Ella pidió pobreza y humildad. Y Dios, escuchándola, tuvo a
bien ocultarla en su concepción, nacimiento, vida, misterios, resurrección y
asunción, a casi todos los hombres. Sus propios padres no la conocían. Y los
ángeles se preguntaban con frecuencia uno a otro: ¿Quién es ésta? (Cant. 8, 5).
Porque el Altísimo se la ocultaba. O, si algo les manifestaba de Ella, era
infinitamente más lo que les encubría.
Dios Padre, a pesar de haberle comunicado su poder,
consintió en que no hiciera ningún milagro, al menos portentoso, durante su
vida.
Dios Hijo, a pesar de haberle comunicado su sabiduría,
consintió en que Ella casi no hablara.
Dios Espíritu Santo, a pesar de ser Ella su fiel esposa,
consintió en que los Apóstoles y Evangelistas hablaran de Ella muy poco y sólo
cuanto era necesario para dar a conocer a Jesucristo.
María es la excelente obra maestra del Altísimo. Quien se ha
reservado a sí mismo el conocimiento y posesión de Ella.
María es la Madre admirable del Hijo. Quien tuvo a bien
humillarla y ocultarla durante su vida, para fomentar su humildad, llamándola
mujer (Jn. 2, 4; 19, 26), como si se tratara de una extraña, aunque en su
corazón la apreciaba y amaba más que a todos los ángeles y hombres.
María es la fuente sellada (Cant. 4, 12), en la que sólo
puede entrar el Espíritu Santo, cuya Esposa fiel es Ella.
María es el santuario y tabernáculo de la Santísima
Trinidad, donde Dios mora más magnífica y maravillosamente que en ningún otro
lugar del universo, sin exceptuar los querubines y serafines: a ninguna
criatura, por pura que sea, se le permite entrar allí sin privilegio especial.
Digo con los santos, que la excelsa María es el paraíso
terrestre del nuevo Adán, quien se encarnó en él por obra del Espíritu Santo
para realizar allí maravillas incomprensibles. Ella es el sublime y divino
mundo de Dios, lleno de bellezas y tesoros inefables. Es la magnificencia del
Altísimo, quien ocultó allí, como en su seno, a su Unigénito y con Él todo lo
más excelente y precioso.
¡Oh qué portentos y qué misterios ha ocultado Dios en esta
admirable criatura, como Ella misma se ve obligada a confesarlo, no obstante su
profunda humildad: ¡El Poderoso ha hecho obras grandes en mí! (Lc. 1, 49) El
mundo los desconoce porque es incapaz e indigno de conocerlos.
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