viernes, 14 de junio de 2013

Tu fe te ha salvado. Vete en paz







“No son los que están sanos los que tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos” (Mt 9,12). Enseña al médico tu herida de manera que puedas ser curado. Aunque tú no se la enseñes, Él la conoce, pero exige de ti que le hagas oír tu voz. Limpia tus llagas con tus lágrimas. Es así como esta mujer de la que habla el evangelio se quitó de encima su pecado y el mal olor de su extravío; es así como se ha purificado de su falta, lavando con sus lágrimas los pies de Jesús.

    ¡Resérvame para mí también, oh Jesús, el poder lavar tus pies, esos que has ensuciado mientras caminabas conmigo!... Pero ¿dónde encontraré el agua viva con la que podré lavar tus pies? Si no tengo agua, tengo mis lágrimas. ¡Haz que, lavándote los pies con ellas, yo mismo me purifique! ¿Cómo lo haré para que puedas decir de mi: “Sus numerosos pecados le han sido perdonados, porque ha amado mucho”? Confieso que mi deuda es considerable y que se me ha “perdonado mucho”, a mi que he sido arrancado del ruido de las querellas de la plaza pública y de las responsabilidades del gobierno, para ser llamado al sacerdocio. Temo, por consiguiente, ser considerado como un ingrato si amo menos, siendo así que se me ha perdonado mucho.

    No puedo comparar a esta mujer con cualquiera otra, ya que, con justa razón, sido preferida al fariseo Simón que recibía al Señor a comer. Sin embargo, ella enseña, a todos los que quieren merecer el perdón, que es besando los pies de Cristo y lavándolos con sus lágrimas, enjugándolos con sus cabellos, y ungiéndolos con perfume, la manera de obtenerlo... Si no podemos igualarla, el Señor Jesús sabe venir en ayuda de los débiles. Allí donde nadie sabe preparar una comida, llevar un perfume, traer consigo una fuente de agua viva (Jn 4,10), viene Él mismo.


San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia. La Penitencia, II, 8; SC 179

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