sábado, 3 de septiembre de 2011

Cruzando el Umbral de la Esperanza



¿Cómo son los jóvenes de hoy, qué buscan? Se podría decir que son los de siempre. Hay algo en el hombre que no experimenta cambios, como ha recordado el Concilio en la Gaudium et Spes (n. 10). Esto queda confirmado en la juventud quizá más que en otras edades. Sin embargo, esto no quita que los jóvenes de hoy sean distintos de los que los han precedido. En el pasado, las jóvenes generaciones se formaron en las dolorosas experiencias de la guerra, en los campos de concentración, en un constante peligro. Tales experiencias despertaban también en los jóvenes -y pienso en cualquier parte del mundo, aunque esté recordando ahora a la juventud polacalos rasgos de un gran heroismo.

Baste recordar la rebelión de Varsovia en 1944: el desesperado arrojo de mis compatriotas, que no escatimaron sus fuerzas, que entregaron sus jóvenes vidas como a una hoguera ardiente. Querían demostrar que estaban madurando ante la gran y difícil herencia que habían recibido. También yo pertenezco a esa generación, y pienso que el heróísmo de mis compatriotas me ha sido de ayuda para determinar mi personal vocación. El padre Konstanty Michalski, uno de los grandes profesores de la Universidad de Jagel en Cracovia, al volver del campo de concentración de Sachsenhausen, escribió un libro titulado Entre el heroísmo y la bestialidad. Este título traduce bien el clima de la época. El mismo Michalski, a propósito de fray Alberto Chmielowski, recordaba la frase evangélica según la cual «hay que dar el alma» (cfr. Juan 15,15). Precisamente en aquel período de tanto desprecio por el hombre como quizá nunca lo había habido, cuando una vida humana no valía nada, precisamente entonces la vida de cada uno se hizo preciosa, adquirió el valor de un don gratuito.

En esto, ciertamente, los jóvenes de hoy crecen en un contexto distinto, no llevan dentro de sí las experiencias de la Segunda Guerra Mundial. Muchos, además, no han conocido -o no lo recuerdan- las luchas contra el sistema comunista, contra el Estado totalitario. Viven en la libertad, conquistada para ellos por otros, y en gran medida han cedido a la civilización del consumo. Éstos son los parámetros, evidentemente sólo esbozados, de la situación actual.

A pesar de eso, es diffcil saber si la juventud rechaza los valores tradicionales, si abandona la Iglesia. Las experiencias de los educadores y de los pastores con,firman, hoy no menos que ayer, el idealismo característico de esta edad, aunque actualmente se exprese, quizá, en forma sobre todo crítica, mientras que en otro tiempo se traducía más sencillamente en compromiso. En general, se puede afirmar que las nuevas generaciones crecen ahora principalmente en un clima de nueva época positivista, mientras que por ejemplo en Polonia, cuando yo era muchacho, dominaban las tradiciones románticas. Los jóvenes con los que entré en contacto nada más ser consagrado sacerdote crecieron en ese clima. En la Iglesia y en el Evangelio veían un punto de referencia en torno al que concentrar el esfuerzo interior, para formar la propia vida de modo que tuviese sentido. Recuerdo todavía las conversaciones con aquellos jóvenes, que expresaban precisamente así su relación con la fe.

La principal experiencia de aquel período, cuando mi tarea pastoral se centraba sobre todo en ellos, fue el descubrimiento de la esencial importancia de la juventud. ¿Qué es la juventud? No es solamente un período de la vida correspondiente a un determinado número de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no sólo el sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir su vida. Ésta es la característica esencial de la juventud. Además del sacerdote, cada educador, empezando por los padres, debe conocer bien esta característica, y debe saberla reconocer en cada muchacho o muchacha; digo más, debe amar lo que es esencial para la juventud.

Si en cada época de su vida el hombre desea afirmarse, encontrar el amor, en ésta lo desea de un modo aún más intenso. El deseo de afirmación, sin embargo, no debe ser entendido como una legitimación de todo, sin excepciones. Los jóvenes no quieren eso; están también dispuestos a ser reprendidos, quieren que se les diga sí o no. Tienen necesidad de un guía, y quieren tenerlo muy cerca. Si recurren a personas con autoridad, lo hacen porque las suponen ricas de calor humano y capaces de andar con ellos por los caminos que están siguiendo.

Resulta, pues, obvio que el problema esencial de la juventud es profundamente personal. La juventud es el período de la personalización de la vida humana. Es también el período de la comunión: los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que tienen que vivir para los demás y con los demás, saben que su vida tiene sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo. Ahí tienen origen todas las vocaciones, tanto las sacerdotales o religiosas, como las vocaciones al matrimonio o a la familia. También la llamada al matrimonio es una vocación, un don de Dios. Nunca olvidaré a un muchacho, estudiante del politécnico de Cracovia, del que todos sabían que aspiraba con decisión a la santidad. Ése era el programa de su vida; sabía que había sido «creado para cosas grandes», como dijo una vez san Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo ese muchacho no tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni la vida religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el trabajo profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su vida y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una conversación en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: «Pienso que ésta debe ser mi mujer, es Dios quien me la da.» Como si no siguiera las voces del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios viene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy Ciesielski, desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido invitado para enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación ha sido ya iniciado.

Esta vocación al amor es, de modo natural, el elemento más íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es uno de los temas fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi ministerio desde el púlpito, en el confesonario, y también a través de la palabra escrita. Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso».

Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como «un escándalo del mundo contemporáneo» (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar.

Autor: Juan Pablo II (para descargar el documento completo dar clic aqui)


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