El pueblo creyente es el pueblo del "escucha, Israel", pero también del "levanta los ojos y ve". En nuestro peregrinar decimos, como Job: "Te conocía de oídas", pero solo encontramos la paz plena cuando, como él, llegamos al "¡ahora te han visto mis ojos, esta misma carne verá al Señor!".
La
Palabra y la imagen se
llaman una a la otra, se complementan en una única Revelación. Dios nos habló
por medio de los profetas hasta que la Palabra, el Hijo de Dios, se hizo
visible, se hizo uno de nosotros. "Dichosos ustedes por lo que oyen y lo
que ven", dice Jesús.
Cristo cura a los sordos y abre los ojos de los
ciegos para que el hombre pueda "ver" y "escuchar":
"Quien me ve a mí, ve al Padre".
San Pablo escucha y ve a Cristo resucitado y lo
anuncia con la Palabra: "la escucha" y el testimonio: el
"ver", la imagen. San Gregorio de Niza decía: "Tu gloria, oh
Cristo, es el hombre, a quien has hecho cantante de tu resplandor".
El destino del mundo está pendiente de la actitud
inventiva, creadora de la Iglesia, en su arte de presentar el mensaje del
Evangelio a fin de que sea recibido por todos los hombres. Y la cultura es un
espacio de intercambio, de encuentro del hombre con el otro y con Dios. Estamos
en la cultura de la imagen, en la era de lo visual y de la comunicación.
En el fondo del corazón humano existe el anhelo de
ver cada vez más plenamente al que nos ilumina y plenifica, Cristo, la imagen
del Padre. La iconografía nos enseña a mirar la Imagen-Luz, Cristo que ilumina
desde dentro a cada hombre. Lo hacemos a través san Pablo, que vivió plenamente
en Jesús y anunció su luz a
todos los pueblos.
Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles,
escrito hacia los años 80 d.c., presenta una imagen idealizada de san Pablo,
debido a que no pretende realizar una biografía del Apóstol sino mostrar cómo
llega la salvación a todos los pueblos por obra del Espíritu Santo.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, Lucas
destaca a Pablo como el gran Apóstol de Jesús, el que llevará el mensaje
cristiano hasta los confines de la tierra.
En las cartas paulinas encontramos al teólogo, al
Apóstol que amó y alimentó a la Iglesia naciente, abriendo para ella horizontes
insospechados. Pablo nos muestra que el Dios de Abraham elige y derrama su
misericordia a todas las naciones.
Pablo es el Apóstol del corazón grande, del amor sin
límites, que trascendiendo su cultura judía, anuncia el Evangelio, lo hace
llegar a los paganos, es decir, a todos los pueblos.
A los judíos anuncia que toda
la esperanza de Israel se cumple plenamente en Jesús, ya que con él reciben
gratuitamente la justificación y la salvación, al igual que los demás
hombres.
A los paganos, los no creyentes, los que viven sin esperanza, los que
llevan una vida amoral y sin sentido,
Pablo les anuncia que la fe los une
a Cristo que dio su vida por todos, y que sumergiéndose
en él por el Bautismo pueden tener una vida plena, nueva y eterna.
Así como Pablo, en los comienzos
de la Iglesia, fiel a su fe y a Cristo llevó el Evangelio más allá de los
horizontes judíos, así hoy el Espíritu Santo nos llama a todos los cristianos a
que, como él, abramos los horizontes de nuestro corazón para anunciar con
alegre valentía el Evangelio de la misericordia en la nueva cultura de las
comunicaciones sociales, y que no nos avergoncemos de proclamar a Jesús con el
testimonio y la palabra a todos los hombres.
El documento de Aparecida nos
dice: "Pablo, el evangelizador incansable, nos ha indicado el camino de la
audacia misionera y la voluntad de acercarse a cada realidad cultural con la
Buena Noticia de la salvación" (n° 273).
Autor: Revista ORAR, San
Pablo: Vida, Iconos y Encuentros para orar, nº 203, ed Monte Carmelo
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