jueves, 31 de enero de 2013

Abre tu boca






En todo momento, tu corazón y tu boca deben meditar la sabiduría, y tu lengua proclamar la justicia, siempre debes llevar en el corazón la ley de tu Dios. Por esto, te dice la Escritura.Hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. Hablemos, pues, del Señor Jesús, porque él es la sabiduría, él es la palabra, y Palabra de Dios.

Porque también está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Por él anhela quien repite sus palabras y las medita en su interior. Hablemos siempre de él. Si hablamos de sabiduría, él es la sabiduría; si de virtud, él es la virtud; si de justicia, él es la justicia; si de paz, él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, él es todo esto.

Está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Tú ábrela, que él habla. En este sentido dijo el salmista: Voy a escuchar lo que dice el Señor, y el mismo Hijo de Dios dice: Abre tu boca que te la llene. Pero no todos pueden percibir la sabiduría en toda su perfección, como Salomón o Daniel; a todos, sin embargo, se les infunde, según su capacidad, el espíritu de sabiduría, con tal de que tengan fe. Si crees, posees el espíritu de sabiduría.

Por esto, medita y habla siempre las cosas de Dios, estando en casa. Por la palabra casa podemos entender la iglesia o, también, nuestro interior, de modo que hablemos en nuestro interior con nosotros mismos. Habla con prudencia, para evitar el pecado, no sea que caigas por tu mucho hablar. Habla en tu interior contigo mismo como quien juzga. Habla cuando vayas de camino, para que nunca dejes de hacerlo. Hablas por el camino si hablas en Cristo, porque Cristo es el camino. Por el camino, háblate a ti mismo, habla a Cristo. Atiende cómo tienes que hablarle: Quiero –dice– que los hombres recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de iras y divisiones. Habla, oh hombre, cuando te acuestes, no sea que te sorprenda el sueño de la muerte. Atiende cómo debes hablar al acostarte: No daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.

Cuando te levantes, habla también de él, y cumplirás así lo que se te manda. Fíjate cómo te despierta Cristo. Tu alma dice: Oigo a mi amado que llama, y Cristo responde: Ábreme, amada mía. Ahora ve cómo despiertas tú a Cristo. El alma dice: ¡Muchachas de Jerusalén, os conjuro que no vayáis a molestar, que no despertéis al amor! El amor es Cristo.

Autor: San Ambrosio, obispo de sus comentarios sobre los salmos (Salmo 36, 65-66: CSEL 64, 123-125)

  
Oración de San Ambrosio para antes de comenzar la Celebración
Eucarística




Señor mío Jesucristo, yo pecador indigno, confiando en tu misericordia y bondad, vengo a tomar parte en este Banquete Santísimo del Altar.

Reconozco que tanto mi corazón como mi mente están manchados con muchos  pecados; y, que mi cuerpo y mi lengua no han sido guardados cuidadosamente. Por lo cual, Dios adorable, yo miserable pecador, en medio de tantas angustias y peligros, recurro a Ti que eres fuente de misericordia, ya que me es imposible excusarme ante tu mirada de Juez irritado. Deseo vivamente obtener tu perdón, ya que eres mi Redentor y Salvador.

A Ti Señor presento mis debilidades y pecados para que me perdones. 

Reconozco que Te he ofendido frecuentemente. Por eso me humillo y me  arrepiento y espero en tu misericordia infinita.

Olvida mis culpas y no me castigues como merecen mis pecados. Perdóname, Tú que eres la misma bondad.  

Amén.



miércoles, 30 de enero de 2013

EL TRIUNFO



“Cuando entran los monarcas a tomar posesión de su reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que, o se quitan del todo las puertas, o pasan por encima de ellas. Por eso, así como los Ángeles, cuando entró Jesucristo decían (S.23,7): Abrid príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria; así, ahora que María va a tomar posesión del Reino de los cielos, los Ángeles que la acompañan claman a los que están adentro: Abrid, príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, y entrará la Reina de los gloria.

Ved que ya entra María en la patria bienaventurada. Mas al entrar y verla tan hermosa y gloriosa, los espíritus celestiales preguntan a los que vienen de fuera, como contempla Orígenes (Cant.8,5): “¿Quién es esta criatura tan bella, que viene del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, mas Ella viene tan pura y tan rica de virtudes, apoyada en su amado Señor, que se digna acompañarla Él mismo con tanto honor?” “Quién es?”. Y los Ángeles que la acompañan responden: {Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres, la llena de gracia, la santa de los santos, la predilecta de Dios, la inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas.” Entonces, todos aquellos espíritus bienaventurados, comenzaron a bendecirla y alabarla, cantando, mejor que los hebreos a Judit (15,10): “Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor de nuestro pueblo, Señora y Reina nuestra, Vos sois la gloria del cielo, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros. Sed por siempre bienvenida, sed por siempre bendita. Éste es vuestro reino, y todos nosotros somos vasallos vuestros prontos a cumplir vuestras órdenes”

Luego se acercaron a darle la bienvenida y saludarla como a su Reina todos los santos que hasta entonces estaban en el cielo. Llegaron todas las santas vírgenes y dijeron: “Santísima Señora,…Vos sois nuestra Reina porque fuisteis la primera en consagrar a Dios vuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y damos gracias.” Llegaron también los mártires a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia en los dolores de la Pasión de su Hijo, les había enseñado e impetrado con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Llegó Santiago el Mayor, el único de los Apóstoles que hasta entonces había subido al cielo, y en nombre de todos los Apóstoles le dio gracias por todo el consuelo y la asistencia que les había prestado durante su permanencia en la tierra. Llegaron luego a saludarla los Profetas, y le decían: “Vos, Señora, sois la que vislumbramos en nuestras profecías.” Llegaron los santos Patriarcas y le decían: “Vos, María, fuisteis nuestra esperanza, y por tantos siglos tan suspirada.” Y entre éstos llegaron con mayor afecto a darle gracias nuestros primeros padres Adán y Eva, y le decían: “Hija predilecta, Tú has reparado el daño que nosotros hicimos al género humano. Tú devolviste al mundo la bendición perdida por nuestra culpa, por Ti somos salvos; ¡Seas por siempre Bendita!”

Llegó después a besarle los pies San Simeón, y le recordó con júbilo el día en que recibió de sus manos a Jesús niño. Llegaron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por aquella amorosa visita que con tanta humildad y caridad les hizo en si casa, y por la cual recibieron tantos tesoros de gracias. Con mayor afecto llegó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. ó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. Y ¿Qué le dirían cuando llegaron a saludarla sus queridos padres San Joaquín y Santa Ana? ¡Oh Dios! Con cuánta ternura la debieron bendecir diciendo: “Hija amada ¿y qué dicha la nuestra la de tener una hija como Tú! Ahora eres nuestra Reina, porque eres la Madre de nuestro Dios; por tal te saludamos y te veneramos.”

Más, ¿Quién puede comprender el afecto con que llegó a saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar la alegría que sintió el Santo Patriarca al ver a su esposa entrar en el cielo con tanto triunfo y ser proclamada Reina de todos los cielos?¡Con cuanta ternura le debió decir!: “Señora y esposa mía, ¿Cuándo podré yo agradecer lo que debo a nuestro Dios por haberme hecho esposo vuestro, que sois su verdadera Madre? Por Vos merecí en la tierra asistir en su infancia al Verbo encarnado, tenerle tantas veces en mis brazos y recibir de Él tantas gracias especiales. ¡Benditos sean los momentos que empleé en la vida en servir a Jesús y a Vos, mi santa esposa! …

Por fin, todos los Ángeles llegaron a saludarla, y Ella, la gran Reina, a todos dio las gracias por la asistencia que le habían prestado en la tierra; singularmente a San Gabriel Arcángel, feliz embajador de todas sus dichas, cuando bajó a darle la nueva de que era elegida para Madre de Dios.

Luego, arrodillada la humilde y Santa Virgen, adoró a la divina Majestad, y toda abismada en el conocimiento de su nada, dio gracias por todos los dones que su bondad le había concedido, y especialmente, por haberla hecho Madre del Verbo Eterno. No hay quien pueda comprender con cuánto amor la bendijo la Santísima Trinidad; qué acogida hizo el Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la coronó, comunicándole su poder, el Hijo la Sabiduría; el Espíritu Santo el Amor. Y todas las tres Personas, colocando su trono a la diestra de Jesús, la proclamaron Reina universal del cielo y de la tierra, y mandaron a los Ángeles y a todas las criaturas que la reconocieran como su Reina, y como a tal la obedecieran y sirvieran.”

Autor: San Alfonso María de Ligorio





Virgen Santísima Inmaculada y Madre mía María, a Vos, que sois la Madre de mi Señor, la Reina del mundo, la abogada, la esperanza, el refugio de los pecadores, acudo en este día yo, que soy el más miserable de todos. Os venero, ¡oh gran Reina!, y os doy las gracias por todos los favores que hasta ahora me habéis hecho, especialmente por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido. Os amo, Señora amabilísima, y por el amor que os tengo prometo serviros siempre y hacer cuanto pueda para que también seáis amada de los demás. Pongo en vuestras manos toda mi esperanza, toda mi salvación; admitidme por siervo vuestro, y acogedme bajo vuestro manto, Vos, ¡oh Madre de misericordia! Y ya que sois tan poderosa ante Dios, libradme de todas las tentaciones o bien alcanzadme fuerzas para vencerlas hasta la muerte. Os pido un verdadero amor a Jesucristo. Espero de vos tener una buena muerte; Madre mía, por el amor que tenéis a Dios os ruego que siempre me ayudéis, pero más en el último instante de mi vida. No me dejéis hasta que me veáis salvo en el cielo para bendeciros y cantar vuestras misericordias por toda la eternidad. Así lo espero. Amén.

martes, 29 de enero de 2013

Haced esto





Haced esto en conmemoración mía. Dos cosas hay destacar en estas palabras. La primera es el mandato de celebrar este sacramento, mandato expresado en las palabras: Haced esto. La segunda es que se trata del memorial de la muerte que sufrió el Señor por nosotros.

Dice, pues: Haced esto. No podríamos imaginarnos un mandato más provechoso, más dulce, más saludable, más amable, más parecido a la vida eterna. Esto es lo que vamos a demostrar punto por punto.

Lo más provechoso en nuestra vida es lo que nos sirve para el perdón de los pecados y la plenitud de la gracia. Él, el Padre de los espíritus, nos instruye en lo que es provechoso para recibir su santificación. Su santificación consiste en su sacrificio, esto es, en su ofrecimiento sacramental, cuando se ofrece al Padre por nosotros y se ofrece a nosotros para nuestro provecho. Por ellos me consagro yo. Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.

Es también lo más dulce que podemos hacer. ¿Qué puede haber más dulce que aquello en que Dios nos muestra toda su dulzura? A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles, proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil sabores, a gusto de todos; este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería.

Es lo más saludable que se nos podía mandar. Este sacramento es el fruto del árbol de la vida, y el que lo come con la devoción de una fe sincera no gustará jamás la muerte. Es árbol de vida para los que la cogen, son dichosos los que la retienen. El que me come vivirá por mí. Es lo más amable que se nos podía mandar. Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento. Los hombres de mi campamento dijeron: «¡Ojalá nos dejen saciarnos de su carne!»; que es como si dijera: «Tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para, incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo».

Y es lo más parecido a la vida eterna que se nos podía mandar. La vida eterna viene a ser una continuación de este sacramento, en cuanto que Dios penetra con su dulzura en los que gozan de la vida bienaventurada.

Autor: San Alberto Magno, Obispo y doctor de la Iglesia





Oración del predicador

Señor Jesucristo, haz que con deseo ardiente me precipite a escuchar la Palabra de Dios,
y haz que no rechaze a los que ya se han acercado;
haz que sepa estar junto a las aguas, no dentro de las aguas de la vanagloria;
que suba a la navecilla de la obediencia y que baje a tierra por la humildad;
que lave las redes del deseo de la predicación
y de las buenas obras de toda avaricia, vanagloria y adulación;
que sepa repararlas mediante la armonía de las sentencias;
que las seque con la claridad;
que las recoja por cautela y no por pereza;
que no las rasgue por las divisiones;
que aleje de la tierra la nave de la religión y permanezca descansando en ella.
Haz que enseñe a los demás con el ejemplo;
que sepa alternar la contemplación y la acción;
que sepa conducir a los demás a la profundidad de la contemplación
mediante la predicación de la religión.
Que lance las redes en tu palabra
y no en la tiniebla del pecado y de la ignorancia
de tal forma que pueda capturar obras vivas;
que en las aguas de las tribulaciones
pueda llenar mis redes de la abundancia de tu presencia y de tus consuelos
de modo que el alma reviente de admiración y busque ayudar al prójimo,
especialmente a los más necesitados.
Que llene las naves de obediencia y de paciencia
y que por la humildad me prosterne ante las rodillas de Jesús
y que, una vez arribado de este mundo a la tierra de los vivientes,
pueda yo recibir los premios eternos. Amén.

San Alberto Magno. Liturgia de las Horas. Propio O.P., pp. 1814-1815.

lunes, 28 de enero de 2013

Era necesario





¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado.

La segunda razón tiene también su importancia, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Esto es lo hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia.

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Si por la desobediencia de uno –es decir, de Adán– todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.

Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre.

No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se repartieron mis ropas; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre.

Autor: Santo Tomás de Aquino de sus conferencias






Oración de Santo Tomás de Aquino

Aquí me llego, todopoderoso y eterno Dios, al sacramento de vuestro unigénito Hijo mi Señor Jesucristo, como enfermo al médico de la vida, como manchado a la fuente de misericordias, como ciego a la luz de la claridad eterna, como pobre y desvalido al Señor de los cielos y tierra.
Ruego, pues, a vuestra infinita bondad y misericordia, tengáis por bien sanar mi enfermedad, limpiar mi suciedad, alumbrar mi ceguedad, enriquecer mi pobreza y vestir mi desnudez, para que así pueda yo recibir el Pan de los Angeles, al Rey de los Reyes, al Señor de los señores, con tanta reverencia y humildad, con tanta contrición y devoción, con tal fe y tal pureza, y con tal propósito e intención, cual conviene para la salud de mi alma.
Dame, Señor, que reciba yo, no sólo el sacramento del Sacratísimo Cuerpo y Sangre, sino también la virtud y gracia del sacramento !Oh benignísimo Dios!, concededme que albergue yo en mi corazón de tal modo el Cuerpo de vuestro unigénito Hijo, nuestro Señor Jesucristo, Cuerpo adorable que tomó de la Virgen María, que merezca incorporarme a su Cuerpo místico, y contarme como a uno de sus miembros.
!Oh piadosísimo Padre!, otorgadme que este unigénito Hijo vuestro, al cual deseo ahora recibir encubierto y debajo del velo en esta vida, merezca yo verle para siempre, descubierto y sin velo, en la otra. El cual con Vos vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

domingo, 27 de enero de 2013

Verdad



Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

Autor: San Agustín Del libro de las Confesiones de san Agustín, obispo Libro 7, 10. 18, 27

sábado, 26 de enero de 2013

Felicidad



A fin de cuentas, en la vida del hombre no existe más que un único problema: saber dónde está el centro de su alma; averiguar si yo soy el centro de mí mismo o si, en cambio, tengo mi alma volcada hacia fuera de mí, hacia arriba o hacia mi alrededor; aclararme si yo soy mi propio ídolo o si mi corazón es más grande que mis intereses; descubrir si mi existencia es una autofagia (un devorarme a mi mismo) o más bien un servicio a algo diferente de mí y más grande que yo; investigar si me estoy dedicando a chupetear mi propia y personalísima felicidad o si, por el contrario, mi felicidad la he puesto al servicio de una tarea más alta que mi propia vida y de otros seres (incluido el Otro ser, con mayúscula) que valoro como más importantes que yo; en una palabra: saber si mi vida y mi alma se alimentan de amor o de egoísmo.

Éste, repito, es el único y radical dilema, la pregunta clave a la que todo hombre debe responderse con lealtad.

El hombre -todo hombre- nace como una circunferencia con el eje en el centro de sí misma. Todo gira, según su instinto, hacia ese centro mágico, todo debería subordinarse a él según su capricho. Pero el alma, lentamente, comienza a descubrir que hay algo por encima y fuera de esa circunferencia, algo que le afecta también a ella.

¿Qué hacer entonces: atraer todo, subordinar todo hacia ese centro sacratisimo o más bien tender hacia todo eso que se está descubriendo y ensanchar con ello nuestra circunferencia, haciéndonos con ello más grandes? ¿Encastillarnos en nuestro egoísmo, encadenando todo a él o, por el contrario, irnos «descentrando», sacar de nosotros nuestro propio eje para colocar nuestro «polo de atracción» por encima o más allá de nosotros mismos? ¿Nos abrirnos en el amor o nos cerramos en nuestra autoadoración?

Esta es la gran apuesta en la que nos jugamos el «tamaño» de nuestras propias vidas. La primera opción -el egoísmo- conduce a la soledad; la soledad, a la amargura; la amargura, a la desesperación. La segunda -el amor- conduce a la convivencia; la convivencia, a la fecundidad; la fecundidad, a la alegría.

Por eso, el primer gran descubrimiento es el de que el prójimo no es nuestro limite y menos nuestro infierno (como decía descabelladamente Sartre-. «el infierno son los otros»), sino nuestro multiplicador.

Vivir es convivir. Convivir no es semivivir, sino multivivir; no recorta, aumenta; no condiciona, lanza. Amar puede implicar alguna renuncia (o comenzar siendo una renuncia), pero siempre termina acrecentando. En rigor -como decía Gabriel Marcel-, «nada está jamás perdido para un hombre que sirve a un gran amor o vive una verdadera amistad, pero todo está perdido para el que está solo. " No hay más que un sufrimento que estar solo ".

Yo pienso a veces que si se nos concediera por una gran gracia de Dios descubrir lo que en nuestra alma es realmente nuestro y lo que debemos a los demás, nos impresionaría comprobar qué cortas fueron nuestras conquistas personales. ¿Qué seria yo ahora sin todo lo que recibí de prestado de mis padres, mis hermanos, amigos? ¿Cuántos trozos de mi alma debo a Bach o a Mozart, a Bernanos o a Dostoievski, a Fray Angélico o al Greco, a Francisco de Asís o Tomás de Aquino, a mis profesores de colegio o seminario, a mis compañeros de ordenación y de trabajo, a tantos corno me han querido y ayudado? Me quedaría desnudo si, de repente, me quitaran todos esos préstamos.

¿Y cuánto me ha dado también lo poco que yo di? «La felicidad -decía Follereau- es lo único que estamos seguros de poseer cuando lo hemos regalado.»

Vivir es hacer vivir. Hay que crear otras felicidades para ser feliz. Hay que regalar mucho para estar lleno.
En cambio, ¡qué infecundo es nuestro egoísmo, que nada producimos cuando nos encerramos en nosotros mismos !.

Claudel hablaba, con frase tremenda pero certísima, de «la quietud incestuosa de la criatura replegada sobre si misma».

Sí, el egoísmo es infecundo como una masturbación del espíritu. Y es cegador, porque produce un placer tan transitorio, tan breve, tan inútil... Pero, por otro lado, ¡está tan dentro de nosotros! Sólo un alma muy despierta no rueda por esa cuesta abajo, tan cómoda como es de bajar.

Incluso, con frecuencia, se disfraza de amor. Esto sucede cuando «usamos» el amado o la cosa amada para nuestro personal regodeo. Cuando creemos amar, pero atrapamos. Cuando queremos «para» ser queridos. Cuando convertimos el ser amado o la vocación amada en un espejo donde nos vemos a nosotros mismos multiplicados.

«Nos vemos -ha escrito Moeller- constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o amplificadores de nuestro yo. Queremos poseemos más ampliamente en su mirada, en sus pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abrazamos la miserable imagen de nuestra limitación individual, sino una silueta desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un país o incluso de un mundo.

Cada vez que la persona amada es reducida a la condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto bruto, del que yo me sirvo para agrandarme a mí mismo.»

Podemos incluso creer que amamos a Dios cuando le «usamos» simplemente. No le amamos a él, sino al fruto que de él esperamos. Convertimos a Dios en «un ojo que me tranquiliza, que me garantiza «mi» eternidad. Pero eso no es una verdadera religiosidad. Es, cuando más, simple narcisismo religioso.

El verdadero amor es, en cambio, el que nos saca de nosotros mismos, el que nos lanza hacia afuera y nos enriquece, no por lo que nos devuelven, sino porque el simple acto de salir de nosotros es enriquecedor. El alma se estira cuando se abre. Se vuelve fecunda por el hecho de abrirse.

«Tan pronto -dice Marcel- como surge la amistad (hacia Dios, hacia los hombres, hacia las cosas, hacia la tarea emprendida, concretaría yo), el tiempo se abre y el alma sabe que no se pertenece a sí misma, que el único uso legítimo de su voluntad consiste precisamente en reconocer que no se pertenece. Partiendo de este reconocimiento puede obrar, puede crear.»

Pues sólo se obra, sólo se crea por amor. Más: sólo se cree por amor. Y eso es lo que hace que la fe en Dios esté tan unida al amor a los hermanos. «La fe -decía Guardini- es una llama que se enciende en otra llama», pues hasta Dios «llega a nosotros por el corazón de los demás». O como decía Peguy: «Cristiano es el que da la mano. El que no da la mano, ése no es cristiano, y poco importa lo que pueda hacer con esa mano».

Por todo ello, el amor no es un añadido. Como si se dijera: yo soy bueno, y además, con lo que me sobra, amo, regalo los sobrantes de la maravilla de mi almita.

Al contrario: yo soy bueno en la medida en que amo, vivo en la medida en que amo. No sólo es que -como decía Camus- debería «darnos vergüenza ser felices nosotros solos»; es que solos podemos tener placer, pero no felicidad; es que solos podemos correr tanto como un coche dentro de un garaje, ya que, por fortuna, los sueños de nuestra alma son siempre mayores que nuestra propia alma, que no se desarrolla encastillada dentro de las cuatro paredes de nuestros propios intereses.

Lo más importante de nosotros mismos está fuera de nosotros: arriba, en Dios; a derecha e izquierda, en cuanto nos rodea. Por eso. el amor no es la nata y la guinda con la que adornamos la tarta de la vida. Es la harina con la que la fabricamos para que sea verdadera.

Autor: Martín Descalzo Fuente: Razones para el amor

viernes, 25 de enero de 2013

Escritura






 Sacia tu sed en el Antiguo Testamento para, seguidamente, beber del Nuevo. Si tú no bebes del primero, no podrás beber del segundo. Bebe del primero para atenuar tu sed, del segundo para saciarla completamente... Bebe de la copa del Antiguo Testamento y del Nuevo, porque en los dos es a Cristo a quien bebes. Bebe a Cristo, porque es la vid (Jn 15,1), es la roca que hace brotar el agua (1Co, 10,3), es la fuente de la vida (Sal 36,10). Bebe a Cristo porque él es “el correr de las acequias que alegra la ciudad de Dios” (Sal 45,5), él es la paz (Ef 2,14) y “de su seno nacen los ríos de agua viva” (Jn 7,38). Bebe a Cristo para beber de la sangre de tu redención y del Verbo de Dios. El Antiguo Testamento es su palabra, el Nuevo lo es también. Se bebe la Santa Escritura y se la come; entonces, en las venas del espíritu y en la vida del alma desciende el Verbo eterno. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Dt 8,3; Mt 4,4). Bebe, pues de este Verbo, pero en el orden conveniente. Bebe primero del Antiguo Testamento, y después, sin tardar, del Nuevo.

    Dice él mismo, como si tuviera prisa: “Pueblo que camina en las tinieblas, mira esta gran luz; tú, que habitas en un país de muerte, sobre ti se levanta una luz” (Is 9,1 LXX). Bebe, pues, y no esperes más y una gran luz te iluminará; no la luz normal de cada día, del sol o de la luna, sino esta luz que rechaza la sombra de la muerte.



San Ambrosio (c 340-397), obispo de Milán y maestro de San Agustín, doctor de la Iglesia  Fuente: Comentario al salmo 1, 33; CSEL 64, 28-30