sábado, 26 de enero de 2013

Felicidad



A fin de cuentas, en la vida del hombre no existe más que un único problema: saber dónde está el centro de su alma; averiguar si yo soy el centro de mí mismo o si, en cambio, tengo mi alma volcada hacia fuera de mí, hacia arriba o hacia mi alrededor; aclararme si yo soy mi propio ídolo o si mi corazón es más grande que mis intereses; descubrir si mi existencia es una autofagia (un devorarme a mi mismo) o más bien un servicio a algo diferente de mí y más grande que yo; investigar si me estoy dedicando a chupetear mi propia y personalísima felicidad o si, por el contrario, mi felicidad la he puesto al servicio de una tarea más alta que mi propia vida y de otros seres (incluido el Otro ser, con mayúscula) que valoro como más importantes que yo; en una palabra: saber si mi vida y mi alma se alimentan de amor o de egoísmo.

Éste, repito, es el único y radical dilema, la pregunta clave a la que todo hombre debe responderse con lealtad.

El hombre -todo hombre- nace como una circunferencia con el eje en el centro de sí misma. Todo gira, según su instinto, hacia ese centro mágico, todo debería subordinarse a él según su capricho. Pero el alma, lentamente, comienza a descubrir que hay algo por encima y fuera de esa circunferencia, algo que le afecta también a ella.

¿Qué hacer entonces: atraer todo, subordinar todo hacia ese centro sacratisimo o más bien tender hacia todo eso que se está descubriendo y ensanchar con ello nuestra circunferencia, haciéndonos con ello más grandes? ¿Encastillarnos en nuestro egoísmo, encadenando todo a él o, por el contrario, irnos «descentrando», sacar de nosotros nuestro propio eje para colocar nuestro «polo de atracción» por encima o más allá de nosotros mismos? ¿Nos abrirnos en el amor o nos cerramos en nuestra autoadoración?

Esta es la gran apuesta en la que nos jugamos el «tamaño» de nuestras propias vidas. La primera opción -el egoísmo- conduce a la soledad; la soledad, a la amargura; la amargura, a la desesperación. La segunda -el amor- conduce a la convivencia; la convivencia, a la fecundidad; la fecundidad, a la alegría.

Por eso, el primer gran descubrimiento es el de que el prójimo no es nuestro limite y menos nuestro infierno (como decía descabelladamente Sartre-. «el infierno son los otros»), sino nuestro multiplicador.

Vivir es convivir. Convivir no es semivivir, sino multivivir; no recorta, aumenta; no condiciona, lanza. Amar puede implicar alguna renuncia (o comenzar siendo una renuncia), pero siempre termina acrecentando. En rigor -como decía Gabriel Marcel-, «nada está jamás perdido para un hombre que sirve a un gran amor o vive una verdadera amistad, pero todo está perdido para el que está solo. " No hay más que un sufrimento que estar solo ".

Yo pienso a veces que si se nos concediera por una gran gracia de Dios descubrir lo que en nuestra alma es realmente nuestro y lo que debemos a los demás, nos impresionaría comprobar qué cortas fueron nuestras conquistas personales. ¿Qué seria yo ahora sin todo lo que recibí de prestado de mis padres, mis hermanos, amigos? ¿Cuántos trozos de mi alma debo a Bach o a Mozart, a Bernanos o a Dostoievski, a Fray Angélico o al Greco, a Francisco de Asís o Tomás de Aquino, a mis profesores de colegio o seminario, a mis compañeros de ordenación y de trabajo, a tantos corno me han querido y ayudado? Me quedaría desnudo si, de repente, me quitaran todos esos préstamos.

¿Y cuánto me ha dado también lo poco que yo di? «La felicidad -decía Follereau- es lo único que estamos seguros de poseer cuando lo hemos regalado.»

Vivir es hacer vivir. Hay que crear otras felicidades para ser feliz. Hay que regalar mucho para estar lleno.
En cambio, ¡qué infecundo es nuestro egoísmo, que nada producimos cuando nos encerramos en nosotros mismos !.

Claudel hablaba, con frase tremenda pero certísima, de «la quietud incestuosa de la criatura replegada sobre si misma».

Sí, el egoísmo es infecundo como una masturbación del espíritu. Y es cegador, porque produce un placer tan transitorio, tan breve, tan inútil... Pero, por otro lado, ¡está tan dentro de nosotros! Sólo un alma muy despierta no rueda por esa cuesta abajo, tan cómoda como es de bajar.

Incluso, con frecuencia, se disfraza de amor. Esto sucede cuando «usamos» el amado o la cosa amada para nuestro personal regodeo. Cuando creemos amar, pero atrapamos. Cuando queremos «para» ser queridos. Cuando convertimos el ser amado o la vocación amada en un espejo donde nos vemos a nosotros mismos multiplicados.

«Nos vemos -ha escrito Moeller- constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o amplificadores de nuestro yo. Queremos poseemos más ampliamente en su mirada, en sus pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abrazamos la miserable imagen de nuestra limitación individual, sino una silueta desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un país o incluso de un mundo.

Cada vez que la persona amada es reducida a la condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto bruto, del que yo me sirvo para agrandarme a mí mismo.»

Podemos incluso creer que amamos a Dios cuando le «usamos» simplemente. No le amamos a él, sino al fruto que de él esperamos. Convertimos a Dios en «un ojo que me tranquiliza, que me garantiza «mi» eternidad. Pero eso no es una verdadera religiosidad. Es, cuando más, simple narcisismo religioso.

El verdadero amor es, en cambio, el que nos saca de nosotros mismos, el que nos lanza hacia afuera y nos enriquece, no por lo que nos devuelven, sino porque el simple acto de salir de nosotros es enriquecedor. El alma se estira cuando se abre. Se vuelve fecunda por el hecho de abrirse.

«Tan pronto -dice Marcel- como surge la amistad (hacia Dios, hacia los hombres, hacia las cosas, hacia la tarea emprendida, concretaría yo), el tiempo se abre y el alma sabe que no se pertenece a sí misma, que el único uso legítimo de su voluntad consiste precisamente en reconocer que no se pertenece. Partiendo de este reconocimiento puede obrar, puede crear.»

Pues sólo se obra, sólo se crea por amor. Más: sólo se cree por amor. Y eso es lo que hace que la fe en Dios esté tan unida al amor a los hermanos. «La fe -decía Guardini- es una llama que se enciende en otra llama», pues hasta Dios «llega a nosotros por el corazón de los demás». O como decía Peguy: «Cristiano es el que da la mano. El que no da la mano, ése no es cristiano, y poco importa lo que pueda hacer con esa mano».

Por todo ello, el amor no es un añadido. Como si se dijera: yo soy bueno, y además, con lo que me sobra, amo, regalo los sobrantes de la maravilla de mi almita.

Al contrario: yo soy bueno en la medida en que amo, vivo en la medida en que amo. No sólo es que -como decía Camus- debería «darnos vergüenza ser felices nosotros solos»; es que solos podemos tener placer, pero no felicidad; es que solos podemos correr tanto como un coche dentro de un garaje, ya que, por fortuna, los sueños de nuestra alma son siempre mayores que nuestra propia alma, que no se desarrolla encastillada dentro de las cuatro paredes de nuestros propios intereses.

Lo más importante de nosotros mismos está fuera de nosotros: arriba, en Dios; a derecha e izquierda, en cuanto nos rodea. Por eso. el amor no es la nata y la guinda con la que adornamos la tarta de la vida. Es la harina con la que la fabricamos para que sea verdadera.

Autor: Martín Descalzo Fuente: Razones para el amor

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