miércoles, 7 de marzo de 2012

Recobrar la unidad en la diversidad




«La vida de comunión fraterna exige de los hermanos la unánime observancia de la Regla y Constituciones, un estilo similar de vida, la participación en los actos de la vida de fraternidad, sobre todo en la oración común, en el apostolado y en los quehaceres domésticos, así como la entrega, para utilidad común, de todas las ganancias percibidas por cualquier título»(Constituciones Generales 42 § 2).

Ante todo debemos ser reconocidos y dar las gracias a la Orden, a los Ministros, a los Definidores y a sus colaboradores que nos han guiado a lo largo de estos últimos y difíciles años postconciliares a través de la recuperación progresiva de nuestra identidad. Con plena seguridad podemos afirmar que nuestra Familia posee ahora un rostro nítido y bien delineado gracias a las Constituciones Generales -tan profundas y actualizadas- y a todos los otros documentos que han contribuido a iluminar cada vez más nuestra vida, la formación inicial y permanente, la evangelización como nuestra «razón de ser», bien enraizada en la contemplación. Nadie puede afirmar hoy que falte claridad a nuestro proyecto de vida evangélica. Pero quizás no logra convertirse en un proyecto existencial y en un nuevo estilo de vida. El problema de estos instrumentos que han marcado el camino franciscano durante los últimos años no consiste en ser demasiados o demasiado extensos o poco claros: el verdadero problema es que han sido acogidos (cuando han sido acogidos...) como «documentos» y no como importantes instrumentos para reestructurar y reanimar nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, preguntémonos -y respondámonos con sinceridad-: ¿Cuándo hemos leído por última vez las Constituciones Generales?

Así nuestra vida diaria se está desintegrando y fraccionando a partir de los incontables compromisos y deseos suscitados en nosotros por un mundo demasiado consumista. Debemos sustituir la cultura de la apariencia, de la inmediatez y de la eficacia, propia de nuestro mundo «global», con una cultura de la interioridad, del silencio, de la escucha obediente, de la fecundidad divina. A pesar de los fracasos, más aún, aleccionados por éstos, debemos pasar de la lógica de la evidencia y del «siempre se ha hecho» a la lógica de la confianza.

Es urgente reconstruir nuestra unidad interior, basándola sobre una formación espiritual sólida que sepa integrar cuanto somos y cuanto hacemos en una identidad pacificada y en la que la Palabra de Dios -acogida como acontecimiento siempre nuevo- y la Eucaristía -recibida como fuerza para el camino en seguimiento de Cristo- vuelvan a ser el fundamento de nuestra construcción.

Es importante saber descubrir en todos los acontecimientos de nuestra historia «un sendero que conduce a Dios», pues «todo cuanto sucede es adorable» (L. Bloy), integrando así todo en la comunión con el Dios de nuestra vida y de nuestra historia. Pero todo esto supone imprescindiblemente disciplina:


·         invirtiendo tiempo, espacios y personas;
·         reconstruyéndole a Dios «una morada» en nuestro corazón (cf. Rnb 22, 27), centro de nuestro actuar y de nuestra afectividad.

Debemos pedir al Señor todos los días la gracia y la fuerza de hacer lo que sabemos que Él quiere y de querer siempre lo que le agrada (cf. CtaO 50).

Descuidando el deber de examinarnos a la luz del proyecto evangélico de vida que nos une, nos hemos arriesgado a que cada Hermano, cada Fraternidad y cada Provincia hicieran su proprio proyecto, quizás a la luz de su cultura, oscureciendo el sentido de nuestra pertenencia universal. Y esto es grave. No se trata de imponer una «uniformidad asfixiante» que no tenga en cuenta las diferentes culturas, ni se quiere favorecer un centralismo legalista y monárquico; de lo que se trata, en realidad, es de dar testimonio de nuestro carisma. No podemos llamarnos «Hermanos» cuando no hay relaciones entre nosotros o, peor todavía, cuando se nutren desconfianzas y prejuicios que impiden el diálogo constructivo y el servicio fraterno que la Regla y las Constituciones Generales nos piden.

El fundamento de nuestra vida fraterna consiste en abrirnos, cotejarnos, acogernos y dialogar; ésos son los instrumentos para iluminar, fortalecer y actualizar nuestro proyecto evangélico común; ésa es la condición para que nazcan nuevas motivaciones que estimulen la creatividad y ayuden a recobrar la confianza en nosotros mismos y en los demás.

Ha habido «dispersión» en nuestras relaciones entre el centro de la Orden y las Provincias, entre unas y otras Entidades (Custodias - Provincias) y, a veces, entre las Casas de la misma Provincia. Es imprescindible que nos convirtamos a la unidad y reconciliemos las diferencias -para que vuelvan a ser riqueza constructiva y no motivos de división-:

·         descubriendo nuevamente nuestra identidad de «hermanos menores», más allá de nuestros ministerios, de los títulos académicos, de las posibilidades económicas, de supuestas preeminencias clericales, culturales o étnicas;
·         favoreciendo la unidad en la diversidad, suscitando, acogiendo y acompañando las distintas expresiones de vida franciscana (contemplación, inserción entre los pobres, itinerancia...) o las diferentes formas de evangelización, sin menoscabar los valores fundamentales de nuestro carisma ni la unidad de la Fraternidad universal o local.

Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

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