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El silencio
es necesario para la oración, pero insuficiente. Cuando Elías escuchó la “voz
de un sutil silencio” (1Re 19,9-18), no es que haya oído el sonido del silencio
o que la ausencia de ruidos le haya revelado, por sí misma, la presencia de
Dios. En aquella soledad Dios le dio a Elías la capacidad de percibir su
presencia y de escuchar su palabra. El silencio no fue el mensaje, sino el
ambiente propicio para escuchar la Palabra. La escucha exige silencio.
El silencio
prepara para la escucha
Lo que es el
terreno arado para la siembra y la luz para la vista, así es el silencio para
escuchar la voz de Dios y para percibir su presencia.
Cuando el
Espíritu Santo viene a sembrar en nuestro espíritu, necesita que la persona
esté preparada, bien dispuesta, como un campo arado que espera acoger la
semilla de la gracia.
Gracias a la
luz se aprecia la belleza de un paisaje. Con la luz destacan los colores, las
formas, las distancias. Lo que vemos son las cosas, pero es la luz lo que nos
permite percibirlas, como el silencio lo que nos permite escuchar.
¿Cómo
percibiría esta cascada sin luces y sombras?
¿Cómo
acogería el campo la semilla si no estuviera arado?
Disponerse
para escuchar es determinante en la vida de oración
Si Dios
habla enviando Su Palabra es porque espera que haya alguien dispuesto a
escuchar. Hablar al vacío no tendría ningún sentido. Dios me habla porque
espera que yo le escuche.
Podemos
disponernos para la escucha avivando el deseo de Dios, afirmando con humildad
nuestra condición de creaturas y de pecadores, buscando el silencio y la
soledad, cultivando la vida de gracia, suplicando a Dios con insistencia:
¡Dame, Señor, un corazón que escucha!
Busco tu
rostro, Señor; quiero verte.
Tengo sed,
quiero encontrarte.
A veces me
quejo por tus largos silencios.
Tu silencio
guarda tu misterio.
Eres todo
bien y belleza; no soy capaz de abarcarte.
No es que
calles permaneciendo indiferente a mi súplica.
Hablas de
modo diferente y no siempre percibo tu voz ni te comprendo.
Que te
acepte como eres y así te siga.
Que así te
entienda, que así te ame.
Quiero
aprender a escucharte.
Tú eres la
Palabra, me hablas del amor del Padre.
Tú eres el
Camino, me muestras siempre Tu Voluntad.
Tú eres la
Luz del mundo, iluminas las cañadas más oscuras de la historia.
Tú eres el
Buen Pastor, estás siempre a mi lado.
Que mi
corazón esté siempre preparado para acogerte, como María.
¡Muéstrame
tu rostro!
¡Dame,
Señor, un corazón que escucha!
El silencio
de María
Cito un
excelente texto de Pierre de Bérulle sobre el silencio de María:
“La acción
de la Virgen consiste en estar en silencio y escuchar. Esa es su condición, su
voz, su vida. Su vida es una vida de silencio que adora a la palabra eterna.
ella veía delante de sus ojos, en su seno, en sus brazos, esa misma palabra, la
palabra sustancial al Padre… Se quedaba callada, reducida al silencio durante
la infancia del niño Jesús, María se sumerge en un nuevo silencio y en el
silencio se transforma, siguiendo el ejemplo del verbo hecho carne, que es su
hijo, su Dios, su único amor. Y su vida pasa de silencio en silencio. Del
silencio de la adoración al de la transformación.”
Silencio
interior y presencia de Dios
En nuestra
casa en Roma trabaja un buen albanés que se llama Alois. Es un hombre muy
laborioso, hábil, responsable, inteligente, agradable, siempre alegre. Escuché
ruidos de martillo en la cocina y un locutor de radio de fondo. Sabiendo que
seguramente se trataba de Alois, entré en la cocina para saludarle. Después de
conversar un rato, le pregunté:
- ¿Por qué tienes la radio
encendida? ¿No te gustaría trabajar en silencio?
- Me respondió: Pongo la radio para
que me haga compañía.
- Tienes a Dios, le dije.
- Me respondió: Entonces ya somos
tres.
El silencio
exterior es necesario, pero lo que es determinante para percibir la presencia
de Dios es el silencio interior, que no es vacío, sino actitud de escucha, es
acto de presencia de Dios. Y en la presencia de Dios se está bien: “Mantengo mi
alma en paz y en silencio como un niño destetado en brazos de su madre” (cf Sal
131)
Cuando las
turbaciones o preocupaciones provoquen interferencias en nuestro corazón y no
nos permitan alcanzar la quietud interior, es bueno recordar aquella escena en
que iba Jesús en la barca con sus discípulos mientras les azotaba una fuerte
tormenta y pedirle que así como después de su intervención “sobrevino una gran
calma” (Mt 8, 26b), así también haga reinar la calma en nosotros.
El silencio
es la condición ambiental que más favorece la contemplación.
Habiendo
terminado de escribir este artículo pedí a un compañero que me ayudara a
revisarlo y me dijo: El Papa acaba de hablar del silencio, conviene que lo lea.
Me alegró descubrir que el tema de la audiencia del Santo Padre de este pasado
miércoles 10 de agosto versó precisamente sobre el silencio. Reproduzco aquí
las palabras del Papa a los peregrinos de lengua española durante la audiencia
(y copio al final del artículo una traducción -no oficial- de la catequesis
completa que impartió en italiano):
“Invito a
todos en este tiempo a descubrir y contemplar la belleza de la creación, que a
su vez revela al Creador, y a cultivar también el silencio interior, que
dispone al recogimiento, a la meditación y a la oración, para favorecer el
progreso espiritual mediante la escucha de la voz divina en lo profundo del
alma.”
Nunca es
tarde para formar el hábito del silencio interior. El amor de Dios es eterno,
siempre es posible volver a la fuente aunque en la historia de nuestras vidas
mucha agua se haya derramado aparentemente en balde. Dios, hoy, sigue
diciéndonos al oído, con infinita paciencia: “Ojalá escuchéis hoy mi voz, no
endurezcáis vuestro corazón”. (cf Sal 95, 7b-8a)
A continuación,
el texto de la catequesis del Santo Padre Benedicto XVI, 10 de agosto de 2011:
"En
todos los tiempos, hombres y mujeres que han consagrado la vida a Dios en la
oración- como los monjes y las monjas- establecieron sus comunidades en lugares
particularmente bellos, en los campos, sobre las colinas, en los valles, en la
orilla de los lagos o del mar, e incluso en pequeñas islas. Estos lugares unen
dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la belleza de la
creación, que recuerda la del Creador, y el silencio, garantizado por la
lejanía de las ciudades y de las grandes vías de comunicación. El silencio es
la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios,
la meditación. Ya el mismo hecho de gustar el silencio, de dejarse- por así
decir- “llenar” del silencio, nos predispone a la oración. El gran profeta
Elías, sobre el monte Horeb- o sea, el Sinaí- asistió a un vendaval, después a
un terremoto, después a relámpagos de fuego, pero no reconoció en ellos la voz
de Dios; la reconoció en cambio en una brisa ligera (cf 1 Re, 19, 11-13) Dios
habla en el silencio, pero hace falta saberlo escuchar. Por esto los
monasterios son oasis en los cuales Dios habla a la humanidad; y en estos se
encuentra el claustro, lugar simbólico, porque es un espacio cerrado, pero
abierto hacia el cielo.
Mañana,
queridos amigos, haremos memoria de Santa Clara de Asís. Por ello me da gusto
recordar uno de estos “oasis” del espíritu particularmente querido a la familia
franciscana y a todos los cristianos: el pequeño convento de San Damián,
situado poco debajo de la ciudad de Asís, en medio a olivares que descienden
hacia Santa María de los Ángeles. En esta iglesita, que Francisco restauró tras
su conversión, Clara y las primeras compañeras establecieron su comunidad,
viviendo de oración y de pequeñas labores. Se llamaban las “Hermanas Pobres” y
su “forma de vida” era la misma de los Frailes Menores. “Observar el santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (Regla de Santa Clara I, 2) conservando
la unión de la caridad recíproca (cf ibíd. X, 7) y observando en particular la
pobreza y la humildad vividas por Jesús y su santísima Madre (cf ibíd. XII,
13).
El silencio
y la belleza del lugar en el cual vive la comunidad monástica- belleza simple y
austera- constituyen como un reflejo de la armonía espiritual que la misma
comunidad trata de realizar. En el mundo existe una constelación de estos oasis
del espíritu, algunos muy antiguos, particularmente en Europa, otros recientes,
otros restaurados por nuevas comunidades. ¡Mirando las cosas desde una óptica
espiritual, estos lugares del espíritu son una estructura que sostiene el
mundo! Y no es casualidad que muchas personas, especialmente en los períodos de
descanso, visiten estos lugares y se queden por algunos días: ¡también el alma,
gracias a Dios, tiene sus exigencias!
Recordemos,
pues, a Santa Clara. Pero recordemos también otras figuras de Santos que nos
recuerdan la importancia de volver la mirada a las “cosas del cielo”, como
Santa Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, carmelita, co-patrona de
Europa, que celebramos ayer. Y hoy, 10 de agosto, no podemos olvidar a San
Lorenzo, diácono y mártir, con una felicitación especial a los romanos, que
desde siempre lo veneran como uno de sus patronos. Y, por fin, volvamos nuestra
mirada a la Virgen María, para que nos enseñe a amar el silencio y la
oración."
Autor: P.
Evaristo Sada LC | Fuente: www.la-oracion.com
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