseñarnos todo con su vida: sería una pretensión absurda, por no decir tiránica. Pero todos pueden enseñarnos algo; y algunos, mucho. Margherite Yourcenar pone en boca del emperador Adriano unas reflexiones a este propósito: no desprecio a los hombres. Si así fuera, no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo, pues, para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee[3]. Cuando somos capaces de descubrir lo positivo de los demás, no sólo aprendemos nosotros, sino que les podemos ayudar —y sólo entonces podemos hacerlo— a mejorar, a crecer.



Por eso es un despilfarro de riqueza apartar definitivamente a alguien de nuestro entorno. Es verdad que puede ser necesario temporalmente, pero ¡para siempre!... Por eso es fundamental buscar lo positivo y no lo negativo. Por eso es tan importante encontrar lo que une y no lo que separa que, por otra parte, será tantas veces legítimo. Y por eso se puede decir que es "un robo" no dar siempre lo mejor de nosotros mismos, pues lo tenemos para los demás, que lo necesitan. Por eso las etiquetas negativas son injustas, porque empobrecen, separan, rompen, no permiten el perdón, no conceden a los otros la oportunidad de rectificar. Sobre todo, no dejan hueco a descubrir un buen día, por sorpresa, lo valioso que nos está rodeando o nos ha rodeado en alguna época de nuestra vida. Los pre-juicios siempre engendran ignorancia, porque archivan el caso con un rótulo que permanece para la Historia: son tiranos solapados que adaptan la realidad a sus esquemas e impiden acercarse a ella sin clichés previos, dispuestos a captarla y reconocerla como es, admirándola. Quien prejuzga pierde capacidad de admiración: ya lo sabe todo, no tiene nada que aprender ni nada que escuchar. No necesita revelaciones de nadie, porque no tiene ya nada que descubrir. Aunque también es verdad que hay cosas que se echan en falta cuando no se tienen. Y otras que se valoran cuando, latentes en nuestro interior, aparecen al ser necesarias en la vida, casi sin buscarlas.



Descalificar es fácil. Hacerse cargo, costoso. Entre otras razones, porque siempre supone ceder algo del propio yo. Eso es darse, y es germen de la amistad. Porque "hacerse cargo" supone ayudar y corregir, cargar con la dificultad, ensanchar los horizontes, perdonar siempre. Quien sólo sabe criticar, se incapacita para escuchar, para hacerse cargo de nada.



Conocí a Josemaría Escrivá de Balaguer. Hasta ahora, no me era posible presumir de haber tratado a alguien que esté en los altares. Y por el momento —aunque me gustaría que fuera de otra forma—, toda mi experiencia se acaba ahí. Todos nos encariñamos con las personas con las que convivimos de una manera u otra. Sobre todo si con sus vidas han enriquecido las nuestras. Su recuerdo me ha venido a la memoria al ir terminado estas líneas. Eran mis últimos años en la Facultad de Medicina de la Complutense de Madrid. Estaba con unos cuantos estudiantes, y comentó de pasada: si sois fieles, al pasar los años, echaréis la vista atrás y os daréis cuenta de que vuestras vidas son como una estupenda novela de aventuras (respondo de la idea, que no de la literalidad de las palabras). Ser fiel, ser verdad, encarnar esa verdad: así tiene que ser, a todos los niveles. No nos queda más remedio que ser actores, pero no podemos representar una farsa: tenemos que aparentar lo que somos realmente.



Platón nos muestra al final de uno de sus diálogos[4] a Sócrates, que antes de separarse de sus contertulios considera que es adecuado recitar una oración. Se dirige a la Divinidad con estas palabras: otórgame la belleza interior y haz que mi exterior trabe amistad con ella. No se me ocurre nada mejor que pedir a Dios para quienes leáis estas líneas, ni nada más importante que podáis rogar para los que estamos trabajando aquí.


Autor: Juan Ramón García-Morato en la Revista de Medicina. Universidad de Navarra. Abril-Junio 1996

No hay comentarios:

Publicar un comentario