Para
llevar una vida espiritual, que nos es común con los ángeles y los espíritus
celestes y divinos, ya que ellos y nosotros hemos sido creados a imagen y
semejanza de Dios, es necesario el pan de la gracia del Espíritu Santo y de la
caridad de Dios. Pero la gracia y la caridad son imposibles sin la fe, ya que
sin la fe es imposible a agradar a Dios. Y esta fe se origina necesariamente de
la predicación de la palabra de Dios: La fe nace del mensaje y el
mensaje consiste en hablar de Cristo. Por tanto, la predicación de la
palabra de Dios es necesaria para la vida espiritual, como la siembra es
necesaria para la vida del cuerpo.
Por
esto, dice Cristo: Salió el sembrador a sembrar su semilla. Salió
el sembrador a pregonar la justicia, y este pregonero, según leemos, fue
algunas veces el mismo Dios, como cuando en el desierto dio a todo el pueblo,
de viva voz bajada del cielo, la ley de justicia; fue otras veces un ángel del
Señor, como cuando en el llamado «lugar de los que lloran» echó en cara al
pueblo sus transgresiones de la ley divina, y todos los hijos de Israel, al oír
sus palabras, se arrepintieron y lloraron todos a voces; también Moisés predicó
a todo el pueblo la ley del Señor, en las campiñas de Moab, como sabemos por el
Deuteronomio. Finalmente, vino Cristo, Dios y hombre, a predicar la palabra del
Señor, y para ello envió también a los apóstoles, como antes había enviado a
los profetas.
Por
consiguiente, la predicación es una función apostólica, angélica, cristiana,
divina. Así comprendemos la múltiple riqueza que encierra la palabra de Dios,
ya que es como el tesoro en que se hallan todos los bienes. De ella proceden la
fe, la esperanza, la caridad, todas las virtudes, todos los dones del Espíritu
Santo, todas las bienaventuranzas evangélicas, todas las buenas obras, todos
los actos meritorios, toda la gloria del paraíso: Aceptad dócilmente la
palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.
La
palabra de Dios es luz para el entendimiento, fuego para la voluntad, para que
el hombre pueda conocer y amar a Dios; y para el hombre interior, el que vive
por la gracia del Espíritu Santo, es pan y agua, pero un pan más dulce que la
miel y el panal, un agua mejor que el vino y la leche; es para el alma un
tesoro espiritual de méritos, y por esto es comparada al oro y a la piedra
preciosa; es como un martillo que doblega la dureza del corazón obstinado en el
vicio, y como una espada que da muerte a todo pecado, en nuestra lucha contra
la carne, el mundo y el demonio.
Autor: san
Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la Iglesia. Sermón cuaresmal 2:
Opera Omnia 5,1, nums. 48. 50. 52
ORACIÓN
Concédenos, Señor y Padre nuestro, que en nuestros días, como en los días de san Lorenzo, la Iglesia cuente con ejemplares espléndidos de vida en el Espíritu: abiertos a la luz, armados de fuerte esperanza, solícitos en el servicio a los hermanos, creadores de paz, prudentes directores de almas. Amén.
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