lunes, 4 de febrero de 2013

Comparar





El Santo pone a la humildad, como raiz y madre de todas las virtudes. La humildad lleva al hombre a conocerse a sí mismo y a Dios. Al igual que el fuego reduce a cenizas y baja las cosas altas, la humildad obliga al soberbio a plegarse y a humillarse, repitiendo las palabras del libro de Génesis: "Eres polvo y al polvo volverás" (3,19).

El verdadero humilde se considera un gusano, un hijo de gusano y podredumbre. El desprecio de sí (contemptus sui) es la principal virtud del hombre justo, con la cual él como lombriz de tierra se contrae y se alarga para alcanzar los bienes celestiales. La soberbia es el más grave pecado ante Dios y la humildad la más noble de las virtudes. Ésta soporta con modestia las cosas innobles y deshonestas y es ayudada por la gracia divina.

La humildad está comparada a una flor, porque como una flor posee la belleza del color, la suavidad del perfume y la esperanza del fruto. "Cuando veo una flor - observa San Antonio - espero en el fruto, así como cuando veo un humilde, yo espero en su beatitud celestial".

El Santo coloca en el corazón la sede de la virtud de la humildad. Del mismo modo en que el corazón regula la vida del cuerpo, la humildad preside la vida del alma. Igual que el corazón es el primer órgano que vive y el último que abandona la existencia, así la virtud de la humildad muere junto a él. Si el músculo cardíaco no puede soportar ni un dolor ni una grave enfermedad para no comprometer la vida de los demás órganos, la virtud de la humildad no puede ni lamentarse de las ofensas recibidas ni molestarse por el bienestar de demás, porque si ésta falta se arruina el edificio de las demás virtudes.

El avance del hombre en el camino de la perfeccion es proporcionado a su humillacion, ya que cada hombre que se enaltece sera humillado y quien se humilla sera enaltecido. En Antonio está viva la preocupación de "empequeñecerse", de poner a la sombra sus méritos y sacar a la luz sus defectos, por precaver cualquier ataque de soberbia.

"Tú, ceniza y polvo, ¿De qué te vanaglorias? ¿De la santidad de la vida? Pero es el espíritu el que santifica; no el tuyo, sino el de Dios. ¿Quizás te infunde placer el elogio que el pueblo reserva a tus discursos? Pero es el Señor quien concede el don de la elocuencia y la sabiduría. ¿Qué cosa es tu lengua, si no una pluma en manos de un escribano?". Si un adulador te dice: "Eres experto y sabes muchas cosas", es como si te dijera: "Eres un endemoniado" (los griegos llaman daimonion a un profundo conocedor de las cosas). Tú debes responderles con Cristo: "No estoy endemoniado", porque de mí mismo no sé nada y nada bueno hay en mí; glorifico a mi Dios, le atribuyo todas las cosas y le doy gloria. Él es el principio de toda sabiduría y de toda ciencia". El hombre virtuoso "junto con las cosas bellas que hace, considera los defectos para su humillación; y el no saber vencerlos, a pesar de su pequeñez, es para él un continuo reproche para vivir en la humildad".

Autor: San Antonio de Padua



Oración a San Antonio

Oh San Antonio, cándida y suave azucena de virginidad, gema preciosa de pobreza, ejemplo de abstinencia, espejo limpio de pureza, espléndida estrella de santidad, resplandor del Paraíso, columna de la Santa Iglesia, predicador de la Gracia, exterminador de vicios, sembrador de virtud, consolador de los afligidos, llama ardiente de la divina caridad y de puro amor, fúlgida luz de España e Italia, émulo del seráfico padre San Francesco, amante de la paz y la unidad, despreciador de la vanidad mundana, lumbre de la santa fe católica, mártir de deseo, glorioso triunfador de los herejes, gran operador de milagros, refugio seguro de todos los que recurren a ti: tú has merecido abrazar entre tus santos brazos al Hijo del Altisimo; con tus ardientes sermones has encendido en la mente de los pecadores la llama de la divina caridad. Por tanto yo, miserable pecador, te ruego humildemente acogerme bajo tu potente protección, conseguir la verdadera contrición de mis pecados, el humilde conocimiento de mi miseria, el regalo de llorar mis culpas, el gusto y el fervor del ruego, la firme resistencia al mal y el don de la contemplación de Dios, Belleza y Bondad infinita. Y siendo tú llama ardiente del divino amor, enciende mi corazón tibio y frío con el fuego de la divina caridad tanto de hacerme siempre despreciar a mi mismo, el mundo, la carne y el demonio y hazme avanzar de virtud en virtud para que, viviendo en constante fervor y muriendo de la muerte de los Santos, méritos, para tu patrocinio, de ser asociado a ellos en la gloria celeste. Amén.


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