La
Primera Lectura (Ex. 20, 1-7) y el Salmo (#18) nos hablan de
la Ley de Dios. Y la Segunda Lectura (1 Cor. 1, 22-25) y el Evangelio (Jn.
2, 13-25) nos hablan de señales y de comercio.
El
trozo del Libro del Exódo nos trae los preceptos que promulgó el Señor para su
pueblo: los Mandamientos de la Ley de Dios, que entregó a Moisés en el Monte
Sinaí, esculpidos en piedra. Y cuando se piensa hoy en día en “ley”, en
“mandamientos”, inmediatamente se nos ocurre pensar en restricciones a la
libertad que ¡tanto! apreciamos y defendemos. Y no es así.
Como
nos dice el Salmo de hoy (Sal 18): “la Ley de Señor es perfecta y
reconforta el alma ... es alegría para el corazón ... luz para alumbrar el
camino”. Muy contrario esto a lo que los hombres y mujeres de hoy pensamos
de los preceptos de Dios.
Y
recordamos, con motivo de esta lectura, la visita que el Papa Juan Pablo II
hizo a comienzos del Tercer Milenio a ese sitio santo: el Monte Sinaí, donde
Dios se reveló a Moisés y le entregó su Ley, los Mandamientos de la Alianza que
Dios hizo con su Pueblo.
El
Papa proclamó en esa visita allí justamente lo contrario a lo que los hombres y
mujeres de hoy pensamos de la Ley de Dios. Preguntó el Papa: “Qué es esta Ley?
¡Es la Ley de la vida y de la libertad! Si el pueblo observa la Ley de
Dios, conocerá la libertad para siempre”.
Juan
Pablo II destacó la actualidad y el valor de los Diez Mandamientos, diciendo:
“En el encuentro entre Dios y Moisés en este monte se encierra el corazón de
nuestra religión, el misterio de la obediencia que nos hace libres.
Los Diez Mandamientos no son la imposición arbitraria de un Señor tiránico.
Fueron escritos en piedra, pero, ante todo, fueron escritos en el
corazón del hombre como ley moral universal, válida en
cualquier tiempo y lugar”.
Si
revisamos bien los Diez Mandamientos, éstos son, como dice el Salmo, una guía
invalorable para andar en el camino. Son una síntesis del amor a Dios y del
amor al prójimo, y contienen exigencias mínimas para que la sociedad funcione
debidamente.
En
efecto, nos dice el Papa que los Mandamientos: “salvan al ser humano de la
fuerza destructiva del egoísmo, del odio y del engaño”.
“Nos
libran de la codicia de poder y de placer que altera el orden de la justicia y
degrada nuestra dignidad y la de nuestro prójimo”.
Nos
libran del amor a nosotros mismos, que es lo mismo que decir “egoísmo”, el cual
no sólo hace daño a los demás, sino que, con frecuencia, nos lleva a sacar a
Dios de nuestras vidas y a hacernos daño a nosotros mismos.
Los
Diez Mandamientos nos libran también de las falsas divinidades, que sí nos
quitan la libertad y nos llevan a la esclavitud.
Los
Diez Mandamientos, nos recuerda Juan Pablo II, “son la ley de la libertad: no
la libertad para seguir nuestras pasiones ciegas, sino
la libertad de amar, de elegir el bien en cada situación”.
Para
eso Dios nos hizo libres: para escoger el bien en cada situación, no
para elegir el mal. Y los Mandamientos de Dios son esa guía hacia el
bien. Y siguen vigentes hoy y siempre, porque la Ley de Dios, como nos dice el
Salmo, “es santa y para siempre estable”.
Los
Mandamientos no son restricciones, ni trabas. Son ayudas que
nos ha dado Dios para el bien personal y también para el bien colectivo,
pues son normas mínimas de relaciones humanas, para que
podamos vivir en convivencia.
Mientras
mejor se cumplen los mandamientos, mejor estamos en lo personal, en lo social,
en lo nacional, en lo internacional.
Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a nosotros el Señor con este incidente. Y sobre todo cuando nos dice: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Puede estarse refiriendo a ese mercadeo y comercio, repugnante y dañino, que con mucha frecuencia usamos en nuestra relación con Dios, concretamente en nuestra forma de pedirle a Dios.
Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a nosotros el Señor con este incidente. Y sobre todo cuando nos dice: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Puede estarse refiriendo a ese mercadeo y comercio, repugnante y dañino, que con mucha frecuencia usamos en nuestra relación con Dios, concretamente en nuestra forma de pedirle a Dios.
Si
pensamos bien en la forma en que oramos ¿no se parece nuestra oración a un
negocio que estamos conviniendo con Dios? “Yo te pido esto, esto y esto, y a
cambio te ofrezco tal cosa?” ¿Cuántas veces no hemos orado así? A veces también
nuestra oración parece ser un pliego de peticiones, con una lista interminable
de necesidades -reales o ficticias- sin ofrecer nada a cambio. A ambas
actitudes puede estarse refiriendo el Señor cuando se opone al mercadeo en
nuestra relación con El.
Fijémonos
que en este pasaje del Evangelio los judíos “intervinieron para preguntarle
‘¿qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?’”. Y, a
juzgar por la respuesta, al Señor no le gustó que le pidieran señales.
¿Y
nosotros? ¿No pedimos también señales? “Dios mío, quiero un milagro”, nos atrevemos
a pedirle al Señor. “Señor, dame una señal”. Más aún: ¡cómo nos gusta ir tras
las señales extraordinarias! Estatuas que manan aceite o que lloran lágrimas de
sangre, que cambian de posición, etc., etc.
Estos
fenómenos extraordinarios pueden venir de Dios … o pueden no venir de Dios.
Cuando no vienen de Dios sirven para desviarnos del camino que nos lleva a
Dios, pues lo que pretende el Enemigo es que nos quedemos apegados a esas
señales y que realmente no busquemos a Dios, sino que vayamos tras esas
manifestaciones extraordinarias, sean aceite, sangre, lágrimas, escarchas,
cambios de postura, etc., como si fueran Dios mismo.
Escarchas,
lágrimas, fenómenos extraordinarios -cuando son realmente de origen divino- son
signos de la presencia de Dios y de su Madre en medio de nosotros. Son signos
de gracias especialísimas que sirven para llamarnos a la conversión, al cambio
de vida, a enderezar rumbos para dirigir nuestra mirada y nuestro caminar hacia
aquella Casa del Padre que es el Cielo que nos espera, si cumplimos la Voluntad
de Dios aquí en la tierra.
Y
esas señales son justamente para ayudarnos a que nos acerquemos a Dios. Pero
¿en qué consiste ese acercamiento? ¿En seguir buscando fenómenos
extraordinarios? ¿En entusiasmarnos con esas señales como si éstas fueran el
centro de la vida en Dios? No. El acercarnos a Dios consiste en que cumplamos
su Voluntad, y en que nos ciñamos a sus criterios, a sus planes, a sus modos de
ver las cosas.
Pero
¿qué sucede con demasiada frecuencia? ... Sucede que, a pesar de estas señales,
seguimos apegados a nuestra voluntad -y no a la de Dios-, a nuestros criterios
-y no los de Dios-, a nuestros modos de ver las cosas -y no a los de Dios.
No
podemos quedamos en lo externo, en lo que podemos ver y palpar con los sentidos
del cuerpo. No podemos seguir buscando estos fenómenos por todas partes, como
si fueran el centro de la cuestión, pues el centro de la cuestión es otro: es
buscar la Voluntad de Dios para cumplirla a cabalidad ... y así no correr el
riesgo de ser expulsados de la Casa del Padre para siempre.
Y
en la Segunda Lectura San Pablo también nos habla de señales: “los judíos
exigen señales milagrosas y los paganos (se refería sobre todo a los
griegos) piden sabiduría (conocimientos humanos) ... Pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para
los paganos; en cambio, para los llamados por Dios -sean judíos o paganos-
Cristo es la fuerza y la sabiduría de Dios”. Así haya muerto en la cruz. “Porque
la locura de Dios (la locura de la cruz) es más sabia que la sabiduría
de los hombres, y la debilidad de Dios (la debilidad de la muerte en la
cruz) es más fuerte que la fuerza de los hombres”.
Así
son los criterios de Dios: contrarios a los criterios de los seres humanos. Pero
... seguimos ¡tan apegados! a nuestros propios criterios, creyendo que ésos son
los que sirven, olvidándonos de esta importantísima y fuerte afirmación de San
Pablo y olvidándonos de lo que mucho antes ya había anunciado el Profeta
Isaías: “Así como dista el cielo de la tierra, así distan mis planes de
vuestros planes, mis criterios de vuestros criterios” (Is. 55, 9).
Jesús
expulsó a los mercaderes y cambistas de la casa de su Padre ... No corramos
nosotros el riesgo de ser expulsados para siempre de aquella Casa del Padre que
nos espera en la otra Vida.
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