Evangelio según San Juan 14,23-29
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que ustedes están oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les recuerde todo lo que les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy; no la doy como la da el mundo. Que no tiemble su corazón ni se acobarde. Me han oído decir: ‘Me voy y volveré a ustedes’. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Les he dicho esto, antes de que suceda, para que cuando suceda, entonces crean”».
En muchos lugares del mundo, el mes de mayo es el mes de María. Tiempo de novenas, oraciones y procesiones en honor de la Virgen que dan muestra del amor filial a la Madre de Jesús y Madre nuestra. Este primer Domingo de mayo, el Señor Jesús nos regala unas palabras en las que se dibuja un “retrato espiritual” implícito de nuestra querida Madre: «El que me ama guardará mi palabra». ¿En quién podemos ver realizada de modo más perfecto estas palabras del Salvador? ¿En quién podemos pensar si no es en María como la primera en la que se cumple esta promesa del Señor: «Vendremos a él y haremos morada en él»?
El Corazón Inmaculado de Santa María es tierna morada de la Santísima Trinidad. A Ella se acercó el ángel y le trajo la Buena Nueva del Padre. Ella escuchó la palabra, la llevó a su Corazón y porque tenía fe y amaba profundamente a su Señor pronunció ese «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) que cambió la historia de la humanidad entera. En su seno se hizo carne, por obra del Espíritu Santo, la Palabra misma del Padre. ¿Podemos pensar en una realización más alta y grandiosa de ese «hacer morada» que la conmovedora humildad de la Encarnación de Dios mismo? En ese momento Dios habitó en el seno de una Mujer: «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria» (Jn 1,14).
El corazón de la joven Virgen de Nazaret no tembló ni se acobardó. Su fe era firme como la roca. Creyó en lo que Dios le pedía aunque tal vez no entendía ni podía calcular los alcances de lo que le pedía. Su amor por Dios estuvo por encima de todo, y así lo confirmó durante toda su vida. Por ello las hijas e hijos de la Iglesia hemos visto siempre en María a la primera y más perfecta discípula de Jesús, a aquella que supo ser coherente poniendo en práctica las enseñanzas de su Hijo. En María vemos realizada la promesa de Jesús. Por todo ello María es ejemplo y aliento para nuestra vida cristiana.
maria
Si amamos a Jesús, guardemos su palabra. ¿Qué significa esto? De manera muy general, significa ser coherentes con la fe que profesamos, hacer vida aquello que creemos. Ese horizonte se hace concreto y cotidiano en obras, que muchas veces pueden ser muy pequeñas pero no por ello dejan de ser importantes o valiosas. «La prueba del amor está en las obras: el amor a Dios nunca es ocioso» nos enseña San Gregorio. ¿Cuántas ocasiones tenemos cada día para poner por obra nuestro amor a Dios? O si queremos verlo de otro modo, ¿no crece el amor cuando se comunica? ¿No se acrisola y se purifica cuando se concreta en opciones y hechos que encarnan su autenticidad? Ciertamente sí, y de ello nos da muestra Santa María con toda su vida.
Meditemos y procuremos interiorizar estas palabras que Jesús nos dirige: «Si me amas y guardas mi palabra, mi Padre te amará y vendremos a ti y haremos morada en ti». El Creador del universo que apenas conocemos, Aquel de quien nos habla la belleza de una flor, el estruendo del trueno o el silencio y la majestuosidad de las montañas, viene a nosotros y quiere habitar en la pequeñez de nuestro corazón. Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, viene y nos invita a participar de la comunión plena del amor. ¿Cómo puede ser esto? Miremos a María, nuestra Madre, y aprendamos de su humildad y pureza que son los ojos para poder ver a Dios. Miremos su Corazón coronado por el fuego vivo del Espíritu Santo y pidámosle que nos obtenga la presencia del Defensor que nos enseña y recuerda todo lo que Jesús nos enseñó.
Ante la magnitud del amor de Dios podríamos asustarnos, o sentirnos desconcertados o perdidos. «Que no tiemble su corazón ni se acobarde», nos dice Jesús. Y nos envía al Espíritu Santo. Él nos permite abrazar la infinitud del amor divino y experimentar esa paz que promete Jesús. Sin el Espíritu estaríamos perdidos y zarandeados por el viento y las olas, como una barquita en la inmensidad del océano. Con Él podemos avanzar confiados.
Autor: P. Juan José Paniagua
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