domingo, 2 de septiembre de 2012

Vivir con dignidad



“No me suicidé para no hacerle la vida difícil a mi hijo”. Me lo dijo una anciana que me encontré en una choza de un pueblito de Lituania. Esta mujer no veía ya ningún sentido de su vida, le pesaba su soledad, sus familiares no la visitaban. Quería quitarse la vida, pero no lo hizo “para que su hijo no se sintiese culpable y para que la gente no empezase a hablar mal de él.”

Me acordé de la viejita al leer una de las muchas noticias sobre suicidio asistido que con creciente frecuencia aparecen en los medios de comunicación. En España revivieron últimamente los debates sobre la eutanasia, por el suicidio de Madeleine Z., cuyo hijo ha denunciado a la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) porque sus miembros estuvieron presentes durante la muerte(1) .

No faltan comentarios referentes a la eutanasia que pueden suscitar dudas y confusión. Uno de este estilo es alegrarse de que, mientras en Alemania aún se sigue discutiendo sobre los médicos que dan la muerte al paciente, la organización suiza “Dignitas” ofrece la excelente solución, según ellos, del suicidio asistido (2). Se sugiere que es más digno morir como dueño de sí mismo, por un acto de la propia libertad.

Las organizaciones que promueven el suicidio asistido suelen incluir en su nombre la palabra dignidad. ¡Pero la dignidad es otra cosa muy distinta de lo que ellos proponen! Es preocupante que ante la confusión creada, algunos con buena voluntad puedan tomar por ayuda muy positiva lo que es hacerle daño al otro en lugar de buscar su bien.

Es importante aclarar el concepto de dignidad y después ver las razones objetivas por las cuales está mal quitarse la propia vida o ayudar a alguien a suicidarse, y, ya que en toma de decisiones personales en esta materia generalmente influyen ante todo percepciones subjetivas, considerar cómo se puede encontrar el sentido de la vida y hacer la experiencia de la alegría en el sufrimiento. Sería triste vivir sólo por deber o para no hacer daño a otros. Es mejor vivir por el amor. Nadie de aquellos a quienes les viene en mente la idea de acabar con su vida, ha perdido su capacidad de amar.

Primero hay que distinguir entre la dignidad humana que podemos llamar la fundamental, la dignidad ética y lo que serían las condiciones de vida dignas. Se podría decir que la dignidad humana y la dignidad ética son dos dimensiones de la misma realidad. El ser humano real es el fundamento de estos dos tipos de la dignidad. La dignidad humana es la que tiene cada ser humano simplemente por ser un ser humano (cada ser humano tiene su espíritu que le otorga la sublime dignidad humana y por tanto su valor absoluto). La otra, la dignidad ética, depende de si nuestros actos libres afirman o van en contra de la dignidad humana. En este sentido, es más digno que hace el bien y evita el mal.

Por tanto, nadie puede quitar a un ser humano la dignidad fundamental, ni uno mismo. Esta dignidad no cambia, porque la persona no puede transformarse en un ser de otra especie. La dignidad humana es absoluta, sin embargo no lo es el valor de la vida humana en este mundo. Se puede matar, pero no se puede quitar la dignidad humana. El valor del ser humano es absoluto, el valor de la vida humana no. Por eso no necesariamente es moralmente malo matar a alguien, por ejemplo en los casos de defensa propia, o sacrificar la propia vida para salvar la del otro, dejarse matar para no renunciar a valores superiores…

Tampoco es absoluta la libertad o la autonomía humana. La dignidad fundamental es anterior a la libertad. Esta no es para ir en contra de la dignidad o para quitar la vida, sino para amar.

Vivir dignamente no significa no necesitar de otros y ser autosuficiente. La dignidad humana se manifiesta ante todo en la capacidad relacional. El ser humano es capaz de amar y ser amado, de darse a otros y recibir de otros. Si alguien opta por quitarse la vida para no ser un peso para otros o no necesitar de su ayuda, es porque se encuentra en una sociedad individualista donde no logra confiar en otros y percibir que le aman, que puede amar y que es igual de humano y digno ser ayudado que ayudar.

El caso de Madeleine Z. me hace pensar también en el concepto de calidad de vida que se relaciona con condiciones de vida. Ella objetivamente no llegó a tener dolor físico insoportable, podía valerse por sí misma, pero posiblemente su calidad de vida dejaba mucho que desear por falta de amor, que muchas veces es más no amar que no sentirse amado. El principio de vida humana es espiritual y por eso, al considerar la calidad de nuestra vida, además de condiciones externas hay que tomar en cuenta factores internos, subjetivos, espirituales: sentirse querido por las personas cercanas, aceptado por la sociedad, etc. Más que ser autosuficiente e independiente, hacen falta relaciones cordiales con otros y la confianza. 

El ser humano no sólo siente dolor, sino que además sufre. El sufrimiento es una experiencia espiritual, puede ser moral, o puede acompañar un estado físico, material. El sufrimiento moral tiene un significado muy profundo para la persona. Hoy, la eutanasia se da principalmente por motivos de este orden espiritual, porque a nivel médico cada vez hay mejores soluciones, ante todo avances en los cuidados paliativos. 

Morir dignamente no es usar la propia libertad para quitarse la vida, sino asumir libre y conscientemente esta fase de la vida. Se puede morir en condiciones dignas de un ser humano, es decir, acompañado de personas que le quieren a uno con afecto sincero, y en buenas condiciones sanitarias y materiales. Morir con dignidad no significa morir sin dolor gracias a una intervención médica o suicidio asistido.

Existe una vida digna, existe una muerte digna, pero no existe un suicidio digno. Aquí hablamos de la dignidad ética. La vida humana tiene un grandísimo valor y es buena. Anticipando la afirmación de que objetivamente el suicidio siempre es un mal, podemos añadir que por tanto también está mal inducir, animar, ayudar a cometer un suicidio. Va contra la dignidad humana. Es no reconocer el valor de la vida ni del ser de la persona, es apoyarle en decir: “no vale la pena que sigas presente entre nosotros, tú existencia no nos aporta nada, incluso nos pesa”. Observemos, que mientras la persona que piensa en suicidarse suele estar muy afectada en el modo de percibir la realidad por su gran sufrimiento, las personas cercanas deberían ser más capaces de ver y hacer ver el valor objetivo de la vida.

Es bueno acompañar, pero acompañar en el sufrimiento y no en la ejecución de un acto malo. Compadecer significa compartir el dolor amando, es decir buscando el bien de la otra persona, queriendo aliviar su dolor, y no eliminar a quien sufre. Los moribundos, los enfermos y los que sufren necesitan compañía, pero en la vida con dolor, y no en el acto malo de matar. A lo mejor no podemos entender de todo a quien sufre, pero podemos aliviarle en su dolor y soledad.

La ética siempre condenaba el suicidio. “Si se permite el suicidio, todo está permitido” (3) , porque la posibilidad de la ética exige el reconocimiento del bien y de la verdad. El suicidio niega el valor del ser humano, es contradictorio con la dignidad. Se mata al ser humano, que es el criterio y fundamento de la ética. Se pretende poner la libertad personal por encima de la dignidad.

El sentido común nos indica, que está mal ayudar a hacer el mal. No hay nada bueno en colaborar, inducir o facilitar un suicidio, incluso si al voluntario o familiar le pareciese que lo hace por sentimientos de compasión. A veces ayudamos muy mal: una madre que enseña al hijo para copiar y engañar para no reprobar un examen le hace daño. Facilitar el veneno para que alguien no sufra, constituye del mismo modo una solución totalmente equivocada. Obviamente mucho más grave, porque entonces se trata de vida o muerte.

Asistir en el suicidio es una forma de eutanasia, y como toda eutanasia es condenable, porque consiste en buscar la muerte de un ser humano. ¿Qué puede haber de bueno en fortalecer a alguien en una decisión equivocada? En lugar de ofrecer o apoyar la idea de terminar con la vida de alguien que se siente inútil o siente miedo ante un tremendo sufrimiento, lo humano es buscar los mejores medios posibles para sanar o aliviar el dolor, dar amor, consolar. Otra cosa, rechazable, sería el encarnizamiento o ensañamiento terapéutico(4). 

La vida tiene valor, es buena y debe ser defendida y protegida por amor justo a uno mismo y también por justicia con otros, para no privarlos de lo que los enriquece. Pero sería triste vivir sólo por justicia y por deber. Vale la pena vivir por amor. No quitar el valor de las cosas que tenemos en la vida. La inteligencia de la que disponemos nos permite fijarnos en los positivo y reconocer muchos bienes, no sólo pensar en las desgracias que nos tocaron. El no querer ya vivir suele ser un sentimiento o algún momento subjetivo de un estado de depresión. Hay personas que después de firmar su decisión de suicidarse ha cambiado de opinión(5) . Es muy noble ayudar a no tomar decisiones equivocadas. Creo que el hijo de Madeleine Z. con razón se preguntaba, si su madre no hubiese cambiado de decisión al mirar una foto de sus nietos. A un estado subjetivo de pesimismo puede prevalecer la inclinación natural del ser humano a conservar su vida y ante todo encontrar el sentido de la vida. No debería hacer falta añadir, que el voluntariado es para buscar el bien del otro y no su muerte, para dar amor y no veneno.

Para encontrar el valor de la propia vida ayuda recurrir a experiencias de amor y de esta forma saber, que el verdadero amor existe. Recordar cómo hemos sido amados por ejemplo por los propios padres. Siempre será posible encontrar a personas que quieren ofrecernos amor. La verdadera compasión (que significa padecer con) busca en primer lugar hacer ver que el otro es amado y ayudarle a crecer en el amor. La persona puede “salir de sí”, de no querer seguir viviendo, amando. Siempre se puede seguir amando. Amor ya en sí conlleva una satisfacción. Es dar y recibir. Siempre podemos enriquecer a otros, sea con sabiduría, con diferentes cualidades, talentos…, en fin, con amor. Los seres humanos nos necesitamos mutuamente y necesitamos sentirnos necesitados.

La capacidad de amar el algo que nadie nos puede quitar. Siempre se puede dar más de sí. Aunque el estado de salud vaya deteriorando, la capacidad de amar no. En ese amar y ser amado está el sentido de la vida.

Además de reconocer el sentido de la vida, es posible encontrar el sentido del sufrimiento. Este nos hace más humanos. Se podría decir que las dificultades pueden estimular la fuerza del amor, despertar la capacidad de entrega y de lucha. Sin la experiencia del sufrimiento es imposible crecer en el amor. Este misterioso mal que por un lado siempre queremos alejar de nosotros, por el otro si queremos se convierte en un medio para vivir más dignamente. Muchos grandes héroes lo son porque enfrentaron con amor un sufrimiento que encontraron en su vida.

Se puede descubrir mucho más sentido y belleza en el sufrimiento, pero ya no con un discurso racional, sino con la experiencia del verdadero amor. Los que no pensamos en suicidarnos y valoramos el más profundo sentido de la vida, intentemos compartirlo.

Yo me acuerdo que encontré la casita de la anciana en Lituania, cuando caminaba junto con una chica de 16 años. Esta adolescente le propuso diferentes maneras de unirse a proyectos de ayuda a diferentes personas. Le ofreció formas maravillosas de hacer algo por otros, le hizo darse cuenta que no es inútil y además que una adolescente confía y quiere contar con ella. Pienso con gusto en los sonrientes ojos de esta anciana que vi la última vez que la visité.


Autor: Magdalena Figiel 

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