La contemplación reflexiva
de textos y experiencias como los citados al principio me han llevado, en estos
últimos meses, a un primer convencimiento que considero fundamental, y que
propongo como idea clave de todo lo que seguirá: lo que hace reaccionar a los
santos no es tanto la conciencia de ser él mismo o ella misma hija o hijo de
Dios, sino la comprensión cada vez más profunda y viva de lo que significa
“Dios es mi Padre”; es decir, el descubrimiento del infinito amor divino
volcado en él o en ella: la constatación viva y práctica de “cuánto Dios me
quiere”.
El santo es, sin duda, consciente de lo que causa el Amor divino en su propio ser y en su propia vida, y lo agradece de veras; pero más que fijarse en sí mismo, se fija en Dios: contempla admirado su infinita grandeza, y descubre con sorpresa que todo ese esplendor no se queda estático y como ajeno ante sus ojos, sino que se inclina hacia él, se le da, se hace suyo, sin más motivo que la pura liberalidad de su Amor divino.
Estos sentimientos se hayan presentes, en particular, en los textos citados al principio, pero recojamos otras palabras significativas, en este caso de Santa Teresa de los Andes, que nos ayuden a dar algunos pasos más: “Nuestro Señor me dijo que quería que viviera con El en una comunión perpetua, porque me amaba mucho (…) Después me dijo que la Sma. Trinidad estaba en mi alma; que la adorara (…) Mi alma estaba anonadada. Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. El, la Inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado. Entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hacía salir de sí mismo para buscarme (…) Vi que (…) con una criatura tan miserable se quiere unir; quiere identificarla con su propio ser sacándola de sus miserias para divinizarla de tal manera que llegue a poseer sus perfecciones infinitas”.
Apoyados en lo que acabamos de leer, subrayemos otras dos ideas fundamentales que considero inseparables de la primera ya apuntada: es el Dios Todopoderoso, Inmenso, Eterno, Infinito, Inmutable, etc., el que es nuestro Padre y nos ama así, con toda la conmovedora ternura materna que hemos recordado al principio; y es, a la vez, el Dios Trino el que así se nos entrega, no sólo porque nos revela los secretos de su intimidad trinitaria, sino porque introduce al alma en esa misma intimidad.
No me refiero con ello a la deducción de que lo dicho debe ser así porque así es Dios; sino a que la conciencia viva que tienen los santos de ese Amor paternal divino que se vuelca en el alma, y que les conmueve hasta las entrañas, incluye inseparablemente tres aspectos, cuya combinación provoca precisamente la intensidad y hondura de su reacción interior: el amor de Dios por mí es tan cercano e íntimo como el que existe entre una madre y su hijo recién nacido (primer aspecto); no porque se digne darme unas migajas de su infinito amor, sino porque se entrega Él verdaderamente, como es, en su grandeza e infinitud (segundo aspecto); y la prueba irrebatible de que esto es así, la constituye el hecho de que Dios se me entrega como se entrega a su Hijo (tercer aspecto): es mi Padre como es Padre de Jesús; mi filiación es participación en la misma Filiación de su Hijo; y su amor por mí es como el Amor con que ama a su Hijo: me entrega su mismo Amor paterno-filial que es el Espíritu Santo.
Dicho de otra forma: la experiencia y enseñanza de los santos -eco de lo que se manifiesta en la Escritura- nos muestra, por una parte, que sólo desde el seno de la misma Trinidad, y porque Ella toma la iniciativa de abrirse y darse, puede haber verdadera intimidad con Dios, verdadero intercambio de amor, verdadero trato paterno-filial; y por otra -o mejor, como consecuencia-, que sólo así Dios es realmente mío y todo lo suyo es mío, sin dejar de ser Dios.
El santo comprende profundamente, y enseña, a través de esa muestra de asombro y osadía, de amor y humildad, maravillosamente combinados, que si Dios me amara “como desde fuera de sí mismo”, es decir, no trinitariamente, no sería realmente Padre: sería, como mucho, sólo analógica o limitadamente padre; bueno, eso sí; incluso capaz de abrumarnos con infinidad de regalos y muestras de afecto, tratando de ganar nuestro corazón; pero sin acabar de entrar de verdad en él: porque el alma intuiría, en el fondo, que se trata de un amor indirecto, incluso interesado; que no es un verdadero amor de padre.
Sin embargo, la Encarnación de Jesucristo, su muerte por nosotros, el don de su Espíritu, la vida trinitaria en el alma, nos están diciendo que Dios es Padre de verdad, que me ama Él personalmente (tri-personalmente, podríamos decir); más allá de dones y dádivas concretos por maravillosos que sean… ¡que lo son!. El alma que comprende y siente esto a fondo trasciende los dones y regalos concretos; porque, ante todo, sabe que le tiene siempre a Él, con todos los tesoros de su misma vida divino-trinitaria.
Insistamos en esta importante doctrina reproduciendo una certera síntesis teológica salida de la pluma de Santa Edith Stein: “El alma, en la que mora Dios por gracia, no es simplemente una pantalla impersonal en la que se refleje la vida divina, sino que ella misma está dentro de esa vida. La vida divina es una vida trinitaria, tripersonal: es el Amor desbordante con el que el Padre engendra al Hijo y le da su Ser, y con el que el Hijo recibe ese Ser y se lo devuelve al Padre, el Amor en que el Padre y el Hijo son una misma cosa y que lo espiran ambos como su común Espíritu. Mediante la gracia este Espíritu se derrama a su vez sobre las almas. De esta manera resulta que el alma vive su vida de gracia por el Espíritu Santo, ama en Él al Padre con el Amor del Hijo y al Hijo con el Amor del Padre”.
Texto extraído de "La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual" (Artículo de Javier Sesé publicado en “Scripta Theologica” 31 (1999/2), 471-493)
© 2012, Oficina de información del Opus Dei en Internet
El santo es, sin duda, consciente de lo que causa el Amor divino en su propio ser y en su propia vida, y lo agradece de veras; pero más que fijarse en sí mismo, se fija en Dios: contempla admirado su infinita grandeza, y descubre con sorpresa que todo ese esplendor no se queda estático y como ajeno ante sus ojos, sino que se inclina hacia él, se le da, se hace suyo, sin más motivo que la pura liberalidad de su Amor divino.
Estos sentimientos se hayan presentes, en particular, en los textos citados al principio, pero recojamos otras palabras significativas, en este caso de Santa Teresa de los Andes, que nos ayuden a dar algunos pasos más: “Nuestro Señor me dijo que quería que viviera con El en una comunión perpetua, porque me amaba mucho (…) Después me dijo que la Sma. Trinidad estaba en mi alma; que la adorara (…) Mi alma estaba anonadada. Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. El, la Inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado. Entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hacía salir de sí mismo para buscarme (…) Vi que (…) con una criatura tan miserable se quiere unir; quiere identificarla con su propio ser sacándola de sus miserias para divinizarla de tal manera que llegue a poseer sus perfecciones infinitas”.
Apoyados en lo que acabamos de leer, subrayemos otras dos ideas fundamentales que considero inseparables de la primera ya apuntada: es el Dios Todopoderoso, Inmenso, Eterno, Infinito, Inmutable, etc., el que es nuestro Padre y nos ama así, con toda la conmovedora ternura materna que hemos recordado al principio; y es, a la vez, el Dios Trino el que así se nos entrega, no sólo porque nos revela los secretos de su intimidad trinitaria, sino porque introduce al alma en esa misma intimidad.
No me refiero con ello a la deducción de que lo dicho debe ser así porque así es Dios; sino a que la conciencia viva que tienen los santos de ese Amor paternal divino que se vuelca en el alma, y que les conmueve hasta las entrañas, incluye inseparablemente tres aspectos, cuya combinación provoca precisamente la intensidad y hondura de su reacción interior: el amor de Dios por mí es tan cercano e íntimo como el que existe entre una madre y su hijo recién nacido (primer aspecto); no porque se digne darme unas migajas de su infinito amor, sino porque se entrega Él verdaderamente, como es, en su grandeza e infinitud (segundo aspecto); y la prueba irrebatible de que esto es así, la constituye el hecho de que Dios se me entrega como se entrega a su Hijo (tercer aspecto): es mi Padre como es Padre de Jesús; mi filiación es participación en la misma Filiación de su Hijo; y su amor por mí es como el Amor con que ama a su Hijo: me entrega su mismo Amor paterno-filial que es el Espíritu Santo.
Dicho de otra forma: la experiencia y enseñanza de los santos -eco de lo que se manifiesta en la Escritura- nos muestra, por una parte, que sólo desde el seno de la misma Trinidad, y porque Ella toma la iniciativa de abrirse y darse, puede haber verdadera intimidad con Dios, verdadero intercambio de amor, verdadero trato paterno-filial; y por otra -o mejor, como consecuencia-, que sólo así Dios es realmente mío y todo lo suyo es mío, sin dejar de ser Dios.
El santo comprende profundamente, y enseña, a través de esa muestra de asombro y osadía, de amor y humildad, maravillosamente combinados, que si Dios me amara “como desde fuera de sí mismo”, es decir, no trinitariamente, no sería realmente Padre: sería, como mucho, sólo analógica o limitadamente padre; bueno, eso sí; incluso capaz de abrumarnos con infinidad de regalos y muestras de afecto, tratando de ganar nuestro corazón; pero sin acabar de entrar de verdad en él: porque el alma intuiría, en el fondo, que se trata de un amor indirecto, incluso interesado; que no es un verdadero amor de padre.
Sin embargo, la Encarnación de Jesucristo, su muerte por nosotros, el don de su Espíritu, la vida trinitaria en el alma, nos están diciendo que Dios es Padre de verdad, que me ama Él personalmente (tri-personalmente, podríamos decir); más allá de dones y dádivas concretos por maravillosos que sean… ¡que lo son!. El alma que comprende y siente esto a fondo trasciende los dones y regalos concretos; porque, ante todo, sabe que le tiene siempre a Él, con todos los tesoros de su misma vida divino-trinitaria.
Insistamos en esta importante doctrina reproduciendo una certera síntesis teológica salida de la pluma de Santa Edith Stein: “El alma, en la que mora Dios por gracia, no es simplemente una pantalla impersonal en la que se refleje la vida divina, sino que ella misma está dentro de esa vida. La vida divina es una vida trinitaria, tripersonal: es el Amor desbordante con el que el Padre engendra al Hijo y le da su Ser, y con el que el Hijo recibe ese Ser y se lo devuelve al Padre, el Amor en que el Padre y el Hijo son una misma cosa y que lo espiran ambos como su común Espíritu. Mediante la gracia este Espíritu se derrama a su vez sobre las almas. De esta manera resulta que el alma vive su vida de gracia por el Espíritu Santo, ama en Él al Padre con el Amor del Hijo y al Hijo con el Amor del Padre”.
Texto extraído de "La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual" (Artículo de Javier Sesé publicado en “Scripta Theologica” 31 (1999/2), 471-493)
© 2012, Oficina de información del Opus Dei en Internet
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