La vuelta de
Cristo a su Padre es a la vez fuente de pena, porque implica su ausencia, y
fuente de alegría, porque implica su presencia. De la doctrina de su
Ressurección y de su Ascensión brotan estas paradojas cristianas a menudo
mencionadas en la Escritura: estamos afligidos, pero siempre alegres, "
pobres, pero que enriquecen a muchos " (2Co 6,10).
Tal es en efecto nuestra condición
presente: perdimos a Cristo y lo encontramos; no lo vemos y sin embargo lo
percibimos. “Estrechamos sus pies” (Mt 28,9), pero Él nos dice: " no me
retengas " (Jn 20,17). ¿Cómo esto? El caso es que perdimos la percepción
sensible y consciente de su persona; no podemos mirarlo, oírlo, hablar con él,
seguirlo de lugar en lugar; pero gozamos espiritualmente, immaterialmente,
interiormente, mentalmente y realmente de su vista y de su posesión: una
posesión más efectiva y presente que aquella de la que los apóstoles gozaban en
los días de su carne, justamente porque es espiritual, justamente porque es
invisible.
Sabemos que en este mundo cuanto un objeto
está más cerca, menos podemos percibirlo y comprenderlo. Cristo está tan cerca
de nosotros en la Iglesia cristiana, llegando a decir, que no podemos fijar en
Él la mirada o distinguirlo. Entra en nosotros, y toma posesión de la herencia
que adquirió. No se nos presenta, sino que nos toma con él. Nos hace sus
miembros... No lo vemos; Conocemos su presencia sólo por la fe, porque está por
encima de nosotros y en nosotros. Así, estamos afligidos, porque no somos
conscientes de su presencia..., y nos regocijamos porque sabemos que lo
poseemos: " sin haberlo visto, le amáis, y sin contemplarlo todavía,
creéis en él, y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así
la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas " (1P 1,8-9).
Autor: Beato
John Henry Newman (1801-1890), teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra Sermón
“La presencia espiritual de Cristo en la Iglesia”, PPS, t. 6, n°10
No hay comentarios:
Publicar un comentario