"Hice mal en abandonar a
mi padre que me quería tanto; derroché todos mis bienes llevando una mala vida;
estoy totalmente destrozado y muy sucio, ¿podrá reconocerme mi padre como su
hijo? Me echaré a sus pies, los regaré con mis lágrimas; le pediré que me trate
como a uno de sus jornaleros "... Su padre, que seguía llorando después de
su pérdida, viéndole venir de lejos, olvidó su edad avanzada, la mala vida de
este hijo y se echó a su cuello para abrazarlo. Este pobre hijo, totalmente
asombrado por el amor de su padre, exclama: "no merezco ser llamado hijo
tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. - no, no, hijo mío, exclama el
padre, todo está olvidado, pensemos sólo en regocijarnos.
Que le traigan el mejor vestido...; que se eche la casa por la ventana y alegrémonos; porque mi hijo estaba muerto y ha resucitado, estuvo perdido y lo hemos encontrado".
¡Bella imagen, hermanos míos, de la grandeza de la misericordia de Dios para los pecadores más miserables!... ¡Oh Dios mío, el pecado es algo horrible! ¿Cómo podemos cometerlo? Pero con todo lo miserables que somos, en cuanto tomamos la resolución de convertirnos, las entrañas de su misericordia se mueven a compasión. Este Salvador misericordioso corre, por su gracia, al encuentro de los pecadores, los abraza colmándolos de los consuelos más deliciosos... ¡Oh delicioso encuentro! ¡Qué felices seríamos si tuviéramos la dicha de comprenderlo! Pero por desgracia, no correspondemos a la gracia, y entonces, estos momentos felices desaparecen.
Jesucristo le dice al pecador por boca de sus ministros: "cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo, de su justicia, sus virtudes y sus méritos" (cf Ga 3,27). He aquí, mis Hermanos míos, así nos trata Jesucristo cuando tenemos la dicha de dejar el pecado para entregarnos a él. ¡Oh, qué motivo de confianza para un pecador, que aunque es culpable, sabe que la misericordia de Dios es infinita!
Que le traigan el mejor vestido...; que se eche la casa por la ventana y alegrémonos; porque mi hijo estaba muerto y ha resucitado, estuvo perdido y lo hemos encontrado".
¡Bella imagen, hermanos míos, de la grandeza de la misericordia de Dios para los pecadores más miserables!... ¡Oh Dios mío, el pecado es algo horrible! ¿Cómo podemos cometerlo? Pero con todo lo miserables que somos, en cuanto tomamos la resolución de convertirnos, las entrañas de su misericordia se mueven a compasión. Este Salvador misericordioso corre, por su gracia, al encuentro de los pecadores, los abraza colmándolos de los consuelos más deliciosos... ¡Oh delicioso encuentro! ¡Qué felices seríamos si tuviéramos la dicha de comprenderlo! Pero por desgracia, no correspondemos a la gracia, y entonces, estos momentos felices desaparecen.
Jesucristo le dice al pecador por boca de sus ministros: "cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo, de su justicia, sus virtudes y sus méritos" (cf Ga 3,27). He aquí, mis Hermanos míos, así nos trata Jesucristo cuando tenemos la dicha de dejar el pecado para entregarnos a él. ¡Oh, qué motivo de confianza para un pecador, que aunque es culpable, sabe que la misericordia de Dios es infinita!
Autor: San Juan María Vianney
(1786-1859), sacerdote, cura de Ars. 1er sermón sobre la misericordia de
Dios, 3er domingo después de Pentecostés
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