martes, 15 de mayo de 2012

El maestro según Marcelino Champagnat




Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.

Edición: Hno. JoséDiez Villacorta

CAPÍTULO XLI 

EL MAESTRO

Cada uno, en la sociedad, ocupa un puesto y presta un servicio. Consideradas así globalmente, todas las profesiones son honrosas, porque todas son útiles y contribuyen al bien general.
Se ha de reconocer, sin embargo, que algunas funciones sociales son más dignas, más eminentes que otras. Unas atienden al servicio de las almas, otras al de los cuerpos: pues bien, en la medida en que el alma está por encima del cuerpo, el ministerio que la atiende está por encima del que se ocupa solamente del cuerpo. De donde se deduce que el sacerdote y el maestro, que se ocupan de las almas, desempeñan las dos funciones más excelsas que hay en el mundo.

Vamos a ver lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.

I. La educación.

La educación es una obra tan excelsa, que los santos padres y los autores más graves que se han ocupado de ella, la definen como una magistratura, una paternidad y un apostolado.

1. «Esta magistratura dice san Juan Crisóstomo tan por encima está de las magistraturas civiles como está el cielo por encima de la tierra; y me quedo corto. La magistratura civil no nos ofrece enseñanza alguna acerca de la verdadera sabiduría, ni maestro que nos aclare lo que es el alma, el mundo, lo que llegaremos a ser tras esta vida, adónde iremos a parar al salir de este mundo y cómo podemos practicar la virtud aquí abajo.

En este lugar, sin embargo, se explican todos esos graves problemas: por eso se le llama escuela de religión, cátedra de doctrina de las almas, tribuna en que el hombre se juzga a sí mismo; gimnasio, finalmente, en que uno se ejercita en la carrera que lleva al cielo».

Los magistrados juzgan a los reos y condenan los crímenes públicos; pero no iluminan ni alcanzan a procesar, incluso en la conciencia, el primer pensamiento, la primera causa del vicio: ésa es labor del maestro. Los magistrados castigan el mal; es mucho mejor lo que hace el maestro: lo previene, lo ahoga en su nacimiento, en su primer germen. Con frecuencia, los magistrados castigan y no corrigen; el maestro digno de tal nombre corrige casi siempre sin castigar; y cuando el mal se ha cometido, no pide la muerte del reo, sino la extinción de la falta.

Si la patria debe agradecimiento a los magistrados que la purgan de súbditos indeseables, ¡cuánto más al maestro por prepararle ciudadanos buenos y virtuosos que un día serán su fuerza y su gloria!
«Puedo repetirlo a mi vez concluye monseñor Dupanloup , el maestro es también magistrado, y la magistratura de que está investido, al igual que la obra que se le confía, ocupan el primer puesto en la sociedad».

2. El educador de la juventud no sólo es magistrado de rango eminente; es mucho más, es padre.Ciertamente, es un segundo padre, cuya vocación no supera, claro está, a la del primero; pero su entrega es tal vez más generosa, por ser más libre y desinteresada; su inclinación es menos natural, pero viene inspirada de más arriba; su capacidad, finalmente, es a menudo mayor y más perfecta.

El maestro participa esencialmente de lo más noble que hay en la paternidad divina. En la medida en que Dios se digna comunicarle el poder, es lo que los Libros Sagrados tan maravillosamente dicen del mismo Dios: «padre de las almas». No hay nombre que le venga mejor. Los mismos paganos habían alcanzado esa altura de pensamiento. «Sepan los jóvenes afirmaba un filósofo que los maestros son padres, no de los cuerpos, sino de las almas». Esa misma idea inspiró a Alejandro su célebre máxima: .«No menos debo a Aristóteles, mi ayo, que a mi padre Filipo; si a éste le debo la vida, a aquél le debo el llevar vida honrada».

3. La educación es un apostolado y una especie de sacerdocio. Tal ha sido el sentir perenne de la Iglesia. «No tengo empacho en afirmar dice monseñor Dupanloup que el sacerdote más virtuoso y más entregado a la santificación de las almas, tiene a menudo sobre ellas una influencia menos amplia y profunda que la del maestro en el alumno al que educa». La presencia del sacerdote entre los niños es más bien rara; sólo de vez en cuando se relaciona y habla con ellos; no puede, pues, seguirlos en el detalle de sus actuaciones. El caso del maestro es muy distinto: tiene en sus manos, como quien dice, la existencia del niño, su vida entera de cada día y cada hora, y por lo mismo, todo su presente y todo su porvenir. Tiene con él las relaciones más naturales, el trato más frecuente, por lo que su influencia está siempre actuando; es, en resumidas cuentas, perpetua y universal.

No se puede negar que el confesor repara el mal y obra en el alma un bien inmenso, admirable; pero no contribuye muy directamente al desarrollo de las facultades y rara vez, incluso, a formar el carácter del niño y corregirle de manera detallada los defectos. Sólo del maestro recibe el niño a la vez el empleo del tiempo, el desarrollo de la inteligencia y la reforma constante de las inclinaciones. El maestro está siempre con el niño; a lo largo del día le vigila y le dirige en sus acciones. El niño, pues, no piensa más que en el maestro, sólo a él oye, sólo por él trabaja; de él depende por entero en todo lo que más de cerca se relaciona con el espíritu y el corazón; a saber, la censura o la alabanza, el baldón o la honra, la satisfacción de aprender, la del trabajo y la del éxito.

La influencia del maestro en el niño es, por consiguiente, extraordinaria, ora le desarrolle las facultades con la instrucción, ora, en los demás ejercicios del día, le temple el carácter y las buenas costumbres mediante una disciplina paternal.

En cuanto a los defectos, el educador los ve más de cerca y los sorprende en el acto; los conoce mejor que el mismo niño, mejor también y antes que el confesor. Este conoce sobre todo las faltas y las absuelve; aconseja actos de virtud y los alienta. El maestro alcanza más: conoce a fondo las cualidades y los defectos de los alumnos y trabaja, como quien dice, en el debido sitio y momento, en desarraigar éstos y fomentar aquéllas.

Con autoridad sublime, el confesor forma la conciencia. El maestro hace lo mismo desde un puesto menos elevado, pero con autoridad también eminente. El confesor cura las llagas del alma, distribuye la gracia, comunica la vida sobrenatural. Con miras a esta última, el maestro prepara en el niño facultades robustas y vivas, le inspira el amor a la belleza y la verdad; para recibir las verdades de la fe, prepara una mente despejada, pura, recta; y para los combates que ha de arrostrar la virtud, prepara un corazón generoso, agradecido, filial, y un carácter firme, enérgico.

Claramente se ve que la educación no es una industria ni un trabajo de especulación, es un verdadero apostolado que busca llevar almas a Dios.

Cuando se trata de especulación, el maestro es un instructor que desempeña ese oficio como otro cualquiera. En el apostolado, el maestro es un padre, un pastor que desempeña un ministerio sagrado: es el hombre de Dios, el apóstol que se olvida de sí, totalmente consagrado a la salvación de las almas. En el caso de la especulación, los niños son colegiales a los que uno instruye a cambio de un justo sueldo: se trata de una explotación y uno de tantos medios como hay de ganarse el pan. En el apostolado son niños a los que se ama y educa para Dios con abnegada diligencia, hasta sacrificar por ellos la salud y la vida.

El apostolado supone solicitud de padre, entrega pastoral y celo apostólico. Los centros escolares en que reina, vienen a ser una familia, y una familia enteramente cristiana. Allí está Dios presente, con su autoridad suprema, a la vez paternal y maternal; allí hay afán de salvar almas. Sí, en escuelas semejantes, la primera de las preocupaciones es llevar almas a Dios.

Autor: maristas.com.ar
 | Fuente: maristas.com.ar 

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