domingo, 5 de mayo de 2013

¿Por qué Dios permite el mal?





Dificultades para aceptar la providencia

1. La realidad del mal y del sufrimiento presentes bajo tantas formas en la vida humana, constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y del sufrimiento presentes en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos radical y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en tantos interrogantes críticos que el hombre plantea a Dios. La duda, la pregunta e incluso la protesta nacen de la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la realidad del mal y del sufrimiento experimentado en formas diversas por los hombres.

Pues bien, el sufrimiento entra de lleno en el ámbito de las cosas que Dios quiere decir a la humanidad. Ha habldo de ello «muchas veces... por ministerio de los profetas... últimamente... nos habló por su Hijo» (Heb, 1, 1). Podemos decir que la visión de la realidad del mal y del sufrimiento está presente con toda su plenitud en las páginas de la Sagrada Escritura. Podemos afirmar que la Biblia es, ante todo, un gran libro sobre el sufrimiento, que lo presenta en el contexto de la autorrevelación de Dios y en el contexto del Evangelio; o sea, de la Buena Nueva de la salvación. Por eso el único método adecuado para encontrar una respuesta al interrogante sobre el mal y el sufrimiento en el mundo es buscar en el contexto de la revelación que nos ofrece la Palabra de Dios.


Mal físico y mal moral

2. El mal es en sí mismo multiforme. Generalmente se distinguen el mal en sentido físico del mal en sentido moral. El mal moral se distingue del físico sobre todo por comportar culpabilidad, por depender de la libre voluntad del hombre y es siempre un mal de naturaleza espiritual. Se distingue del mal físico, porque este último no incluye necesariamente y de modo directo la voluntad del hombre, aunque esto no significa que no pueda estar causado también por el hombre y ser efecto de su culpa. El mal físico causado por el hombre, a veces sólo por ignorancia o falta de cautela, a veces por descuido de las precauciones oportunas o incluso por acciones inoportunas y dañosas, presenta muchas formas. Pero existen en el mundo muchos casos de mal físico que suceden independientemente del hombre. Baste recordar, por ejemplo, los desastres o calamidades naturales, al igual que todas las formas de disminución física o de enfermedades somáticas o psíquicas, de las que el hombre no es culpable.

3. El sufrimiento nace en el hombre de la experiencia de estas múltiples formas del mal. En cierto modo, el sufrimiento puede darse también en los animales, en cuanto que son seres dotados de sentidos y de relativa sensibilidad, pero en el hombre el sufrimiento alcanza la dimensión propia de las facultades espirituales que posee. Puede decirse que en el hombre se interioriza el sufrimiento, se hace consciente y se experimenta en toda la dimensión de su ser y de sus capacidades de acción y reacción, de receptividad y rechazo; es una experiencia terrible, ante la cual, especialmente cuando es sin culpa, el hombre plantea aquellos difíciles, atormentados y dramáticos interrogantes, que constituyen a veces una denuncia, otras un desafío, o un grito de rechazo de Dios y de su Providencia. Son preguntas y problemas que se pueden resumir así: ¿cómo conciliar el mal y el sufrimiento con la solicitud paterna, llena de amor, que Jesucristo atribuye a Dios en el Evangelio? ¿Cómo conciliarlo con la trascendente sabiduría del Creador? Y de una manera aún más dialéctica: ¿podemos de cara a toda la experiencia del mal que hay en el mundo, especialmente de cara al sufrimiento de los inocentes, decir que Dios no quiere el mal? Y si lo quiere, ¿cómo podemos creer que «Dios es amor», siendo así, además, que este amor no puede no ser omnipotente?


Certeza de que Dios es bueno

4. Ante estas preguntas, nosotros también como Job, sentimos qué difícil es dar una respuesta. La buscamos no en nosotros, sino, con humildad y confianza, en la Palabra de Dios. En el Antiguo Testamento encontramos ya la afirmación vibrante y significativa: «... pero la maldad no triunfa de la sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad» (Sab 7, 30-8, l). Frente a las multiformes experiencias del mal y del sufrimiento en el mundo, ya el Antiguo Testamento testimoniaba el primado de la Sabiduría y de la bondad de Dios, de su Providencia Divina. Esta actitud se perfila y desarrolla en el Libro de Job, que se dedica enteramente al tema del mal y del dolor vistos como una prueba a veces tremenda para el gusto, pero superada con la certeza, laboriosamente alcanzada, de que Dios es bueno.

En este texto captamos la conciencia del límite y de la caducidad de las cosas creadas, por la cual algunas formas de «mal» físico (debidas a falta o limitación del bien) pertenecen a la propia estructura de los seres creados, que, por su misma naturaleza, son contingentes y pasajeros, y por tanto corruptibles. Sabemos además que los seres materiales están en estrecha relación de interdependencia, según lo expresa el antiguo axioma: «La muerte de uno es la vida del otro» («corruptio unius est generatio alterius»). Así pues, en cierta medida, también la muerte sirve a la vida. Esta ley concierne también al hombre como ser animal al mismo tiempo que espiritual, mortal e inmortal. A este propósito, las palabras de San Pablo descubren, sin embargo, horizontes muy amplios: «... mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). Y también: «Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2 Cor 4, 17).

5. La afirmación de la Sagrada Escritura: «la maldad no triunfa de la Sabiduría» (Sab 7, 30) refuerza nuestra convicción de que, en el plano providencial del Creador respecto al mundo, el mal en definitiva está subordinado al bien. Además, en el contexto de la verdad integral sobre la Providencia Divina, nos ayuda a comprender mejor las dos afirmaciones: «Dios no quiere el mal como tal» y «Dios permite el mal». A propósito de la primera es oportuno recordar las palabras del Libro de la Sabiduría: «... Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues El creó todas las cosas para la existencia» (Sab 1, 13-14). En cuanto a la permisión del mal en el orden físico, por ejemplo, de cara al hecho de que los seres materiales (entre ellos también el cuerpo humano) sean corruptibles y sufran la muerte, es necesario decir que ello pertenece a la estructura misma de estas criaturas. Por otra parte, sería difícilmente pensable, en el estado actual del mundo material, el ilimitado subsistir de todo ser corporal individual. Podemos, pues, comprender que, si «Dios no ha creado la muerte», según afirma el Libro de la Sabiduría, sin embargo la permite con miras al bien global del cosmos material.


El gran valor de la libertad

7. Pero si se trata del mal moral, esto es, del pecado y de la culpa en sus diversas formas y consecuencias, incluso en el orden físico, este mal decidida y absolutamente Dios no lo quiere. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios. Si este mal está presente en la historia del hombre y del mundo, y a veces de forma totalmente opresiva, si en cierto sentido tiene su propia historia, esto sólo está permitido por la Divina Providencia, porque Dios quiere que en el mundo creado haya libertad. La existencia de la libertad creada (y por consiguiente del hombre, e incluso la existencia de los espíritus puros como los ángeles, de los que hablaremos en otra ocasión) es indispensable para aquella plenitud de la creación, que responde al plan eterno de Dios (como hemos dicho ya en una de las anteriores catequesis).

La Providencia es una presencia eterna en la historia del hombre: de cada uno y de las comunidades. La historia de las naciones y de todo el género humano se desarrolla bajo el «ojo» de Dios y bajo su omnipotente acción. Si todo lo creado es «custodiado» y gobernado por la Providencia, la autoridad de Dios, llena de paternal solicitud, comporta, en relación a los seres racionales y libres, el pleno respeto a la libertad, que es expresión en el mundo creado de la imagen y semejanza con el mismo Ser divino, con la misma Libertad divina.

El respeto de la libertad creada es tan esencial que Dios permite en su Providencia incluso el pecado del hombre (y del ángel). La criatura racional, excelsa entre todas, pero siempre limitada e imperfecta, puede hacer mal uso de la libertad, la puede emplear contra Dios, su Creador. Es un tema que turba la mente humana, sobre el cual el libro del Sirácida reflexionó ya con palabras muy profundas» (Audiencia general, 21-V-1986, 7 y 8)].

Hacia la luz definitiva

A causa de aquella plenitud del bien que Dios quiere realizar en la creación, la existencia de los seres libres es para él un valor más importante y fundamental que el hecho de que aquellos seres abusen de la propia libertad contra el Creador y que, por eso, la libertad pueda llevar al mal moral. Indudablemente es grande la luz que recibimos de la razón y de la revelación en relación con el misterio de la Divina Providencia que, aun no queriendo el mal, lo tolera en vista de un bien mayor. La luz definitiva, sin embargo, sólo nos puede venir de la cruz victoriosa de Cristo. A ella dedicaremos nuestra atención en la siguiente catequesis.

Audiencia general (4-VI-1986)

Autor: S.S. Juan Pablo II 

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