Sacia tu sed en el Antiguo Testamento para,
seguidamente, beber del Nuevo. Si tú no bebes del primero, no podrás beber del
segundo. Bebe del primero para atenuar tu sed, del segundo para saciarla
completamente... Bebe de la copa del Antiguo Testamento y del Nuevo, porque en
los dos es a Cristo a quien bebes. Bebe a Cristo, porque es la vid (Jn 15,1),
es la roca que hace brotar el agua (1Co, 10,3), es la fuente de la vida (Sal
36,10). Bebe a Cristo porque él es “el correr de las acequias que alegra la ciudad
de Dios” (Sal 45,5), él es la paz (Ef 2,14) y “de su seno nacen los ríos de
agua viva” (Jn 7,38). Bebe a Cristo para beber de la sangre de tu redención y
del Verbo de Dios. El Antiguo Testamento es su palabra, el Nuevo lo es también.
Se bebe la Santa Escritura y se la come; entonces, en las venas del espíritu y
en la vida del alma desciende el Verbo eterno. “No sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra de Dios” (Dt 8,3; Mt 4,4). Bebe, pues de este Verbo, pero
en el orden conveniente. Bebe primero del Antiguo Testamento, y después, sin
tardar, del Nuevo.
Dice él mismo, como si tuviera prisa: “Pueblo que camina en las tinieblas, mira esta gran luz; tú, que habitas en un país de muerte, sobre ti se levanta una luz” (Is 9,1 LXX). Bebe, pues, y no esperes más y una gran luz te iluminará; no la luz normal de cada día, del sol o de la luna, sino esta luz que rechaza la sombra de la muerte.
Dice él mismo, como si tuviera prisa: “Pueblo que camina en las tinieblas, mira esta gran luz; tú, que habitas en un país de muerte, sobre ti se levanta una luz” (Is 9,1 LXX). Bebe, pues, y no esperes más y una gran luz te iluminará; no la luz normal de cada día, del sol o de la luna, sino esta luz que rechaza la sombra de la muerte.
San Ambrosio (c 340-397), obispo de Milán y maestro de San
Agustín, doctor de la Iglesia Fuente: Comentario
al salmo 1, 33; CSEL 64, 28-30
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