El árbol de la vida reencontrado
Ese árbol sugiere al Papa el árbol de la vida que aparece en el relato bíblico del paraíso. Se sobreentiende la historia de la caída de los orígenes. La absurda declaración
de independencia de los primeros padres respecto al Creador. Rompieron
libremente su vínculo con Dios y así el árbol de la vida, la
inmortalidad, recibida en aquel estadio como don «preternatural», quedó
fuera de su alcance. Ahora, dice el Papa, «ese árbol es María con el
fruto bendito de su vientre, Jesús. Pero Jesús está allí como niño,
inerme, en ademán de invitación, como 'Emanuel', un Dios al alcance de
la mano, un Dios para tratar de 'tú'. Él nos invita a su casa, a
nosotros, que en un sentido muy profundo sufrimos todos de la
'enfermedad de las caídas'. Una y otra vez somos incapaces de andar y de
estar interiormente erguidos. Una y otra vez caemos, no tenemos el
dominio de nosotros mismos, estamos alienados y carecemos de libertad. »
La iglesia rotonda subraya esa misma
afirmación. El octógono circular es la forma clásica de la iglesia
bautismal, que retoma a su vez antiquísimas tradiciones religiosas: la
cueva y la construcción redonda que sugieren el seno materno, el
misterio del nacimiento. Así, la construcción remite de nuevo a María, a
la Iglesia, a nuestro bautismo y nuevo nacimiento. Interpreta para
nosotros lo que significa que Dios se haya hecho niño. Interpreta lo que
significa la frase de Jesús a Nicodemo: «Si no naces del agua y del
Espíritu no puedes entrar en el reino de Dios». Y en este contexto tiene
también su lugar la otra frase de Jesús: «Si no os hacéis como niños no
entraréis en el reino de los cielos».
¿El amor, esclavitud?
Ahora el Papa cita parafraseando a Karl Marx
quien dijo en una ocasión: «'no serás independiente mientras te debas a
la gracia de otro'. Mientras no seas independiente, no serás libre sino
dependiente». Con cierta ironía añade Benedicto XVI: «¡Qué raciocinio
tan obvio! Pero si se lo analiza más de cerca, viene a significar que se
declara el amor como falta de libertad, puesto que el amor implica que
necesito del otro y de su gracia. Esa idea de libertad entiende el amor
como una esclavitud y tiene como presupuesto la destrucción del amor. En
ello es un ataque a la verdad de la condición humana, que vive del
amor. Y también es un ataque a Dios, cuya imagen es el hombre justamente
por el hecho de que necesita amor. En efecto, Dios tampoco quiso ser
independiente del amor: el Hijo existe sólo desde el Padre, el Espíritu
sólo desde ambos y el Padre sólo hacia ambos: él es Dios sólo en esa
dependencia mutua, como Trinidad. No puede ser de otro modo si Dios es
amor.»
El anhelo de plena libertad como
independencia es utopía en el más estricto sentido de la palabra, es
decir, lo que no existe en parte alguna, ni siquiera en Dios. Dios es
independiente de todo lo que no es Él, pero en su intimidad, cada
Persona divina depende de las demás. Nada de lo que existe es
independiente. La persona no existe sino en relación con otras personas
de las que depende en su origen y en el sentido de su existencia. Si se
aísla, se asfixia. Y si se aísla de Dios muere. Existir, aunque sea en
la soledad eremítica, es al menos coexistir con el mundo que sostiene el
cuerpo y con Dios que sostiene todo. Existir es coexistir. Vivir es
convivir. La verdad del misterio de la comunión de los santos que
confesamos en el Credo es fundamental. No se puede ser «en Cristo» sin
ser «un solo cuerpo con los que comen un solo pan (Cristo)». La gran
liberación es vencer el egocentrismo. El egocentrismo es antinatural.
Paradójicamente es contrario a la naturaleza del yo.
La muerte es el fruto del aislamiento
respecto a Dios. El único liberador de la muerte es el Resucitado,
Cristo. Con Él, el que muera, aunque haya muerto, vivirá ([2]).
No hay otro Salvador, no hay otro liberador, no hay otra libertad
definitiva que la liberación de la muerte y ésta solo se encuentra en
Cristo crucificado y resucitado. Él es el fruto del árbol de la Vida
inmortal.
El fruto del árbol de la vida
«A esa verdad primordial de la
condición humana nos remite el Niño Jesús: tenemos que nacer de nuevo.
Debemos ser aceptados y dejarnos aceptar. Hemos de dejar transformar
nuestra dependencia en amor y, así, llegar a ser libres. Tenemos que
nacer de nuevo, deponer el orgullo, llegar a ser niños: reconocer y
recibir en el Niño Jesús al fruto de la vida. A ello quiere conducirnos
la Navidad: ésa es la verdad del niño, la verdad del fruto del árbol de
la vida. El árbol de Christkindl, que nos dice esto, es al mismo tiempo
una custodia: la manifestación de Aquel que es el pan de la vida, la
aparición visible de la salvación. Y ese árbol es cruz y, por eso, pudo
convertirse en altar. El niño sostiene la cruz y la corona de espinas en
las manos, los signos del amor que convierte el árbol en cruz, pero
también la cruz en mesa de la vida eterna. El verdadero árbol de la vida
no está lejos de nosotros, en algún paraje de un mundo perdido. Ha sido
erigido en medio de nosotros, no sólo como imagen y signo, sino en la
realidad. Jesús, que es el fruto del árbol de la vida, la vida misma, se
ha hecho tan pequeño que nuestras manos pueden contenerlo. Se hace
dependiente de nosotros para hacernos libres, para recuperarnos de
nuestra «enfermedad de las caídas». No defraudemos su confianza.
Depositémonos en sus manos tal como él se ha depositado en las
nuestras.» A.O.
NOTAS:
(1) JOSEPH RATZINGER.BENEDICTO XVI, La bendición de la Navidad. Meditaciones, Herder, Barcelona 2007, pp. 47-51.
(2) Jn 11, 25: "Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá"
(2) Jn 11, 25: "Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá"
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