En la Sagrada
Escritura se emplean diversos términos para expresar el concepto de fortaleza.
En griego: dynamis, isjis, krátos; en latín: fortitudo,
virtus, vis. La diferencia fundamental entre la fortaleza bíblica
y la fortaleza de la filosofía antigua es el carácter religioso y teocéntrico
de la primera. La fortaleza en la filosofía griega se entiende como fuerza de
ánimo frente a las adversidades de la vida, como desprecio del peligro en la
batalla (andreía); como dominio de las pasiones para ser dueño de uno
mismo (kartería); como virtud con la que el hombre se impone por su
grandeza (megalopsychía). En todo caso, se considera que el hombre sólo
posee sus propias fuerzas para librarse de los males y del destino.
Antiguo
Testamento
En el Antiguo
Testamento, la fortaleza aparece como una perfección o atributo divino. Dios
manifiesta su fuerza liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Después
del paso del mar Rojo, los israelitas entonan un canto triunfal en el que
atribuyen a Yahvéh la victoria: «Tu diestra, Yahvéh, relumbra por su fuerza; tu
diestra, Yahvéh, aplasta al enemigo» (Ex 15, 6). En los Salmos, son
muchos los lugares en los que se canta la fortaleza de Dios (Sal 21, 2;
21, 14; 93, 1; 118, 14; 147, 5). De la fortaleza divina participa el pueblo de
Israel y cada uno de sus miembros en la lucha por alcanzar la tierra prometida
y cumplir la Ley, de modo que la fortaleza se considera como un don de Dios:
«Yahvéh, mi roca, mi baluarte, mi liberador, mi Dios, la peña en que me amparo,
mi escudo y cuerno de mi salvación, mi altura inexpugnable y mi refugio, mi
salvador que me salva de la violencia» (2 Sam 22, 2-3); «En Dios sólo el
descanso de mi alma, de él viene mi salvación; sólo él mi roca, mi salvación,
mi ciudadela, no he de vacilar» (Sal 62, 2-3); «A los que esperan en
Yahvéh él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin
fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 31). Es Dios el que da la
fuerza al pueblo (cfr Dt 8, 17; Jue 6, 12) y combate por él (2
Re 19, 35; 2 Crón 20, 5). El hombre no debe fiarse de su propia
fortaleza: «No queda a salvo el rey por su gran ejército, ni el bravo inmune por
su enorme fuerza. Vana cosa el caballo para la victoria, ni con todo su vigor
puede salvar» (Sal 33, 16-17). El Señor pone en guardia contra la
exaltación de la propia fuerza: «Así dice Yahvéh: No se alabe el sabio por su
sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía» (Jer 9, 22).
La fortaleza es
don de Dios, y Dios la da al hombre que confiesa su propia debilidad y le
invoca con confianza: «Pon tu suerte en Yahvéh, confía en él, que él obrará» (Sal
37, 5). Da la fuerza a David, que se presenta frente a Goliat en nombre de
Yahvéh (cfr 1 Sam 17, 45). En cambio, cuando el hombre presume de ser
independiente de Dios e intenta conseguir la felicidad y la grandeza por sus
propias fuerzas, el pecado y los ídolos lo esclavizan, y él, a su vez, trata de
esclavizar a sus semejantes (cfr Gén 11).
Nuevo
Testamento
También el
Nuevo Testamento enseña que la fortaleza es un atributo divino. Pero sobre todo
nos la muestra como residiendo plenamente en Cristo, que manifiesta su poder
obrando milagros, manifestación tangible de la potencia divina presente en Él.
Poder que concede a los apóstoles ya desde su primera misión (cfr Lc 9,
1). El modelo de fortaleza es Cristo. Por una parte, asume y experimenta la
debilidad humana a lo largo de su vida en la tierra. De modo especial se
manifiesta su condición humana en la oración en el huerto de Getsemaní (cfr Mt
26, 38 ss). Pero, por otra parte, Cristo se mantiene firme en el
cumplimiento de la voluntad del Padre y se identifica con ella. Demuestra el
grado supremo de fortaleza en el martirio, en el sacrificio de la cruz,
confirmando en su propia carne lo que había aconsejado a sus discípulos: «No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed
ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10,
28). El discípulo de Cristo, que sabe que «el Reino de los Cielos padece
violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12), que ha de seguir
a su Maestro llevando la cruz, que tiene que esforzarse por entrar por la
puerta angosta, permanecer firme en la verdad y afrontar con paciencia los
peligros que proceden del enemigo, necesita la virtud de la fortaleza. Pero se
trata de una fortaleza sobrenatural. No basta con las fuerzas humanas para alcanzar
la meta a la que está destinado. Es el mismo Cristo quien comunica
gratuitamente esta virtud al cristiano: «Todo lo puedo en aquél que me
conforta» (Fil 4, 13); «Por lo demás, reconfortaos en el Señor y en la
fuerza de su poder, revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir
las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la
carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este
mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por
eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras
vencer en todo, permanezcáis firmes» (Ef 6, 10-13).
Autor: Tomás Trigo, Profesor de Teología Moral, Facultad
de Teología, Universidad de Navarra
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