Cuando consideramos que
nuestra existencia es un camino en el que debemos buscar la
verdad para vivirla, no podemos dejar de lado todo aquello
que nos duele, y conformarnos con apegar nuestra voluntad
sólo a esos acontecimientos que nos ofrecen un placer
momentáneo, un bienestar pasajero… Los planes de Dios para
el hombre son tan inmensos, que si no intentamos despegar
nuestros párpados, que si no nos atrevemos a teñir nuestra
mirada de visión sobrenatural, podemos correr el riesgo de
no percibir con claridad las maravillas que Dios mismo nos
ha regalado en la Encarnación de su propio Hijo.
En el querer de los seres
humanos no encuentra fácil acomodo el sufrimiento ni el
sacrificio ni la generosidad, aunque todos podemos comprobar
cómo a nuestro lado hay personas que padecen, que se
entregan a su familia, a su trabajo, que se desgastan por
nosotros sin llamar la atención, sin gritar, sin vociferar,
y que todo esto lo hacen con una dedicación que no puede
provenir sino del amor, de un Amor verdadero, desinteresado,
cuya raíz es tan profunda que traspasa la tierra y se hunde
en el cielo.
A lo largo de su propia vida,
Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo, no hizo otra cosa
que ponerse en las manos del Padre, no deseó otra cosa que
cumplir Su voluntad. Para ello su tarea fue tan sencilla
como generosa: buscar en todo el querer de Dios y, una vez
hallado, no sólo llevarlo a la práctica, realizarlo, sino
amarlo con todas sus fuerzas, con todo su corazón, con toda
su alma. Porque Jesús de Nazaret es la revelación misma de
un don de Dios tan grande que podemos sentir y vivir cada
uno de nosotros: Jesús se sabe Hijo de Dios, y nos regala a
ti y a mí esa filiación, nos injerta, por su cumplir y amar
hasta el extremo la voluntad de su Padre, en una vida plena,
en una vida fecunda sostenida y amplificada por la acción
del Espíritu Santo.
Es desde esta perspectiva,
desde donde hemos de intentar aunar el querer de los hombres
con la voluntad de Dios, sabiendo que en ese ejercicio de
implicación mutua el ser humano no pierde un ápice de su
libertad, reconociendo que en esa unión somos nosotros
mismos los que obtenemos un bien mayor, porque nuestras
debilidades, nuestras flaquezas y nuestras miserias se verán
acompañadas de una fuerza superior que no reside en nuestras
propias virtudes, sino en la generosidad divina que pondrá
luz donde sólo había oscuridad, que nos hará seguir luchando
allí donde antes todo parecía desplomarse. Ésa es la
ejemplaridad de la vida de Jesús, que no necesita ir al
desierto para padecer tentación, que no necesita ser
injuriado y azotado para sentir dolor, que no cae una y otra
y otra vez con su cruz –cargada con nuestras faltas de amor-
para compadecer… Pero en los planes de Dios Padre no estaba
quitarle ni el más mínimo sufrimiento, porque en su
providencia había confiado la Redención de los hombres a la
fidelidad de su Hijo.
Al ver a Jesús crucificado en
lo alto del Gólgota no podemos sino caer en silencio, aún
más, caer de rodillas... La contemplación de la muerte de
Cristo mueve las entrañas de los hombres y de Dios mismo.
Las de los hombres porque no entienden, porque no queremos
entender que la vida del Nazareno pueda tener un final así,
tan trágico: un final descabellado para una vida edificada
sobre el Amor. Ningún ser humano puede concebir tanto dolor…
Es tan grande que no podemos soportar seguir mirando, es tan
profundo que rebosa nuestros corazones empequeñecidos por el
egoísmo y la tibieza. Tan sólo una mirada sigue fija en la
cruz, la mirada de su madre, de nuestra madre la Virgen
María, porque tiene un corazón tan puro, tan lleno de amor a
la voluntad de Dios, que, una vez más, sabe guardar
silenciosamente tanta pena y seguir pronunciando un fiat
tan generoso como el de la Anunciación. A nosotros, el
momento de la muerte nos sobrepasa siempre, se nos escapa de
las manos, no sabemos cómo afrontarlo, si no nos ponemos,
como la Virgen Madre, en las manos del Padre.
Pero las entrañas de Dios
también se desgarran, como el velo del templo: es el
Hijo quien da cumplimiento a la voluntad del Padre, poniendo
su vida y su muerte a disposición, haciendo de su entrega
absoluta redención plena. No caben medias tintas, no vale
mirar para otro lado cuando lo que está en juego es la
salvación de los hombres. En las mismas entrañas de Dios
están nuestros pecados, y remediar ese dolor está a nuestro
alcance: con la ayuda de la gracia todo cambia, sólo tenemos
que dejar que el Espíritu actúe en nosotros. Si abrimos
nuestro corazón al Amor, Él se encargará de limpiar nuestras
heridas, nos devolverá la luz, nos arrancará de las
tinieblas y la muerte. Los brazos del Crucifijo nos acogen
si hacemos propósito de enmendar aquello que nos separa de
Dios: la mayoría de las veces no serán grandes faltas, pero
en otras ocasiones deberemos enmendar nuestra poca
correspondencia, nuestra falta de gratitud, nuestro amor
propio que casi siempre prefiere el querer humano a la
voluntad divina.
La vida de Jesús, y aún más
su Pasión, es divina y humana, no sólo por la
condición de Cristo, sino porque interpela a Dios y a los
hombres. La naturaleza divina es más sublime porque
padece, porque no es impasible, porque siente el dolor
del pecado de los hombres, y porque con su morir nos regala
la dulzura del perdón. No podemos olvidar la gracia del
perdón: nuestro enemigo saca gran provecho de este
olvido, porque nos aleja de la reconciliación, porque nos
mete en el corazón el deseo de rebelión, de autoafirmación y
con ello nos hace vivir fuera de la casa del Padre. Todos
tenemos algo de ‘hijo pródigo’, sobre todo cuando nos
empeñamos en no reconocer nuestras culpas, cuando nos
obstinamos en querer tener siempre la razón, cuando
apedreamos a los demás con nuestra soberbia y exigimos a los
que nos rodean que acaten nuestra propia voluntad. El diablo
quiere que perdamos de nuestra alma la sed de Dios, y por
eso pretende emborracharnos con dinero, poder y tantas otras
cosas que nos prometen aquello que no pueden darnos…
Es difícil aceptar la muerte
como un acto natural de la vida, pero la muerte de Cristo no
es algo ‘natural’, sino que viene de una condena: es una
ejecución. Sólo el corazón desgarrado de Dios puede
transformar un acto atroz en un misterio sobrenatural.
Jesús está al servicio de una vida que sobrepasa los planes
de los hombres y que se funda en la providencia.
La cruz, porque el Nazareno
muere en ella, se convierte en el eje del mundo, de
la historia, del hombre, gracias a un Cristo encarnado,
mutilado e inmolado, y, ahora, ante nuestros ojos, muerto.
Nuestra cobardía y nuestro acomodo, nuestro egoísmo y
nuestra debilidad, también matan a Cristo y nos llevan a la
desesperanza. Pero cuando parece que todo acaba para los
hombres, todo comienza para Dios.
Sólo nos queda adorar la
cruz, hacer de esa adoración una forma cotidiana de
vida, para así poder ver más allá de la agonía, para así
poder vencer la tentación. Ver a Cristo muerto es una de las
mayores tentaciones que el diablo nos presenta. Por el miedo
quiere hacernos dudar; por el dolor pretende que rechacemos
la profundidad del amor de Dios; por el sufrimiento nos
quiere hacer huir del escenario del dolor y dejar a Jesús
completamente solo; por el sentimiento de soledad quiere que
olvidemos la Alianza.
Por eso Jesús nos enseña a
rezar no nos dejes caer en la tentación... porque
vencerla es madurar la fe, como acto de entrega confiada,
incluso cuando no entendemos el sentido de los
acontecimientos; porque vencerla es mantener la esperanza,
es mantenernos firmes, como María y Juan, a los pies de la
cruz; porque vencer la tentación es contemplar la caridad de
Cristo, que mana de su cuerpo como su sangre, en señal de
amor al hombre y de fidelidad al Padre: hágase tu
voluntad...
El Cuerpo y la Sangre de
Cristo se alzan en la cruz, como si la crucifixión fuera una
hostia consagrada por el Espíritu de Dios para la iglesia
universal. Danos hoy nuestro pan de cada día… Y en
esa forma pura, la muerte de Jesús está llena de perdón y de
vida, una vida eterna capaz de perdonar nuestras ofensas.
Dios Padre consagra una eucaristía en la que, a través del
sufrimiento nos enseña las bondades de la gracia y la fuerza
del amor.
Así, la muerte en la cruz es
la imagen del mandamiento nuevo, y tiene que ser tan
sobrecogedora para que se cure nuestra falta de fe:
líbranos del mal… ilumínanos Señor, y muéstranos tu cruz
como la única fuente de vida.
Autor:
Ricardo Piñero Mora (Universidad de Salamanca) Arvo.net,07/02/2008
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