Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone
una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida
cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi,
et semitas tuas edoce me (Ps XXIV, 4.); Señor, indícame tus caminos, enséñame
tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para
que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad
(Cfr. Mt XXII, 37; Mc XII, 30; Lc X, 27.).
Me figuro que vosotros, como yo, al
pensar en las circunstancias que han acompañado vuestra decisión de esforzaros
por vivir enteramente la fe, daréis muchas gracias al Señor, tendréis el
convencimiento sincero –sin falsas humildades– de que no hay mérito alguno por
nuestra parte. Ordinariamente aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de
los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros,
conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo. (Es Cristo que pasa, 1)
(San Josemaría.)
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