La
unión establecida en la variedad engendra el orden; el orden produce la
conveniencia y la proporción, y la conveniencia, en las cosas acabadas y
perfectas, produce la belleza. La bondad y la belleza, aunque ambas estriben en
cierta conveniencia, no son, empero, una misma cosa; el bien es aquello cuyo
goce nos deleita; lo bello, aquello cuyo conocimiento nos agrada.
Habiendo,
pues, lo bello recibido este nombre, porque su conocimiento produce deleite, es
menester que, además de la unión, de la variedad del orden y de la
conveniencia, posea un resplandor y una claridad tales, que lo pongan al
alcance de nuestra visión y de nuestro conocimiento.
Pero
en los seres animados y vivientes, su belleza no existe sin la buena gracia, la
cual, además de la conveniencia perfecta de las partes, exige la conveniencia
de los movimientos, de los ademanes y de las acciones, que son como el alma y
la vida de la hermosura de las cosas vivas. Así, en la soberana belleza de
nuestro Dios, no reconocemos la unión, sino la unidad de la esencia en la
distinción de las personas, con una infinita claridad, unida a la conveniencia
incomprensible de todos los movimientos, de las acciones y de las perfecciones,
soberanamente comprendidas, o, por decirlo así, juntas y excelentemente
acumuladas en la única y simplicísima perfección del puro acto divino, que es
el mismo Dios, inmutable e invariable, como lo diremos en otro lugar.
Dios,
pues, al querer que todas las cosas fuesen buenas y bellas, redujo la multitud
y la diversidad de las mismas a una perfecta unidad, y, por decirlo así, las
dispuso según un orden monárquico, haciendo que todas se relacionasen entre sí,
y, en último término, con Él, que es el rey soberano. Redujo todos los miembros
a un cuerpo, bajo una cabeza; con varias personas, formó una familia; con
varias familias, una ciudad; con varias ciudades, una provincia; con varias
provincias, un reino, y sometió todo el reino a un solo rey.
De
la misma manera, entre la innumerable multitud y variedad de acciones,
movimientos, sentimientos, inclinaciones, hábitos, pasiones, facultades y
potencias que encontramos en el hombre, Dios ha establecido una natural
monarquía en la voluntad, la cual manda y domina sobre todo lo que hay en este
pequeño mundo, y parece que Dios haya dicho a la voluntad lo que Faraón dijo a
José: «Tú tendrás el gobierno de mi casa y, al imperio de tu voz, obedecerá el
pueblo todo; sin que tú lo mandes, nadie se moverá». Pero este dominio de la
voluntad se ejercita con grandes diferencias.
Autor:
San Francisco de Sales Fuente: Tratado del amor de Dios
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