viernes, 25 de noviembre de 2016
Adviento
El tiempo de Adviento nos introduce en un nuevo año litúrgico. Las lecturas de la Palabra de Dios nos invitan a la conversión personal y comunitaria para celebrar con gozo desbordante la primera venida del Señor, con la mirada puesta en su última venida al fin de los tiempos. Dios nos brinda así una nueva oportunidad para que vivamos cada instante de la vida con la clara conciencia de que todo es regalo de su infinita bondad y para que acojamos a su Hijo con total responsabilidad.
Para acoger el gran regalo que el Padre nos hace enviando a su Hijo al mundo, hemos de permanecer vigilantes y atentos para hacer frente al sueño, al cansancio y a la rutina de nuestras prácticas religiosas. Todos hemos de reflexionar sobre la autenticidad de nuestra fe para descubrir si ésta nos ayuda a adentrarnos en la contemplación del misterio del amor del Padre que nos regala a su Hijo para mostrarnos su amor y para ofrecernos su salvación.
La gran verdad de la religión cristiana consiste en que Dios, por amor al hombre, viene al mundo para compartir nuestra condición humano en todo menos en el pecado. La constatación y reconocimiento de nuestros pecados y miserias nos ayudará a descubrir que el Padre, por medio de Jesús, no sólo nos traza el camino a seguir, sino que nos acompaña en el recorrido del mismo. Cuando acogemos a Jesucristo como el único Señor y Salvador de nuestras vidas, podemos experimentar que Dios, al hacerse hombre, quiere compartir nuestras pobrezas para colmarnos de sus riquezas.
Frente al activismo y a las prisas, que afectan a tantos hombres y mujeres en nuestros días, Dios nos invita a “ser” antes que a “hacer”, a descubrir nuestra identidad antes que a comprometernos en la realización de muchas actividades. La principal tarea de todo ser humano consiste en el descubrimiento de lo que le constituye como persona creada a imagen y semejanza de Dios. Este conocimiento de la identidad personal resultará imposible realizarlo, si no permanecemos atentos a la voz de Dios y a las necesidades de nuestros semejantes. Sólo la apertura a Dios y a los hermanos nos permite crecer como personas y establecer relaciones de fraternidad con todos los hombres.
Esto nos obliga a pararnos y a preguntarnos cómo estamos viviendo la invitación de Dios a ser sus hijos y a crecer como comunidad de hermanos. En el horizonte de nuestro ser y de nuestro quehacer debe estar siempre Dios, que es comunidad de personas y quiere hacernos partícipes de su vida y de su amistad. Así mismo, han de estar también los otros, con quienes hemos de tejer relaciones de justicia, verdad y solidaridad para llegar juntos a la meta.
Autor: Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
Tomado de: revista ecclesia
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