Os aconsejo que repitáis —¡saboreándolas!— muchas comuniones
espirituales. Rezad con frecuencia durante estas semanas —también yo procuro
meterlo en mi alma— el veni, Domine Iesu! —¡ven, Señor Jesús!— que la Iglesia
repite insistentemente. Decidlo, no sólo como preparación para la Navidad, sino
también para la Comunión de cada día. De este modo, nos resultará más fácil
descubrir lo que no va en nuestra lucha cotidiana y, con la gracia de Dios y
nuestro esfuerzo, lo quitaremos. No me olvidéis que nuestra entrega bien
vivida, con fidelidad constante, es la mejor preparación para ese encuentro con
Cristo en la Navidad y en la Sagrada Eucaristía.
Veni, Domine, et noli tardare!, ven, Señor, y no tardes. A
medida que transcurren las semanas, el grito de la Iglesia —el tuyo y el mío—
sube al Cielo más apremiante. Relaxa facinora plebi tuae!, ¡destruye las
ataduras —los pecados— de tu pueblo! No podemos limitarnos a implorar el perdón
por las miserias nuestras: también hemos de suplicarlo por los pecados de los
demás. Jesús, hijas e hijos míos, ha venido al mundo para redimir a toda la
humanidad. También ahora desea introducirse en el corazón de todas las
personas, sin excepción alguna.
Adviento significa expectación; y cuanto más se avecina el
acontecimiento esperado, mayor es el afán por contemplarlo realizado. Nosotros,
junto a tantos otros cristianos, deseamos que Dios ponga punto final a la dura
prueba que aflige a la Iglesia, ya desde hace muchos años. Anhelamos que este
largo adviento llegue finalmente a su término: que las almas se muevan a
contrición verdadera; que el Señor se haga presente más intensamente en los
miembros de su amada Esposa, la Iglesia Santa. Lo deseamos y lo pedimos con
toda el alma: magis quam custodes auroram[6], más que el centinela la aurora,
ansiamos que la noche se transforme en pleno día.
¡Qué buen tiempo, hijos, es este Adviento para intensificar
nuestra petición por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores, por los
obispos, por los sacerdotes y por los seglares, por las religiosas y los
religiosos, por todo el Pueblo santo de Dios! Y es oración, no sólo la plegaria
que sale de los labios o la que formulamos con la mente, sino la vida entera,
cuando se gasta en el servicio del Señor. Os lo recuerdo con unas palabras que
nuestro Fundador nos dirigía en el comienzo de un nuevo año litúrgico: «Hemos
de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con
naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que
alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras que hay alrededor. Con la
sal de nuestra dedicación a Dios, con el fuego que Cristo trajo a la tierra,
sembraremos la fe, la esperanza y el amor por todas partes: seremos
corredentores, y las tinieblas se cambiarán en día claro»[7].
Seguid pidiendo con fe, bien unidos a mis intenciones y
segurísimos de la eficacia infalible de esta oración. El Señor escuchó a
nuestro Padre cuando le rogaba —¡sólo Él sabe con qué ardor e intensidad!— por
lo que llevaba en su alma, y ha oído —no me cabe la menor duda— las incesantes
plegarias que en todos los rincones del mundo se elevaron al Cielo unidas a la
intención de su Misa. Pero, hijas e hijos míos, con la fuerza que me viene de
haber ocupado su puesto, os insisto: ¡uníos a mi oración!, y hasta me atrevo a
pediros que gastéis vuestra vida en este empeño. Sí, lo repito a tu oído:
debemos rezar más, porque no conocemos la medida de oración establecida por
Dios —en su justísima y admirable Providencia— antes de concedernos los dones
que esperamos. Simultáneamente, una cosa es ciertísima: la oración humilde, confiada
y perseverante es siempre escuchada. Un fruto de esta plegaria nuestra, más
intensa durante el Adviento, es comprender que podemos, que debemos rezar más.
¡No desfallezcamos!
Como la Prelatura es parte integrante de la Iglesia,
pediremos también por el Opus Dei, instrumento del que Dios quiere servirse
para extender su reinado de paz y de amor entre los hombres. También la Obra
vive constantemente su adviento, su expectación gozosa del cumplimiento de la
Voluntad de Dios. ¡Son tantos los panoramas apostólicos que el Señor nos pone
delante!: comienzo de nuevas labores apostólicas, consolidación —en extensión y
en profundidad— de las que ya se realizan en tantos lugares; nuevas metas en
nuestro servicio a la Iglesia y a las almas... Y, por encima de todo, el Señor
quiere la fidelidad de mis hijos: la lealtad inquebrantable de cada uno a la
llamada divina, a sus requerimientos, a esta gracia inefable de la vocación con
la que ha querido sellar nuestras vidas para siempre.
Beato Álvaro López del Portillo (Texto del 1 de diciembre de
1986, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico",
Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 50-55).
[1] Domingo
IV de Adviento (Ant. ad Invitatorium).
[2] N. ed.
Lo mismo cabe afirmar de la vocación cristiana en general. Estas
consideraciones de don Álvaro son aplicables a todos los bautizados.
[3] San
Josemaría, Notas de una reunión familiar, 23-XI-1966 (AGP, biblioteca, P01,
1977, p. 1233).
[4] Ibid.
[5] San
Josemaría, Forja, n. 548.
[6] Sal 129,
6.
[7] San
Josemaría, Notas de una meditación, 3-XII-1961 (AGP, biblioteca, P01, XII-1964,
p.62).
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