(1 Jn 3,18-24) "Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él"
(Jn 15,1-8) "El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante"
--- Misterio pascual
“El que permanece en mí y yo en él, ése
da fruto abundante” (Jn 15,5).
Estas palabras del Evangelio de la
liturgia de hoy nos introducen una vez más en el misterio pascual de
Jesucristo. La Iglesia medita constantemente este misterio; sin embargo, lo
hace de modo especial durante los cincuenta días que median entre la Pascua y
Pentecostés, cuando la Iglesia naciente recibió en plenitud la fuerza del
Espíritu de vida, que fue enviado a los discípulos de parte de Jesús
resucitado, sentado a la diestra del Padre.
La resurrección de Cristo es la
revelación de la Vida que no conoce los límites de la muerte (tal como sucede
para la vida humana y para toda vida en la tierra).
La vida que se revela en la resurrección
de Cristo es la vida divina. Al mismo tiempo es vida para nosotros: para el
hombre, para la humanidad. La resurrección del Señor es, en efecto, el punto
culminante de toda la economía de la salvación. Precisamente la liturgia de
este domingo pone de relieve de modo particular esta verdad, sobre todo,
mediante la alegoría de la verdadera vid y los sarmientos.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos
(Jn 15,5), dice Cristo a los Apóstoles en el marco del gran discurso de
despedida en el Cenáculo.
Por estas palabras del Señor vemos cuán
estrecha e íntima debe ser la relación entre Él y sus discípulos, casi formando
un único ser viviente, una única vida. Sin embargo inmediatamente después,
Jesús precisa nuestra relación de total dependencia respecto a Él: “Sin mí no
podéis hacer nada” (Jn 15,5). Hubiera podido decir igualmente: “Sin mí no
podéis ni siquiera vivir, ni siquiera existir”. Efectivamente, todo nuestro ser
es de Dios. Él es nuestro creador. El hombre que intente prescindir de Dios, es
como el sarmiento separado de la vid: “se seca; luego lo recogen y lo echan al
fuego y arde” (Jn 15,6).
Unidos a Cristo, vivimos de su misma vida
divina y obtenemos lo que pidamos; separados de Él, nuestra existencia se hace
estéril y carente de sentido.
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Purificación
Este vínculo orgánico entre Cristo y los
discípulos tiene, a la vez, su referencia al Padre. “Yo soy la verdadera vid y
mi Padre es el labrador” (Jn 15,1).
En la alegoría, Cristo coloca esta
referencia al Padre en el primer lugar, porque toda la unión orgánica
vivificante de los sarmientos con la vid tiene su primer principio y su último
fin en la relación con el Padre: Él es el labrador. Cristo es principio de
vida, en cuanto que Él mismo ha salido del Padre (cfr. Jn 8,42), el cual tiene
en sí mismo la vida (Jn 5,26). En definitiva es el Padre quien se preocupa de los
sarmientos, dándoles un trato diverso, según que den o no den fruto, es decir,
según que estén vitalmente insertados, o no, en la vid que es Cristo.
Si queremos dar fruto para nuestra
salvación y para la de los demás, si queremos ser fecundos en obras buenas con
miras al reino, tenemos que aceptar ser podados por el Padre, es decir, ser
purificados, y, por lo mismo, robustecidos. Dios permite a veces que los buenos
sufran más, precisamente porque sabe que puede contar con ellos, para hacerlos
todavía más ricos de buenos frutos. Lo importante es huir de la pretensión de
dar fruto por nosotros solos. Lo que hace falta es mantener, más que nunca, en
el momento de la prueba, nuestra unión orgánica con Jesús-Vid.
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Mandamientos y conciencia
La lectura de la primera Carta de San
Juan manifiesta este vínculo vivificante del sarmiento con la vid, por parte de
las obras, del comportamiento, de la conciencia... por parte del corazón.
Quien guarda sus mandamientos permanece
en Dios y Dios en él (1 Jn 3,24). Estos mandamientos se resumen en el deber de
amar con obras según verdad (1 Jn 3,18), es decir, según esa verdad que nos da
el creer en el nombre de su Hijo Jesucristo.
Si nos comprometemos en este sentido
quedaremos insertados en la vid y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él,
en el caso de que nuestra conciencia nos condene (1 Jn 3,20). Conseguimos la
paz de la conciencia, cuando nos reconciliamos con Dios y con los hermanos “no
de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad” (1 Jn 3,18).
Esta paz es un don de Dios, de su
misericordia que nos perdona. “Él es mayor que nuestra conciencia y conoce
todo” (1 Jn 3,20): Dios tiene en sí una fuente de vida mucho más potente que la
de nuestro corazón: si somos sarmientos en peligro de separarnos, sólo Él puede
insertarnos de nuevo en la vid. Si hemos roto la relación con Él a causa del
pecado, sólo Él puede reconciliarnos consigo, con tal de que, naturalmente,
nosotros lo queramos.
La alegoría de la vid y los sarmientos
tiene en la liturgia de hoy, una rica elocuencia pascual. Esta elocuencia es
fundamental para cada uno de nosotros que somos discípulos de Cristo. Sólo de
Cristo-Vid nace la vitalidad. Los sarmientos, sin un vínculo orgánico con Él,
no tienen vida.
La siembra de la Palabra de Dios dará frutos
abundantes, en la medida en que ella suponga ese “vínculo orgánico” con Cristo,
del que he hablado repetidamente, y una ferviente devoción a la Madre de Dios.
Particular -particularísimo- es este
vínculo que existe entre Cristo-Vid y su Madre. También María Santísima es -de
manera semejante a Cristo- “vid fecunda” (cfr. Sal 127/128,3), que engendra al
“Autor de la vida” (Hch 3,15). Entre todas las criaturas, María es la que da
más fruto, porque es el sarmiento más alimentado por Jesús-Vid. Entre María y
Jesús se da, pues, un “mirabile commercium”, un maravilloso intercambio, un
recíproco, único e incomparable flujo de vida y de fecundidad, que irradia al
infinito sobre toda la humanidad sus maravillosos efectos de vida y fecundidad.
La Bienaventurada Virgen es el ejemplo
más alto de la criatura que “permanece en Dios” y en la que Dios “permanece”,
habita como en un templo. Ella, pues, más que nadie, realiza las palabras del
Señor: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4).
A Ella, que está más íntimamente unida al
Hijo resucitado, a su Madre, confío esta exhortación. “El que permanece en mí
-dice el Redentor- da mucho fruto” (Jn 15,5).
Autor: S.S. Juan Pablo II, En la parroquia de Santa María de “Setteville” (5-V-1985)
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