"Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas. Y recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo". Sant 1,17-18.21b.22.27
Comentario
El pasaje de la 2ª lectura de este 22º domingo del Tiempo ordinario está tomado de la conclusión de la primera parte de la carta del apóstol Santiago en la que se presentan los beneficios aportados por las pruebas (1,2-18), y del inicio de la segunda parte en la que señala la necesaria coherencia que debe haber entre la palabra y las obras (1,19-27). En la primera parte de la carta, el autor pone en guardia contra cualquier ilusión piadosa, como si bastara estar convencido de las verdades cristianas para ser cristiano y salvarse. La verdadera fe, si ha de conducir a la salvación, hay que demostrarla día a día. En la segunda parte, precisa que la fe reconocida y profesada urge por su esencia para que se pase a la acción, si en realidad es verdadera fe. Por eso Santiago insiste en que no basta oír, sino que hay que realizar. Hay que ser realizador de la palabra (1,22.23) y realizador de la obra (1,25). Una fe que sólo repercute en el pensamiento es una forma piadosa de engañarse a sí mismo. Por eso, al final, pone algunos ejemplos de fe realizada: la solicitud desinteresada por los indigentes (1,27: viudas, huérfanos) y la lucha para vivir de un modo agradable a Dios.
En nuestro pasaje, Santiago inicia recordando que Dios es la primera causa y el creador de todo lo bueno (vv.16-18). De este modo rebate la afirmación de quien pretende atribuir a Dios en último término la responsabilidad de la tentación y del pecado. Para ello toma este argumento del orden de la creación y se sirve de ideas que eran familiares sobre todo en el ambiente de sus lectores. Dios, por ser el creador y el conservador del mundo, es también su padre (v.17). Para demostrar lo que afirma dirige su mirada a Dios, cuya esencia es pura y buena y por consiguiente no puede producir el mal o algo imperfecto. Sus dádivas y dones son todos buenos y hacen rico y bueno al agraciado. En el v.18 presenta una prueba más contundente contra el otro modo de ver, falso y peligroso: fue voluntad libre de Dios salvarnos a nosotros, pecadores y pobres criaturas. La voluntad de Dios tiende a nuestra salvación y nada puede desviarla. No hay ninguna razón para desconfiar del amor paterno y salvador de Dios, ni siquiera cuando sufrimos tentación. Precisamente en ese caso su ayuda salvadora es el único apoyo con que contamos, la única razón sólida de nuestra confianza en que saldremos victoriosos de todas las tentaciones.
En la segunda parte de la carta, Santiago busca precisar cuál debe ser la manera de comportarse con la palabra. Señala en primer lugar la docilidad o mansedumbre: "recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas" (v.21b). La fecundidad de la Palabra no sólo depende del poder operativo de la Palabra de Dios, sino también de la colaboración del creyente. El hombre debe colaborar, venciendo su ira con mansedumbre y con una disposición amistosa, dulce, humilde y confiada.
Hay que advertir que Santiago insiste en que se acepte el mensaje de la fe y se cumplan sus exigencias: "recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros". Ocupaos constantemente de ella, vivid desplegando la fuerza de esa nueva semilla, de ese principio vital; haced fermentar vuestro pensamiento y vuestra voluntad con esa activa levadura; reformad y perfeccionad con ella vuestra vida. Es un requisito muy importante, que sólo puede cumplirse como es debido mediante un constante contacto con la palabra de Dios, que hemos de oír tal como nos la enseñan y anuncian. Vivir de la palabra pertenece a la esencia del cristianismo, tanto antes como ahora. La palabra es poderosa; "capaz de salvar vuestras almas".
En el v.22, Santiago enuncia el objetivo a que tendían sus palabras: sed realizadores de la palabra. Vivid lo que creéis. Quien reconoce como verdadero el mensaje de la fe y lo acepta, quien procura con todas sus fuerzas penetrar el sentido espiritual de la revelación, pero no ajusta su vida a la voluntad de Dios, se engaña. Santiago refuerza con una comparación el precepto que acaba de dar. Quien por medio de la fe ha penetrado en la verdad, pero sigue viviendo como si la fe no le hubiera dado una visión fundamental y nueva de su conducta y de su vida, es como un hombre que contempla su rostro en un espejo y olvida inmediatamente lo que el espejo le mostró. Un mero conocimiento superficial de la fe no sirve para nada (v.23).
Nuestro pasaje concluye con el v.27 en donde el autor precisa una vez más que la verdadera religión se demuestra con obras: "visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo". La verdadera religión se manifiesta en una vida laboriosa al servicio del amor fraterno y en la pureza de costumbres.
Aplicación
"Recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros".
Toda la liturgia de la Palabra de este 22º domingo del Tiempo ordinario busca dejarnos la enseñanza de en qué consiste la religión auténtica, iluminando cuál debe ser la relación entre religión y observancia, entre religión y corazón. La 1ª lectura del libro del Deuteronomio nos ofrece el elogio hecho por Moisés a la ley y la exigencia de ponerla en práctica. En la segunda lectura, Santiago nos indica que la Palabra de Dios, sembrada en nosotros, no sólo debe ser escuchada, sino que debe ser puesta en práctica. En el Evangelio Jesús, hablándonos de la observancia de la ley y de las tradiciones, nos deja una enseñanza muy importante: vivir la religión del corazón, que no está esclavizada de las prácticas de pureza externa, sino de la pureza del corazón.
La lectura del Deuteronomio (4,1-2.6-8) pone de relieve ante todo que la Ley es un don de Dios, que proviene de su amor por nosotros. En ella Dios nos traza el camino para alcanzar la vida auténtica y la felicidad. De ahí la insistencia de la necesidad de cumplir la Ley. Si no es puesta en práctica, no sirve de nada. Por eso debemos acoger esta Palabra de Dios, contenida en la Ley, con gratitud y llevarla fielmente a la práctica.
En el Evangelio (Mc 7,1-8.14-15.21-23) Jesús nos pone en guardia contra uno de los peligros con relación al cumplimiento de la Ley: la observancia meramente externa de los preceptos, que se queda en un ritualismo sin corazón y cae en la hipocresía. Esa fue una de las desviaciones que trajeron consigo la introducción de un excesivo número de prácticas y de tradiciones, como la de la pureza ritual, hasta hacer del cumplimiento de la Ley algo insoportable. Jesús crítica severamente tal actitud, pues mata el espíritu de la auténtica religión, reduciéndola a ritualismos y prácticas exteriores. Lo que no puede faltar en la vivencia de una auténtica religión es la práctica de la justicia, la misericordia y la fidelidad, lo cual es más importante que todas las otras prácticas exteriores. Así Jesús señala que la verdadera impureza no es la exterior, sino la del corazón, la cual provoca los pecados más grandes.
Como vemos en la 2ª lectura de la carta de Santiago (1,17-18.21b.22.27), él también insiste mucho en la necesidad de poner en práctica la Palabra de Dios: "Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos" (v.22). Por ello es preciso que acojamos la Palabra de Dios de tal manera que penetre profundamente en nosotros para después ponerla en práctica en la vida concreta, por ejemplo, como nos indica Santiago a través de la solicitud desinteresada por los indigentes (v.27: viudas, huérfanos) y la lucha para vivir de un modo agradable a Dios.
Autor: Pedro Mendoza LC
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