viernes, 8 de abril de 2016

Este es el resumen de la Exhortación Apostólica Amoris’ Laetitia’ del Papa Francisco




El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. « De acuerdo con el carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida.

Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que reza unida permanece unida».

La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar.

Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que establecer en las diócesis». Al mismo tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es grave».


A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad».

En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia […] Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el “matrimonio” entre personas del mismo sexo».

Capítulo séptimo: La educación de los hijos

Los padres siempre inciden en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función inevitable y la realicen de un modo consciente, entusiasta, razonable y apropiado.

Aunque los padres necesitan de la escuela para asegurar una instrucción básica de sus hijos, nunca pueden delegar completamente su formación moral. El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos desconfianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan muchas dificultades en su maduración. Esa ausencia, ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que reciba por una mala acción.

La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales.

Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a las conductas antisociales agresivas— pueden cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón y repare el daño realizado a los demás.

El encuentro educativo entre padres e hijos puede ser facilitado o perjudicado por las tecnologías de la comunicación y la distracción, cada vez más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas pueden ser útiles para conectar a los miembros de la familia a pesar de la distancia. Los contactos pueden ser frecuentes y ayudar a resolver dificultades. Pero debe quedar claro que no sustituyen ni reemplazan la necesidad del diálogo más personal y profundo que requiere del contacto físico, o al menos de la voz de la otra persona.

El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad de «una positiva y prudente educación sexual» que llegue a los niños y adolescentes «conforme avanza su edad» y «teniendo en cuenta el progreso de la psicología, la pedagogía y la didáctica». Deberíamos preguntarnos si nuestras instituciones educativas han asumido este desafío. Es difícil pensar la educación sexual en una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo podría entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación mutua. De esa manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente empobrecido, sino iluminado.

Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros.

Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar de la acogida. Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes límites.

La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir. Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo.

Capítulo octavo: Acompañar, discernir e integrar la fragilidad

Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita». Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren. Obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión. Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento del pastor.

Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares, que debería reconocer que, puesto que «el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos», las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas. Los presbíteros tienen la tarea de « acompañar a las personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo.

Capítulo noveno: espiritualidad matrimonial y familiar

La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia « a la vez lo humano y lo divino », porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino.

Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más pleno.

La oración en familia es un medio privilegiado para expresar y fortalecer esta fe pascual. Se pueden encontrar unos minutos cada día para estar unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias por la vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con su manto de madre. Con palabras sencillas, ese momento de oración puede hacer muchísimo bien a la familia. Las diversas expresiones de la piedad popular son un tesoro de espiritualidad para muchas familias. El camino comunitario de oración alcanza su culminación participando juntos de la Eucaristía, especialmente en medio del reposo dominical. Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la cena eucarística (Ap 3,20).

Autor: http://www.actuall.com/


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