A fin de cuentas, en la vida del
hombre no existe más que un único problema: saber dónde está el centro de su
alma; averiguar si yo soy el centro de mí mismo o si, en cambio, tengo mi alma
volcada hacia fuera de mí, hacia arriba o hacia mi alrededor; aclararme si yo
soy mi propio ídolo o si mi corazón es más grande que mis intereses; descubrir
si mi existencia es una autofagia (un devorarme a mi mismo) o más bien un
servicio a algo diferente de mí y más grande que yo; investigar si me estoy
dedicando a chupetear mi propia y personalísima felicidad o si, por el
contrario, mi felicidad la he puesto al servicio de una tarea más alta que mi
propia vida y de otros seres (incluido el Otro ser, con mayúscula) que valoro
como más importantes que yo; en una palabra: saber si mi vida y mi alma se alimentan
de amor o de egoísmo.
Éste, repito, es el único y radical
dilema, la pregunta clave a la que todo hombre debe responderse con lealtad.
El hombre -todo hombre- nace como
una circunferencia con el eje en el centro de sí misma. Todo gira, según su instinto,
hacia ese centro mágico, todo debería subordinarse a él según su capricho. Pero
el alma, lentamente, comienza a descubrir que hay algo por encima y fuera de
esa circunferencia, algo que le afecta también a ella.
¿Qué hacer entonces: atraer todo,
subordinar todo hacia ese centro sacratisimo o más bien tender hacia todo eso
que se está descubriendo y ensanchar con ello nuestra circunferencia,
haciéndonos con ello más grandes? ¿Encastillarnos en nuestro egoísmo,
encadenando todo a él o, por el contrario, irnos «descentrando», sacar de
nosotros nuestro propio eje para colocar nuestro «polo de atracción» por encima
o más allá de nosotros mismos? ¿Nos abrirnos en el amor o nos cerramos en
nuestra autoadoración?
Esta es la gran apuesta en la que
nos jugamos el «tamaño» de nuestras propias vidas. La primera opción -el
egoísmo- conduce a la soledad; la soledad, a la amargura; la amargura, a la
desesperación. La segunda -el amor- conduce a la convivencia; la convivencia, a
la fecundidad; la fecundidad, a la alegría.
Por eso, el primer gran
descubrimiento es el de que el prójimo no es nuestro limite y menos nuestro
infierno (como decía descabelladamente Sartre-. «el infierno son los otros»),
sino nuestro multiplicador.
Vivir es convivir. Convivir no es
semivivir, sino multivivir; no recorta, aumenta; no condiciona, lanza. Amar
puede implicar alguna renuncia (o comenzar siendo una renuncia), pero siempre
termina acrecentando. En rigor -como decía Gabriel Marcel-, «nada está jamás
perdido para un hombre que sirve a un gran amor o vive una verdadera amistad,
pero todo está perdido para el que está solo. " No hay más que un
sufrimento que estar solo ".
Yo pienso a veces que si se nos
concediera por una gran gracia de Dios descubrir lo que en nuestra alma es
realmente nuestro y lo que debemos a los demás, nos impresionaría comprobar qué
cortas fueron nuestras conquistas personales. ¿Qué seria yo ahora sin todo lo
que recibí de prestado de mis padres, mis hermanos, amigos? ¿Cuántos trozos de
mi alma debo a Bach o a Mozart, a Bernanos o a Dostoievski, a Fray Angélico o
al Greco, a Francisco de Asís o Tomás de Aquino, a mis profesores de colegio o
seminario, a mis compañeros de ordenación y de trabajo, a tantos corno me han querido
y ayudado? Me quedaría desnudo si, de repente, me quitaran todos esos
préstamos.
¿Y cuánto me ha dado también lo
poco que yo di? «La felicidad -decía Follereau- es lo único que estamos seguros
de poseer cuando lo hemos regalado.»
Vivir es hacer vivir. Hay que crear
otras felicidades para ser feliz. Hay que regalar mucho para estar lleno.
En cambio, ¡qué infecundo es
nuestro egoísmo, que nada producimos cuando nos encerramos en nosotros mismos
!.
Claudel hablaba, con frase tremenda
pero certísima, de «la quietud incestuosa de la criatura replegada sobre si
misma».
Sí, el egoísmo es infecundo como
una masturbación del espíritu. Y es cegador, porque produce un placer tan
transitorio, tan breve, tan inútil... Pero, por otro lado, ¡está tan dentro de
nosotros! Sólo un alma muy despierta no rueda por esa cuesta abajo, tan cómoda
como es de bajar.
Incluso, con frecuencia, se
disfraza de amor. Esto sucede cuando «usamos» el amado o la cosa amada para
nuestro personal regodeo. Cuando creemos amar, pero atrapamos. Cuando queremos
«para» ser queridos. Cuando convertimos el ser amado o la vocación amada en un
espejo donde nos vemos a nosotros mismos multiplicados.
«Nos vemos -ha escrito Moeller-
constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o amplificadores
de nuestro yo. Queremos poseemos más ampliamente en su mirada, en sus
pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abrazamos la
miserable imagen de nuestra limitación individual, sino una silueta
desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un
país o incluso de un mundo.
Cada vez que la persona amada es
reducida a la condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto
bruto, del que yo me sirvo para agrandarme a mí mismo.»
Podemos incluso creer que amamos a
Dios cuando le «usamos» simplemente. No le amamos a él, sino al fruto que de él
esperamos. Convertimos a Dios en «un ojo que me tranquiliza, que me garantiza
«mi» eternidad. Pero eso no es una verdadera religiosidad. Es, cuando más, simple
narcisismo religioso.
El verdadero amor es, en cambio, el
que nos saca de nosotros mismos, el que nos lanza hacia afuera y nos enriquece,
no por lo que nos devuelven, sino porque el simple acto de salir de nosotros es
enriquecedor. El alma se estira cuando se abre. Se vuelve fecunda por el hecho
de abrirse.
«Tan pronto -dice Marcel- como
surge la amistad (hacia Dios, hacia los hombres, hacia las cosas, hacia la
tarea emprendida, concretaría yo), el tiempo se abre y el alma sabe que no se
pertenece a sí misma, que el único uso legítimo de su voluntad consiste
precisamente en reconocer que no se pertenece. Partiendo de este reconocimiento
puede obrar, puede crear.»
Pues sólo se obra, sólo se crea por
amor. Más: sólo se cree por amor. Y eso es lo que hace que la fe en Dios esté
tan unida al amor a los hermanos. «La fe -decía Guardini- es una llama que se
enciende en otra llama», pues hasta Dios «llega a nosotros por el corazón de
los demás». O como decía Peguy: «Cristiano es el que da la mano. El que no da
la mano, ése no es cristiano, y poco importa lo que pueda hacer con esa mano».
Por todo ello, el amor no es un
añadido. Como si se dijera: yo soy bueno, y además, con lo que me sobra, amo,
regalo los sobrantes de la maravilla de mi almita.
Al contrario: yo soy bueno en la
medida en que amo, vivo en la medida en que amo. No sólo es que -como decía
Camus- debería «darnos vergüenza ser felices nosotros solos»; es que solos
podemos tener placer, pero no felicidad; es que solos podemos correr tanto como
un coche dentro de un garaje, ya que, por fortuna, los sueños de nuestra alma
son siempre mayores que nuestra propia alma, que no se desarrolla encastillada
dentro de las cuatro paredes de nuestros propios intereses.
Lo más importante de nosotros
mismos está fuera de nosotros: arriba, en Dios; a derecha e izquierda, en
cuanto nos rodea. Por eso. el amor no es la nata y la guinda con la que
adornamos la tarta de la vida. Es la harina con la que la fabricamos para que
sea verdadera.
Autor: Martín Descalzo Fuente: Razones
para el amor
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