En algunas épocas, la Iglesia ha debido subrayar la bondad del
cuerpo, frente a quienes proponían un espiritualismo que condenaba como malo
todo lo relacionado con lo material. En la actualidad, con frecuencia se debe
hacer frente al extremo opuesto: un materialismo que desconoce las dimensiones
espirituales y pretende reducir al hombre a las dimensiones materiales que
pueden ser estudiadas mediante los métodos de las ciencias empíricas.
En este contexto, el Papa Juan Pablo II ha subrayado que el hombre
se parece más a Dios que a la naturaleza: «Son conocidas las numerosas
tentativas que la ciencia ha hecho y continúa haciendo en varios ámbitos para
demostrar los lazos del hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a
fin de insertarlo en la historia de la evolución de las diversas especies.
Respetando tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si analizamos
al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se diferencia del mundo de la
naturaleza más de cuanto se asemeja a ese mundo. En este sentido proceden
también la antropología y la filosofía cuando intentan analizar y comprender la
inteligencia, la libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El
libro del Génesis parece salir al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia
y, hablando del hombre como "imagen de Dios", permite comprender que
la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra en el camino de la
semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se parece más a Dios que a
la naturaleza. En este sentido dice el salmo 82, 6: "Sois dioses",
palabras que más tarde citará Jesús»19.
El Concilio Vaticano II enseña: «No se equivoca el hombre al
afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse algo más
que una simple partícula de la naturaleza (...). En efecto, por su interioridad es superior al
universo entero»20.
Citando este pasaje del Concilio, Juan Pablo II comenta: «He aquí cómo la misma
verdad sobre la unidad y la dualidad (la complejidad) de la naturaleza humana
puede ser expresada en un lenguaje más próximo a la mentalidad contemporánea»21.
La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por
muchos e importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades
humanas que trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la
inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de
reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad,
las capacidades de querer, de autodeterminarse libremente, de actuar en vistas
a un fin conocido intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de
auto-reflexión, de modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos
(conocer que conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer
querer). Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se
encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los conocimientos
particulares sean siempre limitados); nuestro querer tiende hacia el bien
absoluto, y no se conforma con ningún bien limitado; y podemos descubrir el
sentido de nuestra vida, e incluso darle libremente un sentido, proyectando el
futuro.
En nuestra época, el materialismo se presenta frecuentemente con
un ropaje científico. Suele argumentar que todo lo humano se relaciona con lo
material, y que el hombre es tan material como los demás seres naturales; sus
características especiales se explicarían mediante la peculiar organización de
los componentes materiales. Añade que la ciencia ya ha explicado muchos
aspectos de la persona humana, y promete que, en el futuro, cada vez explicará
mejor los restantes. Sin embargo, el materialismo es un reduccionismo
ilegítimo; intenta explicar toda la realidad recurriendo sólo a los componentes
materiales y a su funcionamiento, renunciando a cualquier pregunta de otro
tipo: este reduccionismo carece de base e incluso va contra el rigor
científico, porque no distingue los diferentes niveles de la realidad y las
diferentes perspectivas que deben adoptarse para conocerlos.
En otras ocasiones, las críticas a la espiritualidad humana se
basan en la posibilidad de construir máquinas que igualen, e incluso superen,
las capacidades humanas. Sin duda, las máquinas nos pueden igualar y superar en
muchos aspectos, pero carecen de la interioridad característica de la persona y
de las capacidades relacionadas con esa interioridad (capacidad intelectual y
argumentativa, conciencia personal y moral, capacidad de amar y ser amado, por
ejemplo). Los intentos de equiparar las máquinas con las personas suelen
incurrir en una falacia básica: exigen que se defina la persona humana en
función de unas operaciones concretas que pueden ser imitadas por las máquinas.
La inmortalidad del alma humana
La Iglesia afirma, junto con la espiritualidad del alma humana, su
inmortalidad: cuando el hombre muere, el alma espiritual continúa su
existencia. La inmortalidad del alma humana ha sido afirmada en diferentes
ocasiones por el Magisterio de la Iglesia22 , y el Concilio Vaticano II enseña:
«Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su
alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por
las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario,
la verdad más profunda de la realidad»23.
Sin duda, es imposible imaginar el estado del alma humana separada
del cuerpo, porque nuestra imaginación necesita datos sensibles que, en ese
caso, no poseemos. Pero, por el mismo motivo, tampoco podemos imaginar a Dios,
y esto no afecta en absoluto a su realidad: tenemos la capacidad de conocer las
realidades espirituales, remontándonos por encima de las condiciones
materiales.
Aunque la fe cristiana da especial certeza a esta afirmación,
podemos conocer la inmortalidad del alma a través de nuestra razón. Por una
parte, porque si el alma es espiritual, trasciende las condiciones naturales y
seguirá existiendo incluso cuando esas condiciones hagan imposible la vida
humana en su estadio terrestre. Por otra parte, porque en esta vida la
trayectoria moral de las personas no siempre encuentra la recompensa adecuada.
Además, porque no es lógico que Dios ponga en el hombre unas ansias de
felicidad e infinitud que luego no se puedan satisfacer. Y todo ello cobra
especial fuerza cuando se advierte que el alma humana debe ser creada por Dios
y que, por consiguiente, sólo podría dejar de existir si Dios la aniquilase, lo
cual parece incoherente con el plan divino.
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