Busquemos de nuevo la perspectiva trinitaria ya
apuntada. No podemos olvidar, en efecto, dos realidades teológicas que se hacen
también particularmente vivas en las almas que poseen una profunda vida
interior, y que les mueven aún más a corresponder.
La primera, que el Hijo es la Imagen del Padre y, al encarnarse, acerca esa imagen a nosotros, también en el sentido de que podemos contemplar “encarnado” el Amor de Dios Padre: en Jesús, vemos, sentimos y experimentamos ese Amor divino “humanizado”; y esto es decisivo tanto para acercarse intelectualmente a esa realidad, como para que exista por nuestra parte una verdadera respuesta filial, que tiene que ser necesariamente humana. Es decir, en el Corazón de Jesús, en sus acciones divino-humanas, en sus manifestaciones de cariño, el alma cristiana se hace más consciente y siente más vivamente qué significa el Amor paterno-maternal de Dios: cómo me ama Dios, cómo se “traduce” humanamente (corporal y espiritualmente) ese Amor; además de descubrir los caminos del verdadero amor filial, aprendidos de quien es el Hijo por naturaleza.
Por otra parte, no sólo somos hechos hijos en el Hijo, sino que la Encarnación de Jesucristo aparece como garantía de la verdad de nuestra propia filiación divina, como explica agudamente San Juan de Avila: “Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan otra mayor, diciendo: ‘La palabra de Dios es hecha carne’ (Jn 1, 14) . Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el Hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer”.
Visto desde otra perspectiva, la intimidad con Jesús no sólo es intimidad con el Verbo encarnado, sino necesariamente también con el Padre de quien procede y que le ha enviado a nosotros (a mí, descubre cada uno, en la perspectiva íntima y singular que estamos subrayando). Crecen así, a la vez, la intimidad con el Padre y la intimidad con el Hijo; y crece a la vez la “distinción” en el trato con ellos, precisamente en la medida en que crece la conciencia viva de que soy hijo del Padre en el Hijo, de que soy más Cristo…
Así lo sintetiza un conocido texto de San Josemaría Escrivá, que guarda por lo demás gran paralelismo con el citado más arriba de Santa Teresa de Jesús, y nos conduce también a la segunda idea prometida: “Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: ‘cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’ (Jn 14, 23). El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador”.
En efecto, por su parte -y ésta es la segunda idea, inseparable de la anterior, como indivisible es el misterio trinitario-, el Espíritu Santo es el Amor paterno-filial del Padre y del Hijo, por el que soy hecho hijo de Dios enJesucristo. El Paráclito no sólo me hace hijo, me enseña a ser hijo y me mueve a vivir como hijo, sino que, ante todo y como causa de esto, me hace participar en el mismo Amor paterno-filial divino en Cristo; y en esa participación, me muestra de forma viva y experimental cómo es el Amor paterno de Dios en Jesús, porque El mismo -el Espíritu del Padre y del Hijo- es ese Amor.
Por ello, también la intimidad que busca y obtiene el alma con el Espíritu Santo es necesariamente intimidad con el Padre y el Hijo, en cuanto son y se aman como Padre e Hijo, y en cuanto los tres son Dios; y crece la intimidad del cristiano con el Espíritu Santo como Persona divina distinta, en la medida en que es más consciente de lo que significa ser hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.
Oigamos, en este punto, a Santa Catalina de Siena en su oración: “¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz (…) ¡Oh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! (…) Por haber experimentado y visto con la luz del entendimiento la luz de tu abismo y la belleza de la criatura. Trinidad eterna, por eso, mirándome en ti, he visto que era imagen tuya, partícipe de tu poder, Padre eterno, y de tu sabiduría en el entendimiento. Esta sabiduría se atribuye a tu Hijo unigénito. El Espíritu Santo, que procede de ti y de tu Hijo, me ha dado la voluntad, pues soy capaz de amar. Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorado de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo. ¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo?”.
Texto extraído de La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual (Artículo de Javier Sesé publicado en “Scripta Theologica” 31 (1999/2), 471-493)
© 2012, Oficina de información del Opus Dei en Internet La primera, que el Hijo es la Imagen del Padre y, al encarnarse, acerca esa imagen a nosotros, también en el sentido de que podemos contemplar “encarnado” el Amor de Dios Padre: en Jesús, vemos, sentimos y experimentamos ese Amor divino “humanizado”; y esto es decisivo tanto para acercarse intelectualmente a esa realidad, como para que exista por nuestra parte una verdadera respuesta filial, que tiene que ser necesariamente humana. Es decir, en el Corazón de Jesús, en sus acciones divino-humanas, en sus manifestaciones de cariño, el alma cristiana se hace más consciente y siente más vivamente qué significa el Amor paterno-maternal de Dios: cómo me ama Dios, cómo se “traduce” humanamente (corporal y espiritualmente) ese Amor; además de descubrir los caminos del verdadero amor filial, aprendidos de quien es el Hijo por naturaleza.
Por otra parte, no sólo somos hechos hijos en el Hijo, sino que la Encarnación de Jesucristo aparece como garantía de la verdad de nuestra propia filiación divina, como explica agudamente San Juan de Avila: “Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan otra mayor, diciendo: ‘La palabra de Dios es hecha carne’ (Jn 1, 14) . Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el Hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer”.
Visto desde otra perspectiva, la intimidad con Jesús no sólo es intimidad con el Verbo encarnado, sino necesariamente también con el Padre de quien procede y que le ha enviado a nosotros (a mí, descubre cada uno, en la perspectiva íntima y singular que estamos subrayando). Crecen así, a la vez, la intimidad con el Padre y la intimidad con el Hijo; y crece a la vez la “distinción” en el trato con ellos, precisamente en la medida en que crece la conciencia viva de que soy hijo del Padre en el Hijo, de que soy más Cristo…
Así lo sintetiza un conocido texto de San Josemaría Escrivá, que guarda por lo demás gran paralelismo con el citado más arriba de Santa Teresa de Jesús, y nos conduce también a la segunda idea prometida: “Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: ‘cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’ (Jn 14, 23). El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador”.
En efecto, por su parte -y ésta es la segunda idea, inseparable de la anterior, como indivisible es el misterio trinitario-, el Espíritu Santo es el Amor paterno-filial del Padre y del Hijo, por el que soy hecho hijo de Dios enJesucristo. El Paráclito no sólo me hace hijo, me enseña a ser hijo y me mueve a vivir como hijo, sino que, ante todo y como causa de esto, me hace participar en el mismo Amor paterno-filial divino en Cristo; y en esa participación, me muestra de forma viva y experimental cómo es el Amor paterno de Dios en Jesús, porque El mismo -el Espíritu del Padre y del Hijo- es ese Amor.
Por ello, también la intimidad que busca y obtiene el alma con el Espíritu Santo es necesariamente intimidad con el Padre y el Hijo, en cuanto son y se aman como Padre e Hijo, y en cuanto los tres son Dios; y crece la intimidad del cristiano con el Espíritu Santo como Persona divina distinta, en la medida en que es más consciente de lo que significa ser hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.
Oigamos, en este punto, a Santa Catalina de Siena en su oración: “¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz (…) ¡Oh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! (…) Por haber experimentado y visto con la luz del entendimiento la luz de tu abismo y la belleza de la criatura. Trinidad eterna, por eso, mirándome en ti, he visto que era imagen tuya, partícipe de tu poder, Padre eterno, y de tu sabiduría en el entendimiento. Esta sabiduría se atribuye a tu Hijo unigénito. El Espíritu Santo, que procede de ti y de tu Hijo, me ha dado la voluntad, pues soy capaz de amar. Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorado de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo. ¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo?”.
Texto extraído de La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual (Artículo de Javier Sesé publicado en “Scripta Theologica” 31 (1999/2), 471-493)
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