1. La caridad
en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y,
sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del
auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»—
es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con
valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza
que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra
su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo
plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta
verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad,
proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas
exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el
impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan
completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la
mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones
humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la
iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para
nosotros. En Cristo, la caridad
en la verdad se convierte en
el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la
verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina
social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por
esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la
síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia
a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de
las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino
también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y
políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo
porque, como enseña San Juan (cf. 1
Jn 4,8.16) y como he
recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de
Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el
don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra
esperanza.
Soy
consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre
la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la
ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el
ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los
contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia
para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad
de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo
de la «veritas in caritate» (Ef 4,15),
sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in
veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía»
de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la
caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio a
la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la
verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de
la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto
social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien
desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por esta
estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión
auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las
relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad resplandece la
caridad y puede ser vivida
auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz
es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la
inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad,
percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la
caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio
vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una
cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se
distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la
caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos
relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano
y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo
tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»:
Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que
está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su
riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto,
comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y
de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las
determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de
las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el
testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en
el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad
en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo
no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una
buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de
caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos
sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este
modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la
verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado.
Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano
de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad
es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor
que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el
Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es
amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en
práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5).
Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de
caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para
difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La doctrina
social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida.
Es«caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de
Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la
verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los
acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la
fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos
cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los
graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta
verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin
verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y
responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses
privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como
los actuales.
6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la
doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en
criterios orientadores de la acción moral. Deseo
volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial
por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.
Ante todo,
la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda
sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la
justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca
carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le
corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío
sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama
con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la
justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a
la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad»[1],
intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo
Pablo VI, su «medida mínima»[2],
parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol
Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto
de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la
construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por
otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la
entrega y el perdón[3].
La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes
sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de
comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las
relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por
la justicia en el mundo.
7. Hay que
tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su
bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien
relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de
ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que
se unen en comunidad social[4].
No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman
parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien
realmente y de modo más eficaz. Desear el
bien común y esforzarse por
él es exigencia de justicia y
caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por
otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y
culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al
prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que
responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta
caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía
institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos
cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra
directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el
bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior
al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la
justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en
el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está
inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la
historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el
bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la
familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5],
dando así forma de unidad y de paz a la ciudad
del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la
ciudad de Dios sin barreras.
8. Al
publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado
predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con
el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado
que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos ha dejado la consigna de caminar
por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra
inteligencia[7],
es decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad
originaria del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre
nuestra vida al don y hace posible esperar en un «desarrollo de todo el hombre
y de todos los hombres»[8],
en el tránsito «de condiciones menos humanas a condiciones más humanas»[9],
que se obtiene venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a
lo largo del camino.
A más de
cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y honrar
la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado,
para actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con
la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso
conmemorar la publicación de la Populorum progressio con ocasión de su vigésimo
aniversario. Hasta entonces, una conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte
años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época contemporánea», que
ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.
9. El amor en
la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en un
mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es
que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se
corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que
pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la
razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un
carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo
que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso
técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que
vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser
humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia
no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende «de ninguna manera
mezclarse en la política de los Estados»[11].
No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y
circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de
su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida,
incapaz de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en
consideración los valores —a veces ni siquiera el significado— con los cuales
juzgarla y orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que
es la única garantía de
libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo
humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y
la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es
irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio:
está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier
saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en
unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en
la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].
Autor: Sumo Pontífice Benedicto XVI a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas, a todos los fieles laicos y a todos los hombres de buena voluntad sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad
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