El ciclo vital se repite: nacer, morir,
resucitar... como las plantas: nacer y arraigar, trasplantarse y desarraigo, y
volver a arraigar, nacer de nuevo... el cirio pascual nos lo recuerda: el
padecimiento, la muerte, es la puerta de la vida, y esta es nuestra esperanza
que nos une en el momento de dolor ante alguien querido que está muriendo,
esperando el final. Al contemplar la vida llena de quien ha estado tantos años
a nuestro lado, el corazón se nos va a Jesús, que con su pasión y resurrección
vino a traernos la buena nueva de que Dios es Padre y nos manda su Espíritu
para ir hacia Él: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios”. Sí, somos hijos de Dios, y si somos hijos, también somos herederos...
puesto que sufrimos con él para llegar a ser glorificados con él (Carta a los
Romanos, 8).
Los sufrimientos del mundo presente no son nada comparados con la felicidad de la gloria... todos estamos esperando esta manifestación de los hijos de Dios, tenemos ya los frutos de esta cosecha en la esperanza: cuando sembramos bondad ya la recogemos, en nuestro corazón, pero es sólo una prenda de lo mucho que será el cielo.
Para acompañar a Cristo en su gloria, en el triunfo final, hace falta que participemos antes en su holocausto, así nos identificamos con Él. La devoción cristiana al Santo Cristo nos habla de que hace falta morir para poder vivir, y cuando una persona a la que apreciamos ha alcanzado la cumbre, después de haber disfrutado de la vida, cuando ha conseguido llegar a la otra orilla, en este río que es la vida, queremos recordarla con acción de gracias por el tiempo que la hemos tenido cerca, por la vida que ha podido disfrutar, plena de frutos de bondad. Dar gracias a Dios por todos los años que hemos podido gozar de su compañía, con la pena de no tenerla ya, pero con la esperanza de que la muerte es un cerrar los ojos de aquí y abrirlos a la Vida, a la felicidad, donde se disfruta ya del fruto de las obras buenas. Es sentir a Dios, que dice: “ven conmigo, ya has trabajado lo suficiente, ahora a gozar”.
El enigma más grande de la condición humana es la muerte. Es una cosa muy dolorosa que muera una persona a la que amamos, y sentimos la necesidad de rezar, con la fe de que “las almas de los justos están en manos de Dios”: la vida no se acaba con la muerte, tan sólo se transforma, y cuando termina la estancia aquí en la tierra empieza otra eterna en el cielo. Encomendamos en estos momentos a quien al mismo tiempo esperamos que se encuentra ya con Dios cara a cara, porque así como desde el bautismo ha compartido la muerte de Jesucristo, así estará con Él en el cielo compartiendo plenamente su resurrección, ahora con su alma y después también con el cuerpo glorioso, aquel día cuando Cristo, resucitando a los muertos, transformará nuestro pobre cuerpo para hacerlo semejante a Él (de la Plegaria Eucarística III).
Esto es el que nos nace en el interior como queriendo expresar con palabras esa vida buscaba quien estaba con nosotros: “Todo mi ser tiene sed de ese Dios que me es vida”, dice el Salmo: “como la cierva desea el agua viva, así mi alma busca mi Dios”.
En esta vida no hemos de aspirar a una perfección de ser correctos -como si la cosa consistiera en tener las manos limpias-, sino amar –tener las manos llenas-: S. Joan de la Cruz nos lo recordaba diciendo que “al atardecer (de la vida) seremos juzgados en el amor”. Ya aquí tenemos el premio de las obras de amor, con una vida llena, y la tiene quien ama, así se descubre de donde viene todo amor: Dios es amor, y el amor de la tierra nos hace saber que el amor es eterno, que no se acaba con la muerte... y por lo tanto ya se puede ser feliz aquí (aun cuando dicen que es un valle de lágrimas, que sólo seremos felices en el cielo), pues aquí podamos ya tener, en la esperanza y como prenda segura, todo aquello que esperamos, así la felicidad del cielo es para aquellos que saben ser felices a la tierra; no consiste en tener una vida cómoda, sino un corazón enamorado, que sepa amar, aprender así a vivir la vida sin temor a la muerte: “La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios, a la hora de la muerte” (J. Escrivà). Cuando comulgamos, en ese momento íntimo, podemos sentir más la proximidad de todos aquellos que ya están con el Señor, porque tenemos al Señor dentro, y podemos hablar con Jesús y con los que están con Él... La Virgen María es la gran intercesora para el momento de la muerte, a ella nos encomendamos siempre que decimos: “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”, momento que Ella nos abrazará y acompañará a Jesús, para disfrutar de aquello que siempre hemos deseado aún sin saberlo.
Los sufrimientos del mundo presente no son nada comparados con la felicidad de la gloria... todos estamos esperando esta manifestación de los hijos de Dios, tenemos ya los frutos de esta cosecha en la esperanza: cuando sembramos bondad ya la recogemos, en nuestro corazón, pero es sólo una prenda de lo mucho que será el cielo.
Para acompañar a Cristo en su gloria, en el triunfo final, hace falta que participemos antes en su holocausto, así nos identificamos con Él. La devoción cristiana al Santo Cristo nos habla de que hace falta morir para poder vivir, y cuando una persona a la que apreciamos ha alcanzado la cumbre, después de haber disfrutado de la vida, cuando ha conseguido llegar a la otra orilla, en este río que es la vida, queremos recordarla con acción de gracias por el tiempo que la hemos tenido cerca, por la vida que ha podido disfrutar, plena de frutos de bondad. Dar gracias a Dios por todos los años que hemos podido gozar de su compañía, con la pena de no tenerla ya, pero con la esperanza de que la muerte es un cerrar los ojos de aquí y abrirlos a la Vida, a la felicidad, donde se disfruta ya del fruto de las obras buenas. Es sentir a Dios, que dice: “ven conmigo, ya has trabajado lo suficiente, ahora a gozar”.
El enigma más grande de la condición humana es la muerte. Es una cosa muy dolorosa que muera una persona a la que amamos, y sentimos la necesidad de rezar, con la fe de que “las almas de los justos están en manos de Dios”: la vida no se acaba con la muerte, tan sólo se transforma, y cuando termina la estancia aquí en la tierra empieza otra eterna en el cielo. Encomendamos en estos momentos a quien al mismo tiempo esperamos que se encuentra ya con Dios cara a cara, porque así como desde el bautismo ha compartido la muerte de Jesucristo, así estará con Él en el cielo compartiendo plenamente su resurrección, ahora con su alma y después también con el cuerpo glorioso, aquel día cuando Cristo, resucitando a los muertos, transformará nuestro pobre cuerpo para hacerlo semejante a Él (de la Plegaria Eucarística III).
Esto es el que nos nace en el interior como queriendo expresar con palabras esa vida buscaba quien estaba con nosotros: “Todo mi ser tiene sed de ese Dios que me es vida”, dice el Salmo: “como la cierva desea el agua viva, así mi alma busca mi Dios”.
En esta vida no hemos de aspirar a una perfección de ser correctos -como si la cosa consistiera en tener las manos limpias-, sino amar –tener las manos llenas-: S. Joan de la Cruz nos lo recordaba diciendo que “al atardecer (de la vida) seremos juzgados en el amor”. Ya aquí tenemos el premio de las obras de amor, con una vida llena, y la tiene quien ama, así se descubre de donde viene todo amor: Dios es amor, y el amor de la tierra nos hace saber que el amor es eterno, que no se acaba con la muerte... y por lo tanto ya se puede ser feliz aquí (aun cuando dicen que es un valle de lágrimas, que sólo seremos felices en el cielo), pues aquí podamos ya tener, en la esperanza y como prenda segura, todo aquello que esperamos, así la felicidad del cielo es para aquellos que saben ser felices a la tierra; no consiste en tener una vida cómoda, sino un corazón enamorado, que sepa amar, aprender así a vivir la vida sin temor a la muerte: “La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios, a la hora de la muerte” (J. Escrivà). Cuando comulgamos, en ese momento íntimo, podemos sentir más la proximidad de todos aquellos que ya están con el Señor, porque tenemos al Señor dentro, y podemos hablar con Jesús y con los que están con Él... La Virgen María es la gran intercesora para el momento de la muerte, a ella nos encomendamos siempre que decimos: “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”, momento que Ella nos abrazará y acompañará a Jesús, para disfrutar de aquello que siempre hemos deseado aún sin saberlo.
Autor: Llucià Pou Sabaté | Fuente:
Catholic.net
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