Cuando
san Pablo, en su tercer viaje misionero, llegó a Éfeso, «encontró unos
discípulos y les preguntó: “¿Recibisteis al Espíritu Santo al aceptar la fe?”.
Contestaron: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo”» (Hch,
19, 1-2). Esta palabra también es actual hoy. Muchos ni siquiera han oído
hablar de un Espíritu Santo y no son capaces de responder a los interrogantes
más profundos del corazón. Quién es Dios, el Redentor, el Espíritu Santo, lo
que es el pecado: estas palabras son extrañas para ellos. Hoy la fe es una
realidad desconocida para muchos, y quizás también lejana de la experiencia,
del trabajo, de las alegrías y de los cansancios cotidianos. Otros, además, aun
estando convencidos de la existencia del Espíritu Santo, tienen ideas confusas.
Se sabe que el Espíritu Santo puede asignar a algunos dones particulares: por
ejemplo los de curación, de profecía o de oración en lenguas (cf. 1 Co,
14). ¿Pero no existe el peligro de buscar demasiado las cosas extraordinarias,
las sensaciones? ¿No está difundida en ciertos ambientes la tentación de usar
los dones del Espíritu para hacerse importantes, para atraer la atención de los
demás?
Cuando la
Sagrada Escritura habla del Espíritu Santo, a menudo usa el lenguaje de las
imágenes, que puede ayudarnos a comprender algo de su grandeza, de su poder, de
su obrar. No podemos ver al Espíritu Santo con nuestros ojos y no podemos
reconocerlo sólo con la fuerza de nuestra razón. Sólo a través de la Revelación
conocemos su existencia. Lo que la Escritura nos dice acerca de él, a menudo
con imágenes y símbolos, se resume en la Profesión de fe con estas palabras:
«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del
Hijo. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por medio
de los profetas». Jesús no ha prometido únicamente la venida del Espíritu, lo
comunicó también a sus discípulos el día de la Resurrección como primer don
pascual, y el día de Pentecostés derramó el Espíritu sobre la joven Iglesia,
reunida en oración en torno a María. A través del bautismo y la confirmación,
todos hemos recibido el mismo Espíritu Santo. Este Espíritu es el primer don de
Dios, el que contiene todos los demás. El Espíritu Santo es el verdadero reformador
de la Iglesia y de cada uno de nosotros.
Autor: Hermann
Geissler, Congregación para la doctrina de la fe. 25-05-2012 L’Osservatore
Romano
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