domingo, 20 de noviembre de 2011

Carta



Hola:

Desde hace meses he sentido una voz en mi interior que me exigía poner por escrito mi experiencia. No porque sea ejemplar, sino porque quizá estés por vivir una situación parecida a la mía.

¿Mi nombre? No tiene tanta importancia. Si quieres, llámame “X”. No, no es para dármelas de misterioso.

Tampoco poseo poderes mutantes, ni vuelo, ni provoco tormentas, ni lanzo rayos por los ojos... ¿Qué hice? No te asustes, no maté a nadie ni asalté ningún banco. En todo caso, me hice daño a mí mismo. Hice aquello que sin duda ha pasado por tu mente en más de una ocasión: abandoné mi casa.

Sé que suena a aventura apetecible y que muchas veces la desechaste de tu mente como una locura. Pero déjame decirte que abundan los que sueñan en una vida “libre” fuera de su hogar. A mí no me bastó soñarla, la realicé.

No creas que me fugué de noche, después de “pedir prestado” a mis jefes y mientras dormían. Eso está bueno para las películas y para quienes todavía tienen algo de respeto hacia sus padres y no quieren que sufran más de la cuenta. Yo, con todo descaro, le pedí el dinero a mi padre (una buena suma) y desaparecí.

¿Por qué me fui? Espero no desilusionarte con la simpleza de mi respuesta: no me sentía a gusto, aquél no era mi lugar. Buscaba mi libertad y en casa me sentía esclavizado, asfixiado. Salía de casa y me divertía con los amigos, pero era una “libertad bajo custodia”; tenía que dar cuenta de lo que había hecho, llegar a una cierta hora, estudiar un número de horas a la semana para salir a las fiestas...

No me gustaba estar controlado por otros. Yo tenía que ser mi propia medida y no podía estar esperando el día en que me reconocieran como adulto. No te imaginas con qué gusto di el portazo, después de decir “hasta nunca”.

Aunque, externamente parecía que era impulso de un momento, yo lo tenía todo planeado desde varios meses antes. Te aseguro que no me dolió lo más mínimo cuando me encontré en la calle, solo, sabiendo que me alejaba de mi casa para no volver nunca más.

Esa misma noche ya andaba de juerga. No busqué a mis amigos, pues temía que detuvieran mis planes o me hicieran reflexionar. Yo había tomado una decisión y no quería que nadie me obstaculizara. Después de una cena en la que abundó la cerveza, me fui a un hotel a dormir.

No me pasó por la cabeza ni el más ligero pensamiento acerca de lo que podría significar para mi familia esa primera noche en la que sabían que ya no volvería ni tarde ni temprano.

Los días pasaban rápidamente y di rienda suelta a todos mis deseos. ¿Quién podía detenerme? Quién me iba a decir: “regresa temprano”, “¡no vayas a ese lugar!”, “¿con quién estás saliendo?”, “¡no me gustan tus amigos!”

Conseguí un apartamento cerca de la zona más viva y fiestera de la ciudad. Compañía no me faltó, desde la primera noche conocí a un par de camaradas y a sus amigas... Noche tras noche lo pasábamos a lo grande, nadie ponía límites a lo que yo quería hacer. Cosa que proponían, cosa que se hacía. ¿Quién se te resiste cuando tienes una cartera llena de billetes?

Tenía tanto dinero que no me preocupaba lo más mínimo por los gastos. Tampoco podía quedar mal ante “los amigos”. Sabía que tendría que buscarme un trabajo y estaba dispuesto a ello, pero por el momento era algo secundario (eso sería “mañana”; pero no mañana al día siguiente, pues tendría que descansar hasta media tarde para estar como nuevo en la noche).

Lo único que me importaba entonces, era divertirme; probar de todo y ser libre. No quiero alardear ni presumirte mis aventuras y locuras; te resumo en pocas palabras lo que era mi vida: mi medida para todo era no tener medida en nada.

Con tal lema de vida ya puedes imaginarte qué experiencias tuve cuando no me sometía a ningún tipo de freno. Yo era un automóvil que constantemente aumentaba su velocidad, por el puro deseo de ir más rápido que los demás, sin hacer el menor caso a las señales. Pero la temeridad tiene su precio...

Hastiado, sin ganas de hacer nada, con una sed interior inmensa que me esclavizaba y que no podía satisfacer, gasté hasta el último centavo... y, por arte de magia, me quedé solo. Esa noche nadie me acompañó hasta mi apartamento, me quedé echado en el suelo, ebrio...

A la mañana siguiente, desperté tumbado en una banca del parque. La cabeza me daba vueltas pero ya podía dirigirme por mí mismo a mi apartamento. No estaba totalmente inconsciente, pero no quería creerme la desgracia en la que había caído.

Como era de imaginar seguí durmiendo, hasta que unos golpes en la puerta me despertaron. Era el dueño del edificio, venía a cobrarme tres meses de renta, le dije que me esperara, que estaba a punto de entrar a trabajar y en cuanto reuniera el dinero se lo pagaba. Me dio una semana más de plazo y si no cubría el costo, me amenazó con la cárcel.

No sé por qué, pero aún tuve suerte. Dos tercios de suerte. Encontré, en el desorden inmenso de mi vivienda, dinero para pagar dos meses. Quedó contento el hombre y me dijo que el resto podía dárselo cuando yo pudiera y que si quería podía seguir viviendo allí. Desde luego que me marché, no quería endeudarme más.

Casi no tenía posesiones, pues toda mi vida se había desarrollado en fiestas: una tras otra. Tomé las pocas cosas que tenía y busqué empleo. Tenía una facha que para qué te cuento. Nadie me quería aceptar y me miraban con recelo pues me habían conocido como un joven perdido (¿y acaso no lo había sido?). Me sentía angustiado y, sobre todo, no me comprendía a mí mismo.

No podía entender por qué me había dejado llevar y había vivido como un animal, dejándome arrastrar por lo inmediato.

Conseguí un empleo, que fue como una limosna. Un oficio tan desagradable y repugnante que ni siquiera me atrevo a mencionar. Las condiciones de trabajo eran pésimas, pero me vi obligado a aceptar porque no había comido en dos días. Al menos tenía un techo donde dormir y algo que se podía llamar comida.

De esta etapa de mi vida, en que viví como un miserable, no tengo nada que decir. Sufrí mucho. Pero más que la estrechez en que me encontraba, lo que me torturaba era el recuerdo de las maldades que había hecho; especialmente me desgarraba el alma lo que había hecho con mi padre.

Cómo lo había tratado... como si no significara nada para mí; cómo lo desprecié y preferí cambiarlo por esa vida agitada y desenfrenada que me había arruinado. Eso sí que me roía por dentro, con un dolor más agudo que el hambre. Hasta entonces, no me había preocupado de mi interior, pero desde ese momento comencé a darme cuenta de lo dañado que estaba.

Un día en que ya no soportaba más mi situación, me armé de valor y emprendí el regreso a casa. Me atemorizaba el hecho de que alguien pudiera reconocerme. Pero aquello era un imposible, estaba tan sucio, con los cabellos y la barba largos, que nadie me identificaría con el chico que un año y medio antes había abandonado su casa con la intención de no volver nunca más.

No me decidía a tocar la puerta cuando me detuve en la esquina de mi manzana. No lo podía creer: había vuelto. ¡Y lo que había sido de mi vida en ese año y medio! Si lo hubiera sabido de antemano, no hubiera dado ni un paso con la intención de marcharme.

El corazón comenzó a golpearme fuertemente. La emoción era grande. No era temor. No temía ningún castigo. No sabía si iba a ser lo suficientemente fuerte para soportar la vista de mi padre, de quien me había burlado tan cruelmente. ¿Y si ya hubiese muerto? Sólo pensarlo me produjo una pena profunda. No, no podría haber muerto. El pensamiento de tal posibilidad me arrancó las primeras lágrimas y mis piernas continuaron el camino; dieron sus últimos pasos.

Toqué el timbre. Nadie contestó. Me quedé frío. ¿Se habrían mudado? ¿Qué haría para encontrarlos? En ese momento se abrió la puerta y ¿qué fue lo que vi? Vi a mi padre, llorando igual que yo. Cruzó corriendo la cochera, abrió el portón y me envolvió en un abrazo tan cálido, tan lleno de amor que nunca podré olvidar. El hecho ha quedado grabado a fuego en mi corazón. En ese abrazo no estaba concentrado el amor fiel de dieciocho meses de espera, sino que reunía el amor que por mí ha tenido siempre.

Había pasado muchas noches buscando las palabras que debía decir en aquel momento, pero entonces no recordé nada. Sólo dije entre sollozos: “Perdón”. Y mi padre con voz llorosa: “Bienvenido hijo, siempre te hemos esperado. Ésta es tu casa”.

Volví a repetir: “Perdón”. Me respondió: “¿Por qué? No te preocupes, ya estás con nosotros”. Y añadió: “Soy el hombre más feliz”. No dijimos nada más y permanecimos un largo rato en un abrazo sin palabras. Después, atravesé el umbral y me encontraba de nuevo en casa.

Ahora entiendo que cada uno de nosotros tenemos padres. ¿Por qué muchas veces actuamos como si no nos importaran? ¿Por qué les tratamos como extraños, o más bien tratamos mejor a nuestros amigos y conocidos que a aquellos que nos aman tan desinteresadamente? ¿Por qué nos disgustamos de qué se preocupen por nuestras cosas? ¿Por qué tantas veces preferimos encerrarnos en nuestro mundo que hablarles? ¿Por qué somos tan fríos con ellos?

Yo dejé mi casa durante un año y seis meses sin saber nada de lo que allí ocurría y sin que ellos tuvieran noticia de mí. Te juro que no me habría perdonado jamás si mi padre hubiera muerto sin que yo me hubiese reconciliado con él.

¿Por qué esperar a tener unos padres ancianos, a verles en la cama, enfermos, para decirles: “Me interesas mucho. Tú significas mucho para mí. Estoy contigo”? No esperes a estar delante de un ataúd para decir “Te quiero. Perdóname”. Hazlo en vida. Dilo en vida y hazlo creíble con tus atenciones y muestras de afecto.

Dicen que de los males pueden sacarse cosas buenas. Al abandonar mi casa cometí una acción horrenda, pero quizá era necesario para abrir los ojos, y, sobre todo, para que se abriera mi corazón. Para que yo me diera cuenta que TENÍA UNOS PADRES QUE ME AMABAN Y A QUIENES YO DEBÍA AMAR.

Me despido. Y si quieres que hable la voz de la experiencia, nunca abandones tu casa de la manera que yo lo hice y mucho menos, hagas sufrir a quienes te aman desde siempre: tus padres.
Autor: Sí para Jóvenes

No hay comentarios:

Publicar un comentario