¿Quién
hay –por desastrado que sea– que cuando pide a una persona de prestigio no
lleva pensado cómo lo ha de para contentarle y no serle desabrido, y qué le ha
de pedir, y para qué ha menester lo que le ha de dar, en especial si pide cosa
señalada, como nos enseña que pidamos nuestro buen Jesús? Cosa me parece para
notar mucho. ¿No hubiérais podido, Señor mío, concluir con una palabra y decir:
«Dadnos, Padre, lo que nos conviene»? Pues, a quien tan bien entiende todo, no
parece era menester más.
¡Oh
sabiduría de los ángeles! Para vos y vuestro Padre esto bastaba (que así le
pedisteis en el huerto: mostrasteis vuestra voluntad y temor, mas dejástelo en
la suya): mas nos conocéis a nosotros, Señor mío, que no estamos tan rendidos
como lo estabais vos a la voluntad de vuestro Padre, y que era menester pedir
cosas señaladas para que nos detuviésemos un poco en mirar siquiera si nos está
bien lo que pedimos, y si no, que no lo pidamos. Porque, según somos, si no nos
dan lo que queremos –con este libre albedrío que tenemos–, no admitiremos lo
que el Señor nos diere, porque, aunque sea lo mejor, como no veamos luego el
dinero en la mano, nunca nos pensamos ver ricos.
Pues
dice el buen Jesús: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu
reino. Ahora mirad qué sabiduría tan grande de nuestro Maestro.
Considero yo aquí, y es bien que entendamos, qué pedimos en este reino. Mas
como vio su majestad que no podíamos santificar, ni alabar, ni engrandecer, ni
glorificar, ni ensalzar este nombre santo del Padre eterno –conforme a lo
poquito que podemos nosotros–, de manera que se hiciese como es razón, si no nos
proveía su majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno
junto a lo otro. Porque entendáis esto que pedimos, y lo que nos importa
pedirlo y hacer cuanto pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar,
quiero decir aquí lo que yo entiendo.
El
gran bien que hay en el reino del cielo –con otros muchos– es ya no tener
cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse
todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos que les viene de
ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre, y no le ofende
nadie, todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle,
ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá: aunque no
en esta perfección y en un ser, mas muy de otra manera le amaríamos si le
conociésemos.
Autor: Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la
Iglesia, Del libro Camino de Perfección. Cap. 51
ORACIÓN
DE SAN ALFONSO Mª LIGORIO
Oh,
Santa Teresa, Virgen seráfica, querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú quien
en la tierra ardió con un amor tan intenso hacia tu Dios y mi Dios y ahora
iluminas como una llama resplandeciente en el paraíso, obten para mi también,
te lo ruego, un destello de ese mismo fuego ardiente y santo que me ayude a
olvidar el mundo, las cosas creadas, aún yo mismo, porque tu ardiente deseo era
verle adorado por todos los hombres. Concédeme que todos mis pensamientos,
deseos y afectos sean dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios, la Bondad
suprema, aun estando en gozo o en dolor, porque El es digno de ser amado y
obedecido por siempre. obten para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con
Dios, que yo me llene de fuego, como tú, con el santo amor de Dios. Amén.
ORACIÓN
A SANTA TERESA DE JESÚS
Santa
Teresa, esposa virgen, especialmente amada del Crucificado, y doctora de la
Iglesia, alcánzame que a imitación tuya prefiera cumplir la voluntad y ganar la
amistad el Sumo Bien, antes que todos los goces de la tierra. Dame fortaleza
para seguir tu ejemplo de servir públicamente a Cristo con la perfección que Él
pide, a pesar de todas las contradicciones. Y que con tu auxilio pueda superar
las dificultades de esta vida y merecer el descanso sin fin del cielo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario