martes, 10 de enero de 2012

A LOS PIES DE LA CRUZ


Cuando consideramos que nuestra existencia es un camino en el que debemos buscar la verdad para vivirla, no podemos dejar de lado todo aquello que nos duele, y conformarnos con apegar nuestra voluntad sólo a esos acontecimientos que nos ofrecen un placer momentáneo, un bienestar pasajero… Los planes de Dios para el hombre son tan inmensos, que si no intentamos despegar nuestros párpados, que si no nos atrevemos a teñir nuestra mirada de visión sobrenatural, podemos correr el riesgo de no percibir con claridad las maravillas que Dios mismo nos ha regalado en la Encarnación de su propio Hijo.
 
En el querer de los seres humanos no encuentra fácil acomodo el sufrimiento ni el sacrificio ni la generosidad, aunque todos podemos comprobar cómo a nuestro lado hay personas que padecen, que se entregan a su familia, a su trabajo, que se desgastan por nosotros sin llamar la atención, sin gritar, sin vociferar, y que todo esto lo hacen con una dedicación que no puede provenir sino del amor, de un Amor verdadero, desinteresado, cuya raíz es tan profunda que traspasa la tierra y se hunde en el cielo.
 
A lo largo de su propia vida, Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo, no hizo otra cosa que ponerse en las manos del Padre, no deseó otra cosa que cumplir Su voluntad. Para ello su tarea fue tan sencilla como generosa: buscar en todo el querer de Dios y, una vez hallado, no sólo llevarlo a la práctica, realizarlo, sino amarlo con todas sus fuerzas, con todo su corazón, con toda su alma. Porque Jesús de Nazaret es la revelación misma de un don de Dios tan grande que podemos sentir y vivir cada uno de nosotros: Jesús se sabe Hijo de Dios, y nos regala a ti y a mí esa filiación, nos injerta, por su cumplir y amar hasta el extremo la voluntad de su Padre, en una vida plena, en una vida fecunda sostenida y amplificada por la acción del Espíritu Santo.
 
Es desde esta perspectiva, desde donde hemos de intentar aunar el querer de los hombres con la voluntad de Dios, sabiendo que en ese ejercicio de implicación mutua el ser humano no pierde un ápice de su libertad, reconociendo que en esa unión somos nosotros mismos los que obtenemos un bien mayor, porque nuestras debilidades, nuestras flaquezas y nuestras miserias se verán acompañadas de una fuerza superior que no reside en nuestras propias virtudes, sino en la generosidad divina que pondrá luz donde sólo había oscuridad, que nos hará seguir luchando allí donde antes todo parecía desplomarse. Ésa es la ejemplaridad de la vida de Jesús, que no necesita ir al desierto para padecer tentación, que no necesita ser injuriado y azotado para sentir dolor, que no cae una y otra y otra vez con su cruz –cargada con nuestras faltas de amor- para compadecer… Pero en los planes de Dios Padre no estaba quitarle ni el más mínimo sufrimiento, porque en su providencia había confiado la Redención de los hombres a la fidelidad de su Hijo.
 
Al ver a Jesús crucificado en lo alto del Gólgota no podemos sino caer en silencio, aún más, caer de rodillas... La contemplación de la muerte de Cristo mueve las entrañas de los hombres y de Dios mismo. Las de los hombres porque no entienden, porque no queremos entender que la vida del Nazareno pueda tener un final así, tan trágico: un final descabellado para una vida edificada sobre el Amor. Ningún ser humano puede concebir tanto dolor… Es tan grande que no podemos soportar seguir mirando, es tan profundo que rebosa nuestros corazones empequeñecidos por el egoísmo y la tibieza. Tan sólo una mirada sigue fija en la cruz, la mirada de su madre, de nuestra madre la Virgen María, porque tiene un corazón tan puro, tan lleno de amor a la voluntad de Dios, que, una vez más, sabe guardar silenciosamente tanta pena y seguir pronunciando un fiat tan generoso como el de la Anunciación. A nosotros, el momento de la muerte nos sobrepasa siempre, se nos escapa de las manos, no sabemos cómo afrontarlo, si no nos ponemos, como la Virgen Madre, en las manos del Padre.
 
Pero las entrañas de Dios también se desgarran, como el velo del templo: es el Hijo quien da cumplimiento a la voluntad del Padre, poniendo su vida y su muerte a disposición, haciendo de su entrega absoluta redención plena. No caben medias tintas, no vale mirar para otro lado cuando lo que está en juego es la salvación de los hombres. En las mismas entrañas de Dios están nuestros pecados, y remediar ese dolor está a nuestro alcance: con la ayuda de la gracia todo cambia, sólo tenemos que dejar que el Espíritu actúe en nosotros. Si abrimos nuestro corazón al Amor, Él se encargará de limpiar nuestras heridas, nos devolverá la luz, nos arrancará de las tinieblas y la muerte. Los brazos del Crucifijo nos acogen si hacemos propósito de enmendar aquello que nos separa de Dios: la mayoría de las veces no serán grandes faltas, pero en otras ocasiones deberemos enmendar nuestra poca correspondencia, nuestra falta de gratitud, nuestro amor propio que casi siempre prefiere el querer humano a la voluntad divina.
 
La vida de Jesús, y aún más su Pasión, es divina y humana, no sólo por la condición de Cristo, sino porque interpela a Dios y a los hombres. La naturaleza divina es más sublime porque padece, porque no es impasible, porque siente el dolor del pecado de los hombres, y porque con su morir nos regala la dulzura del perdón. No podemos olvidar la gracia del perdón: nuestro enemigo saca gran provecho de este olvido, porque nos aleja de la reconciliación, porque nos mete en el corazón el deseo de rebelión, de autoafirmación y con ello nos hace vivir fuera de la casa del Padre. Todos tenemos algo de ‘hijo pródigo’, sobre todo cuando nos empeñamos en no reconocer nuestras culpas, cuando nos obstinamos en querer tener siempre la razón, cuando apedreamos a los demás con nuestra soberbia y exigimos a los que nos rodean que acaten nuestra propia voluntad. El diablo quiere que perdamos de nuestra alma la sed de Dios, y por eso pretende emborracharnos con dinero, poder y tantas otras cosas que nos prometen aquello que no pueden darnos…
 
Es difícil aceptar la muerte como un acto natural de la vida, pero la muerte de Cristo no es algo ‘natural’, sino que viene de una condena: es una ejecución. Sólo el corazón desgarrado de Dios puede transformar un acto atroz  en un misterio sobrenatural. Jesús está al servicio de una vida que sobrepasa los planes de los hombres y que se funda en la providencia.
 
La cruz, porque el Nazareno muere en ella, se convierte en el eje del mundo, de la historia, del hombre, gracias a un Cristo encarnado, mutilado e inmolado, y, ahora, ante nuestros ojos, muerto. Nuestra cobardía y nuestro acomodo, nuestro egoísmo y nuestra debilidad, también matan a Cristo y nos llevan a la desesperanza. Pero cuando parece que todo acaba para los hombres, todo comienza para Dios.
 
Sólo nos queda adorar la cruz, hacer de esa adoración una forma cotidiana de vida, para así poder ver más allá de la agonía, para así poder vencer la tentación. Ver a Cristo muerto es una de las mayores tentaciones que el diablo nos presenta. Por el miedo quiere hacernos dudar; por el dolor pretende que rechacemos la profundidad del amor de Dios; por el sufrimiento nos quiere hacer huir del escenario del dolor y dejar a Jesús completamente solo; por el sentimiento de soledad quiere que olvidemos la Alianza.
 
Por eso Jesús nos enseña a rezar no nos dejes caer en la tentación... porque vencerla es madurar la fe, como acto de entrega confiada, incluso cuando no entendemos el sentido de los acontecimientos; porque vencerla es mantener la esperanza, es mantenernos firmes, como María y Juan, a los pies de la cruz; porque vencer la tentación es contemplar la caridad de Cristo, que mana de su cuerpo como su sangre, en señal de amor al hombre y de fidelidad al Padre: hágase tu voluntad...
 
El Cuerpo y la Sangre de Cristo se alzan en la cruz, como si la crucifixión fuera una hostia consagrada por el Espíritu de Dios para la iglesia universal. Danos hoy nuestro pan de cada día… Y en esa forma pura, la muerte de Jesús está llena de perdón y de vida, una vida eterna capaz de perdonar nuestras ofensas. Dios Padre consagra una eucaristía en la que, a través del sufrimiento nos enseña las bondades de la gracia y la fuerza del amor.
 
Así, la muerte en la cruz es la imagen del mandamiento nuevo, y tiene que ser tan sobrecogedora para que se cure nuestra falta de fe: líbranos del mal… ilumínanos Señor, y muéstranos tu cruz como la única fuente de vida.

Autor: Ricardo Piñero Mora (Universidad de Salamanca) Arvo.net,07/02/2008

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