Nuestro Señor fue pisoteado por la muerte, pero él, a su vez, pisoteó la muerte, trazando un camino que aplasta a la muerte. Se sometió a la muerte y la soportó deliberadamente para acabar con la obstinada muerte. En efecto, nuestro Señor “salió cargado con su cruz” (Jn 19,17). Pero desde la cruz gritó, llamando a los muertos que yacían en el abismo...
Él es el
admirable “hijo del carpintero” (Mt 13,55) que, sobre el carro de su cruz vino
hasta la gola voraz del país de los muertos, y condujo así al género humano a
la mansión de la vida (Col 1,13). Y la humanidad entera, que a causa del árbol
del paraíso había sido precipitada en el abismo inferior, por otro árbol, el de
la cruz, alcanzó la mansión de la vida. En el árbol pues en que había sido injertado un esqueje
de muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que reconozcamos en
él al jefe ante el cual no resiste nada de lo que ha sido creado.
¡Gloria a
ti que con tu cruz has echado un puente sobre el abismo de la muerte para que
las almas pudieran pasar por él desde la región de la muerte a la región de la
vida!... ¡Gloria a ti que asumiste el cuerpo de Adán, mortal, e hiciste de él
fuente de vida para todos los mortales! ¡Sí, tú vives para siempre! Tus
verdugos se comportaron contigo como unos agricultores: sembraron tu vida en
las profundidades de la tierra como se entierra el grano de trigo, para que
luego brotara e hiciera levantar con él a muchos granos (Jn 12,24).
Venid,
hagamos de nuestro amor como un incensario inmenso y universal; elevemos
cánticos y plegarias a aquel que ha hecho de su cruz un incensario a la
Divinidad y, por su sangre, nos ha colmado de riquezas.
Autor: San Efrén (hacia 306-373)
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