«"Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?"... "Todo eso lo he cumplido desde pequeño". Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres... y luego sígueme"» (Mc 10, 17-22).
Todos nosotros, jóvenes y menos jóvenes, nos preguntamos, como el joven rico, qué hemos de hacer por nosotros y por los demás. Buscamos nuestra realización y nuestra identidad en la actividad, quizá en una «actividad contemplativa»: en un hacer más cosas y en hacerlas mejor, sin poner demasiado en tela de juicio la razón de nuestro activismo, que cultivamos desde hace años. El Señor ama nuestra laboriosidad, pero nos pide ante todo una conversión: des-hacernos para re-hacer (cf. Lc 10,41), de manera que la actividad no oscurezca otros valores prioritarios como la escucha de la Palabra, la verdadera relación con Dios, la vida de comunión y de relación en fraternidad. Es decir, primero hay que dejar todas las cosas, seguir al Señor y estar con Él; luego se abrirán ante nosotros todos los caminos de la evangelización, que hay que recorrer de dos en dos (en fraternidad). Debemos encontrar nuestra identidad en aquello «que por encima de todo (los hermanos) deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,8) y, luego, integrar nuestra «actividad» en esta dimensión, para superar más fácilmente esa tentación tan común de comprender nuestro compromiso pastoral como la afirmación protagonista de nosotros mismos y de convertirnos en «padres» de nuestras empresas.
No podemos olvidar que toda forma de evangelización es consecuencia de una llamada gratuita de Dios, que nos envía a trabajar unas horas en su viña. Por tanto, el momento final de la evangelización no consiste en la «dispersión» y la autocomplacencia por los resultados visibles, sino en devolverle a Dios todo cuanto somos, nosotros mismos, y todo el bien que Él dice y hace en nosotros y con nosotros (cf. Mc 6,30-31; Rnb 17,5-6).Somos colaboradores del Espíritu, que es siempre el actor principal de nuestra historia.
De ese modo resulta hermoso encontrar nuestra identidad en una «actividad» enraizada en la dependencia -de Dios y de la Fraternidad-, para poder ser cada vez más ágape, don libre y desinteresado, «proyecto» de Dios para su Reino. Entonces nuestro trabajo pastoral, expresión de comunión con el Señor y con los hermanos, recuperará su verdadera fecundidad, creatividad y esencia misional, como la encontraron los discípulos enviados en nombre de Jesús: gracias a esa superabundante confianza de Dios en nosotros, también nosotros haremos milagros (Lc 10,17ss). En cambio, la pérdida de la armonía de los valores fundamentales de nuestra forma de vida, con la acentuación del valor de la eficacia -a menudo antropocéntrica-, crea un profundo extravío vocacional y una gran desilusión, por falta de unidad interior o debido a la progresiva ineficacia causada por el desfallecimiento de las fuerzas o del número; y cuando así sucede, aflora la tentación de buscarse un camino de «supervivencia», dentro o fuera de la Orden, o se acomoda uno a una vida repetitiva y cansada, enmarcada en estructuras que fueron válidas en otro tiempo, pero que hoy encierran tradiciones carentes de vida.
Efectivamente, en muchos sectores hay Hermanos que trabajan solos, en obras caritativas o pastorales; a veces parece incluso la única salida posible. ¿Es imprescindible actuar solos para ser creativos? Nadie puede negar la generosidad, el éxito, el triunfo. ¿Pero cómo vivir como «Hermanos» sin mantener al menos lazos frecuentes de colaboración y de comunión con las Fraternidades limítrofes, sean o no de la misma Provincia o cultura? De lo contrario, pueden venir a menos los valores fundamentales de nuestra vocación, que consiste en «vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en obediencia (dependencia), sin nada propio y en castidad» (Rb 1,1).
Estas actitudes nuestras corren el riesgo de desconcertar y desanimar a las generaciones jóvenes, que ya no perciben la identidad de nuestro carisma o buscan también un «acomodo» personal.
Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.
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