La soledad y el silencio son necesarios al hombre
para su trato con Dios y su crecimiento espiritual. Son como el cimiento y la
levadura de la vida activa. El mismo Jesús nos da ejemplo de oración y
abandono del mundo en los cuarenta días en el desierto; pasaba las noches
retirado en oración. San Bruno, que vive entre los años 1035 y 1101, en medio
de un siglo de vitalidad, de creación y de reforma, se santificó en el
silencio. Ahuyentado el fantasma del fin del mundo del año 1000, los hombres se
habían lanzado al desenfreno, a la frivolidad, a la violencia y codicia. Dios
suscitó voces que se alzaron, enfervorizadas por el amor a Cristo, clamando por
la reforma de costumbres, por la dignidad eclesiástica y por la libertad de la
Iglesia.
El fundador de los cartujos nació en Colonia hacia
1032, de familia acomodada. Poseía una brillante inteligencia. A la edad de
quince años pasó a estudiar a Reims y después a París. Pronto se le vio como
canónigo y profesor de la Universidad de Reims. Un hombre de malas
costumbres, a tono con la época, había sido nombrado arzobispo de aquella
ciudad, y Bruno denuncia valientemente sus vicios ante el Papa. El Obispo no
obedece al Pontífice, sigue en su puesto y Bruno soporta con fortaleza sus
represalias.
Murió un famoso doctor con fama de sabio y santo.
Los funerales se celebraron en París, y allí el muerto alzó la voz repetidas
veces, declarando que por justo juicio de Dios estaba condenado. Este hecho
impresionó tanto a Bruno que decidió dejar el mundo. Confió su plan a algunos
amigos, y seis de ellos se decidieron a seguirle. Hastiados de los abusos, de
las vanidades del mundo, e impelidos por el temor de los inapelables juicios de
Dios, dan sus bienes a los pobres y abandonan Reims. El pequeño grupo hizo sus
primeros ensayos de vida religiosa en Molesmes, con San Roberto. Deseando una
mayor soledad y un retiro total del mundo, se pusieron en camino encontrando un
lugar adecuado: Grenoble.
Es el año 1084. San Hugo. Obispo de aquella ciudad,
los recibe calurosamente, los apoya y los acompaña hasta unos bosques y montes
rocosos llamados “ La Cartuja”. Allí levantaron unas celditas y una
capilla en honor de la Virgen María. Mezcla de anacoretas y cenobitas,
hacen renacer en esos montes la vida solitaria y austera de los antiguos
padres del desierto de la Tebaida. Los envuelve un silencio maravilloso,
y viven entre sacrificios y austeridades increíbles: Tres días a la semana
ayunaban a pan y agua. Sólo para el rezo del oficio divino reuníanse en el
oratorio, y los domingos también se juntaban en la mesa, pero en silencio. El
saludo, cuando se encontraban, era: Memento mori. Vestidos de hábito
blanco, símbolo de la pureza de sus almas, alternan el trabajo manual e intelectual
con las más altas contemplaciones: “el espíritu del hombre, semejante a un
arco, ha de estar tirante con discreción, para que cumpla su oficio y no
afloje”. Las celdas, divididas en taller, dormitorio y oratorio, permiten al
monje vivir como un ermitaño todo el día, pero sin quitarle las garantías
materiales y espirituales de la vida común.
El Santo allí rebosa de una santa alegría que le
hace repetir “¡Oh Bondad de Dios...!” Como el amor a Dios y al prójimo son
dos ramas del mismo tronco, San Bruno practica, junto con la contemplación, un
alto grado de caridad con el prójimo. Se da a todos, su trato es dulce y
apacible, modelo de olvido de sí y de amor a los demás.
Aquella dulce paz contemplativa fue interrumpida
por el llamamiento de Urbano II a fines de 1089, que quería junto a sí a Bruno,
quien llegó a Roma en 1090. Lo hace su consejero y lo nombra Obispo de Reggio.
Bruno obedece y presta una gran ayuda al Papa en un tiempo tan difícil. Pero la
vida de la corte en la Ciudad Eterna lo desazona. Permanece allí por obediencia,
hasta que rechazada humildemente la mitra, el Papa le permite volver con sus
discípulos a unos terrenos yermos que se llamaban la Torre, cerca de
Esquilache (1091), donde murió el 6 de octubre de 1101.
La propagación de la orden cartujana fue lenta al
principio. En 1300 los monasterios cartujanos eran 63, pero en los cien años
siguientes, tan turbulentos, se fundaron muchos más, uno por año. Después van
disminuyendo poco a poco. Desde 1147 hay también cartujas para mujeres.
La Cartuja es aún hoy día, tal como era en el
inicio, conforme al plan primitivo de su fundador. De todas las órdenes
medievales es la única que nunca ha necesitado reforma. Ya en 1688 el papa
Inocencio XI dio la razón de ello: La Cartuja nunca reformada, porque nunca deformada.
Autor: Unión Lumen Dei
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