¿Qué es el Detente?
El “Detente” es un refugio y un escudo para librarnos de las
tentaciones del maligno.
Jesús tuvo una incesante lucha contra el mal espíritu y
venció gracias a la confianza en su Padre Celestial. Nosotros también luchamos
para no caer en la tentación. La condición del cristiano es la de un luchador
constante y, como soldados de Cristo, debemos instaurar su Reino en este mundo.
El “Detente” lejos de ser un talismán mágico es un signo de
nuestra confianza en el poder del Señor Jesús. Miramos su Divino Rostro y nos
sentimos apoyados por tan dulce mirada. Abrimos nuestro corazón delante de esos
brazos que siempre están abiertos para recibirnos y perdonarnos.
El Detente o Escudo del Sagrado Corazón de Jesús —también
conocido como salvaguardia, o incluso como pequeño escapulario del Sagrado
Corazón— es un sencillo emblema con la imagen del Sagrado Corazón y la divisa:
¡Deténte! El Corazón de Jesús está conmigo. ¡Venga a nosotros el tu reino!. Por
inspiración divina, surgió como un pequeño pero poderoso Escudo que la Divina
Providencia colocó a nuestra disposición a fin de protegernos contra los más
diversos peligros que enfrentamos en nuestra vida cotidiana.
Para ello, basta llevarlo consigo, no siendo necesario que
esté bendito, pues el bienaventurado Papa Pío IX extendió su bendición a todos
los Detentes –.
El “Detente” se pude usar en la ropa o en el auto, no hace
falta ninguna imposición especial. La confianza en el Sagrado Corazón de Jesús
es suficiente para experimentar los efectos de su Divino Amor y protección.
El Origen del Detente
Santa Margarita María de Alacoque escribía a la Madre de
Saumaise, Superiora de la Visitación de Dijón: “Nuestro divino Maestro me ha
dicho que desea y quiere que se hagan imágenes pequeñas de su Divino Corazón,
para que aquellos que quieran honrarlo las puedan llevar sobre sí”.
El “Detente” corresponde a una de las 12 promesas que hizo
Jesús a Santa Margarita María cuando le reveló su Sagrado Corazón: “Seré un
refugio seguro durante la vida, y sobre todo en la hora de la muerte”. ¡Qué
mejor refugio que el Corazón de Jesús! En ese Corazón se encuentran los divinos
tesoros de la misericordia y el perdón de Dios Padre que en Jesús reconcilia a
toda la humanidad. El Corazón de Jesús es fuente incesante de donde mana el
Espíritu Santo para dar vida a la Iglesia.
Esta práctica recomendada por Santa Margarita al principio
fue conocida sólo en las comunidades de la Visitación. Fue la Venerable Ana
Magdalena Rémuzat, salesa de Marsella, quien la hizo conocer fuera del
claustro. Habiendo sabido por revelación hacia 1720, que iba a desencadenarse
una gran peste en Marsella, por inspiración divina prometió que los atacados
encontrarían auxilio prodigioso en esa devoción al Sagrado Corazón.
La Santa religiosa ayudada por sus hermanas preparó a mano
millares de pequeñas imágenes de este Corazón con la inscripción “Detente el
Corazón de Jesús está aquí”. La historia narra que en efecto el azote se
detenía muchas veces como por milagro ante dicha imagen protectora. Desde
entonces la práctica se extendió a muchos países. En 1748 el Papa Benedicto XIV
envió muchos de estos detentes a la Reina de Francia. Y consta que en la
revolución francesa innumerables fieles se colocaron con el detente bajo la
protección del Corazón de Jesús.
El Beato Papa Pío IX y el Detente
En 1870, una dama romana, deseando saber la opinión del Sumo
Pontífice Pío IX acerca del Detente del Sagrado Corazón de Jesús, le presentó
uno. Conmovido a la vista de esta señal de salvación, el Papa concedió
aprobación definitiva a tal devoción y dijo: “Esto, señora, es una inspiración
del Cielo. Sí, del Cielo”. Y, después de un breve silencio añadió:
“Voy a bendecir este Corazón, y quiero que todos aquellos
que fueren hechos según este modelo reciban esta misma bendición, sin que sea
necesario que algún otro sacerdote la renueve. Además, quiero que Satanás de
modo alguno pueda causar daño a aquellos que lleven consigo el Escudo, símbolo
del Corazón adorable de Jesús”.
Para impulsar la piadosa costumbre de llevar consigo el
Detente, el bienaventurado Pío IX concedió en 1872, cien días de indulgencia
para todos los que, portando esta insignia, rezasen diariamente un Padrenuestro,
una Avemaría y un Gloria.
Después de ello, el Santo Padre compuso esta bella oración:
“¡Abridme vuestro Sagrado Corazón oh Jesús! …mostradme sus
encantos, unidme a Él para siempre. Que todos los movimientos y latidos de mi
corazón, incluso durante el sueño, os sean un testimonio de mi amor y os digan
sin cesar: Sí, Señor Jesús, yo Os adoro… aceptad el poco bien que practico…
hacedme la merced de reparar el mal cometido… para que os alabe en el tiempo y
os bendiga durante toda la eternidad. Amen”.
¡Lleva siempre contigo la protección del Detente del Sagrado
Corazón de Jesús!
Al llevar con devoción y confianza este pedazo de paño con
la imagen del Sagrado Corazón, te podrás beneficiar de las promesas hechas por
Nuestro Señor a quien porte el Detente como signo de confianza en su amor
misericordioso:
—“Les daré todas las gracias necesarias para su estado de
vida”.
—“Les daré paz a sus familias”.
—“Les consolaré en todas sus penas”.
—“Seré su refugio durante la vida y sobre todo a la hora de
la muerte”.
Una devoción permanente y actual
La Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús el viernes posterior al II domingo de pentecostés. Todo el mes de junio
está, de algún modo, dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo.
Hay quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón
es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento
actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito
General de la Compañía de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio de
la Colombière, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los
Jesuitas a impulsar esta devoción:
"Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha
acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor
posible en el curso de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta
ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan
con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas
de nuestro tiempo".
Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción
que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se
fundamenta, según el pensamiento del Papa, en dos motivos, principalmente:
1) Los elementos esenciales de esta devoción
"pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia
a lo largo de toda la historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto
en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los
sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto
en el Corazón del Verbo encarnado "el comienzo de toda la obra de nuestra
salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado
es un símbolo particularmente expresivo".
2) Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el
Verbo encarnado, que nos amó "con corazón de hombre", lejos de
empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y,
fuera de Él, nada puede llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21).
Es decir, junto al Corazón de Cristo, "el corazón del hombre aprende a
conocer el sentido de su vida y de su destino".
Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez
permanente y actual.
Esta exhortación de Juan Pablo II enlaza con la enseñanza de
sus predecesores. Como es sabido, existe un rico magisterio pontificio dedicado
a explicar los fundamentos y a promover la devoción al Corazón de Jesús: desde
las encíclica “Annum Sacrum” y "Tametsi futura", de León XIII;
pasando por "Quas primas" y "Miserentissimus Redemptor", de
Pío XI; hasta "Summi Pontificatus" y "Haurietis aquas", del
Papa Pío XII. Igualmente, Pablo VI dirigió en 1965 una Carta Apostólica a los
Obispos del orbe católico, "Investigabiles divitias". En ella animaba
a:
"actuar de forma que el culto al Sagrado Corazón, que -
lo decimos con dolor - se ha debilitado en algunos, florezca cada día más y sea
considerado y reconocido por todos como una forma noble y digna de esa verdadera
piedad hacia Cristo, que en nuestro tiempo, por obra del Concilio Vaticano II
especialmente, se viene insistentemente pidiendo..."
Al honrar el corazón de Jesús, la Iglesia venera y adora, en
palabras de Pío XII, "el símbolo y casi la expresión de la caridad
divina" . Poco después del Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de
Jesucristo, meditar sobre la devoción al Corazón de Jesús es un medio propicio
para secundar la iniciativa del Papa que nos invitaba a contemplar el
acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, misterio de salvación para
todo el género humano.
El fundamento del culto al Corazón de Jesús: la Encarnación
El fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos
precisamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo
"consustancial al Padre", "por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de
María, la Virgen, y se hizo hombre".
Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo
encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre, de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para realizar
nuestra salvación. El Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el
amor divino. La humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida hipostáticamente
a la Persona del Verbo, se convierte así para nosotros en manifestación del
amor de Dios. Sólo el amor inefable de Dios explica la locura divina de la
Encarnación: "tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito,
para que el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,
16). Es el misterio de la condescendencia divina, del anonadamiento de Aquel
que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de
Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6 ss).
El Corazón de Cristo transparenta el amor del Padre
En la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre:
"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9): "Él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre
todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la
verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio
divino..." (“Dei Verbum”, 4).
Toda su existencia terrena remite al misterio de un Dios que
es Amor, comunión de Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor,
que nos invita a entrar en la intimidad de su vida.
La ternura de Jesús
El Evangelio deja constancia de la ternura de Jesús. Él es
"manso y humilde de corazón". Es compasivo con las necesidades de los
hombres, sensible a sus sufrimientos. Su amor privilegia a los enfermos, a los
pobres, a los que padecen necesidad, pues "no tienen necesidad de médico
los sanos, sino los enfermos".
La parábola del hijo pródigo resume muy bien su enseñanza
acerca de la misericordia de Dios. El Señor, con su actitud de acogida con
respecto a los pecadores, da testimonio del Padre, que es "rico en
misericordia" y está dispuesto a perdonar siempre al hijo que sabe
reconocerse culpable. "Sólo el corazón de Cristo, que conoce las
profundidades del amor de su Padre, ha podido revelarnos el abismo de su
misericordia de una manera a la vez tan sencilla y tan bella" (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1439).
La parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda
enseñanza acerca de la condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse
del amor de Dios y de optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja
de la casa del Padre, donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre
extraños. El mal seduce prometiendo una felicidad a corto plazo. El hombre
sigue así un camino que lleva a la esclavitud y a la humillación.
Nuestra época constituye un testimonio claro de este engaño.
Vivimos en una cultura que margina positivamente lo religioso, que, dejando a
Dios de lado, prefiere rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer
egoísta, del dinero fácil.
Es importante - lo recordaba el Papa - ayudar a descubrir en
la propia alma la "nostalgia de Dios". En el fondo de todo hombre
resuena una llamada del Amor; una llamada que no debe ser desoída. Quizá el
ruido externo no permite captarla y por eso es urgente crear espacios que no
ahoguen la dimensión espiritual que todo ser humano posee en tanto que creado
por Dios y llamado a la comunión de vida con Él.
Nuestras iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de
estos espacios propicios para escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta.
Al entrar en una iglesia, el hombre de nuestro tiempo debe tener aún la
posibilidad de preguntarse sobre el motivo que anima a quienes la frecuentan.
La vida de los cristianos debe ser para todos un indicador que apunta hacia
Dios, una señal de que por encima de todo está Él.
El misterio de la Cruz
"Con amor eterno nos ha amado Dios; por eso, al ser
elevado sobre la tierra, nos ha atraído hacia su corazón, compadeciéndose de
nosotros" (Antífona 1 de las I Vísperas del Sagrado Corazón).
La Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación
de su inmenso amor al Padre en favor nuestro. El Señor nos "amó hasta el
extremo"(Jn 13,1), ya que "nadie tiene un amor más grande que el que
da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
Su Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros
pecados y por nuestra salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada
uno. Toda la humanidad está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya
nadie puede sentirse solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado
por Dios.
No hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la
redención: Él se ha puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la
culpa de la humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios.
Él es el Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra
desobediencia.
En el sufrimiento y en la muerte, "su humanidad se
convierte en el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la
salvación de los hombres. De hecho, Él ha aceptado libremente su pasión y su
muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: `Nadie
me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente´ (Jn 10, 18)"
(Catecismo de la Iglesia Católica, 609) .
En la Cruz se expresa la "riqueza insondable que es
Cristo". En la Cruz se comprende "lo que trasciende toda
filosofía": el amor cristiano, un amor que, muriendo, da la vida.
Una inagotable abundancia de gracia
En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide
a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con
nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito
"una inagotable abundancia de gracia". Del Corazón traspasado de
Cristo muerto en la Cruz brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la
Iglesia y a los sacramentos de la Iglesia.
La Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el
mundo del amor compasivo de Dios. A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse
obediente hasta la muerte, sirviendo a los hombres para que puedan
"acercarse al corazón abierto del Salvador" y "beber con gozo de
la fuente de la salvación".
El motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo
expresó bellamente Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:
"Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón
ardiente de Amor. Comprendí que sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros
de la Iglesia y que, apagado este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado
el Evangelio, los Mártires ya no habrían vertido su sangre... Comprendí que el
Amor abrazaba en sí todas las vocaciones, que el Amor era todo, que se extendía
a todos los tiempos y a todos los lugares... en una palabra, que el Amor es
eterno" (“Manuscritos autobiográficos”, B 3v).
Los sacramentos
Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de
gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.
El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del
Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que
podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta
de nuestra existencia por la esperanza.
Dios es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad
de amarle sobre todas las cosas y de amar a los hermanos por amor a Él. Si
somos dóciles y no obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá
poco a poco informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que
unificará nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando progresivamente
al de Cristo.
De este modo será un corazón engrandecido en el que todos
tendrán cabida, pues nos dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos
conozcan el amor de Dios.
La Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. Dentro
de poco celebraremos la Solemnidad del Corpus Christi. En este "sacramento
admirable" el Señor quiso dejarnos el "memorial de su Pasión".
La Eucaristía es una muestra excelsa de los "beneficios del amor de Dios
para con nosotros". El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso
quedarse con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino,
para hacernos partícipes de su Pascua.
La Penitencia renueva nuestra alma para que podamos
presentarnos ante Dios, cuando Él nos llame, limpios de nuestros pecados.
Igualmente, el sacerdocio es un don del Corazón de Jesús.
El envío del Espíritu Santo
Acerquémonos al Corazón de Cristo. Respondamos con amor al
Amor. Que nuestra vida sea un homenaje - callado y humilde - de amor y de
cumplida reparación. "Quiero gastarme sólo por tu Amor", escribía
Santa Teresita del Niño Jesús.
También nosotros le pedimos al Señor la gracia de
corresponder - en la medida de nuestras pobres fuerzas - a su infinita
compasión para con el mundo. Señor, ¡qué nos gastemos sólo por tu Amor".
Qué prendamos en las almas el fuego de tu Amor.
La primera señal del amor del Salvador es la misión del
Espíritu Santo a los discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo,
recuerda Pío XII (“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo
personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por
ambos para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad
divina. Esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón del
Salvador, en el cual "están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia" (Col 2, 3).
Al Espíritu Santo se debe el nacimiento de la Iglesia y su
admirable propagación. Este amor divino, don del Corazón de Cristo y de su
Espíritu, es el que dio a los apóstoles y a los mártires la fortaleza para
predicar la verdad y testimoniarla con su sangre.
A este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo
encarnado y se difunde por obra del Espíritu Santo en las almas de los
creyentes, San Pablo entonó aquel himno que ensalza el triunfo de Cristo y el
de los miembros de su Cuerpo: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?
¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la
persecución?, ¿la espada?... Mas en todas estas cosas triunfamos soberanamente
por obra de Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni
ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios
manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8, 35.37-39).
El Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor
y a descubrir, junto al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra
vida, a comprender el valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor
filial hacia Dios con el amor al prójimo. "Así - como pedía el Papa Juan
Pablo II - sobre las ruinas acumuladas del odio y la violencia, se podrá
construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo"
(Carta al P. Kolvenbach).
Comentarios al autor en (Catecismo de la Iglesia Católica,
609) .
En la Cruz se expresa la Una inagotable abundancia de gracia
En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se
pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con
nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito
"Los sacramentos
Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de
gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.
El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del
Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que
podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia la esperanza..
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